La palabra izquierda nos sugiere, de entrada, dos cosas distintas: una actitud y una ideología o familia de ideologías. Como actitud es inconformismo, no aceptar lo dado al menos sin pasarlo por un tamiz crítico; pensar que los principios están por encima de los intereses, que las cosas y las situaciones pueden cambiarse, y que la voluntad heroica del ser humano es lo que realmente ha construido la historia. Como ideología o conjunto de ideologías remite a una serie de ítems: igualitarismo, una antropología que supone que la plena realización de lo humano pasa por la liberación anárquica de toda pulsión, que toda idea de límite, jerarquía, disciplina o sacrificio es mala per se, y una concepción lineal y progresista de la historia, que tiende a un final de plena realización de lo humano.
En alguna ocasión me he referido a estas dos visiones de la izquierda como situacionista la primera y esencialista la segunda. Lo cierto es que durante mucho tiempo la actitud y las ideologías de izquierdas fueron juntas, pero de un tiempo a esta parte podemos observar una escisión entre las mismas. Lo cierto es que el conjunto de ítems ideológicos que siempre habían caracterizado a la izquierda se han ido diluyendo en intensidad y han pasado a formar parte de una ideología común del conjunto de las sociedades occidentales. Hoy día casi todo el mundo es “progresista”, “tolerante”, “antiautoritario” y “buenista”, y el que no lo es corre serio peligro de exclusión social.
El pensamiento “políticamente correcto”, es decir, el conjunto de cosas que HAY que pensar, decir y creer si no queremos ser calificados de “fascistas”, “homófobos” o “machistas” está edificado sobre los ítems ideológicos tradicionales de la izquierda. Esto lo convierte en pensamiento conformista. Lo curioso es que el sistema económico en que vivimos, el capitalismo, caracterizado por la ideología de la acumulación del capital, el dominio de la economía financiera sobre la real, el poder político de los bancos y el estímulo de la competencia frente a la cooperación, no se siente en absoluto incómodo con estos ítems ideológicos, al contrario. Así vemos como la publicidad excita al consumo en nombre de los “derechos individuales”, la “libertad de elección” , “no renunciar a nada”, “atreverse a quererlo todo” y demás frases que parecen inspiradas en las consignas del mayo del 68. Las empresas se venden a sí misma como “revolucionarias”, “novedosas”, “defensoras de los derechos individuales”, “enemigas de la antiguo y lo caduco”.
Cuando un conjunto de ítems ideológicos se ha convertido en el principal sostén doctrinal de un Sistema político y económico difícilmente puede actuar de motor de cambio del mismo. Por eso se ha producido esa escisión entre las “ideas” de la izquierda y la actitud inconformista y revolucionaria. Por eso la izquierda, en cualquiera de sus versiones, parece incapaz de liderar una autentica revuelta contra el Sistema, y como mucho aspira a ser una especie de “mala conciencia” del mismo, de señalar lo que “todavía” no se ha conseguido, y en algunos casos, también, a convertirse en auténtica “guardia de la porra” del mismo. Todo el que sale de los cauces establecidos de la “políticamente correcto” es, automáticamente acusado de “fascista”, y ahí está la izquierda antifascista dispuesta a hacerlo entrar en razón (aunque para ello tenga que utilizar métodos fascistas).
¿Qué ha llevado a esta situación? ¿Qué ha producido esta escisión entre el inconformismo y las ideas “de izquierda”? ¿Qué ha provocado esta crisis y esta pérdida de identidad de la izquierda?
La globalización
El componente económico de la globalización se puede resumir como la conjunción de tres elementos: libre circulación de capitales, libre circulación de productos y “libre” circulación de personas. Pero la globalización no es solamente una cuestión económica: detrás de ella hay un proyecto político e ideológico. La reducción del ser humano a la dimensión de consumidor, cuyas “necesidades” sean dictadas por la publicidad y el marketing. La desaparición de cualquier identidad o enraizamiento cultural, religioso o incluso lingüístico. La renuncia a cualquier soberanía política nacional, ni a otra participación de la que se hace a través del mercado. Todo ello acompañado del “pensamiento débil”, de la confusión de ocio y cultura, de la pérdida de cualquier referente crítico. Este es el proyecto político de la globalización.
Pero aquí no pretendemos estudiar la globalización, sino su relación con la crisis de la izquierda. La globalización se desarrolla después de la caída de la URSS, fenómeno que infringe una herida mortal al marxismo, como teoría con pretensiones científicas de la realidad social. Imaginar que sociedades socialistas consolidadas, como la URSS y sus satélites fueran derrotados, no en el terreno militar como lo fueron los fascismos, sino en el terreno económico y político, por las grandes potencias capitalistas, era algo absolutamente impensable para el imaginario marxista. No es solamente un error de predicción, sino que es una experiencia crucial que falsea toda una filosofía de la historia.
No quiero unirme aquí al corro facilón del antimarxismo (y eso lo dice alguien que nunca ha sido marxista, ni en los años 70 que lo era todo el mundo). Muchos conceptos teóricos de origen marxista (plusvalía, explotación, alienación) siguen teniendo validez para el análisis de la realidad social y política. Pero hay un hecho fundamental: si las ideologías no son más que superestructuras generadas por las condiciones de producción ¿Cómo es posible que economías socialistas generaran ideologías burguesas? ¿Cómo es posible que estas ideologías burguesas aparezcan en sociedades donde, en teoría, no había burguesía? ¿Cómo es posible que sociedades educadas en los valores socialistas abrazaran en liberalismo y se entregaran a las “delicias” del consumismo capitalista?
Es cierto que, ya antes de la caída de la URSS, los partidos socialistas europeos habían abjurado del marxismo, y que muchos partidos comunistas habían apostado por el “eurocomunismo”, pero es el derrumbe de la URSS y la conversión al capitalismo liberal de las antiguas sociedades socialistas lo que quiebra al marxismo y lo inutiliza como teoría de la revolución.
¿Qué le queda a la izquierda? Una ética del “debe ser”, que no es más que la tradición judeocristiana secularizada; una visión progresista de la historia; una religión de los “derechos humanos”, junto con una sacralización del culto negativo del Holocausto como Mal absoluto, y, sobre todo, la mística del “antifascismo”. En lo filosófico la izquierda ha dejado de ser materialista, e incluso ha abandonado la filosofía a favor de una especie de teología secularizada.
El problema es que la mayoría de estos ítems ideológicos son perfectamente asumibles por la derecha neoliberal. Los neoliberales también creen en los “derechos humanos”, especialmente en los derechos inalienables del individuo-consumidor. Los neoliberales también son antifascistas, no en vano fueron Inglaterra y Norteamérica, junto con la URSS, las grandes vencedoras del fascismo. Los neoliberales también participan en la religión mistérica del Holocausto, gran coartada ideológica de su gran amigo, el Estado de Israel.
¿Qué le queda pues a la izquierda esencialista? Bien poca cosa. La “gestión progresista del mercado”, la búsqueda desesperada de “fascistas” que justifique su “antifascismo” (¿Qué sería de antifascismo si no hubieran fascistas?), el antirracismo y la defensa de los inmigrantes (cuando la inmigración no es más que una cara de la globalización, cuya finalidad es reventar el mercado del trabajo y producir un nuevo “ejercito de reserva del capital”) y poca cosa más. Para disimular esta falta de proyecto vemos que la izquierda institucional se empeña en enfatizar sus caracteres “culturales”: defensa del aborto, del matrimonio homosexual, combate contra la violencia “de género”, etc., para poder distinguirse de la derecha neoliberal, de la cual ya no la distinguen sus recetas económicas.
El antifascismo
El antifascismo es una de las “señas de identidad” de esta izquierda declinante. Es de por sí una seña equívoca, pues la derecha liberal también es antifascista. Pero aquí podemos hacer distingos: el antifascismo de la derecha es “antitotalitarismo”, entendiendo por “totalitarismo” cualquier voluntad política de superar al mercado. En este sentido es muy esclarecedora la posición del Tea Party (extrema derecha ultraliberal americana) acusando al presidente Obama de ser “fascista” y “comunista” por su proyecto de reforma sanitaria. Al declararse “antitotalitaria” la derecha liberal se declara antifascista y anticomunista a la vez.
El antifascismo de la izquierda no es exactamente igual. La construcción del discurso antifascista de la izquierda pasa por tres etapas: La sacralización del mito del Holocausto, la reducción de todo fascismo a nazismo y la reducción de todas las corrientes autoritarias a fascismo. Veamos cada una de ellas:
El mito del Holocausto
Al hablar del mito del Holocausto no estamos diciendo que sea falso el asesinato de millones de judíos en los campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que convierte este hecho histórico en mito es cuando se le intenta convertir en un hecho único, irrepetible e incomprensible. Los grandes teóricos del mito del Holocausto fueron los filósofos de la Escuela de Frankfurt, (Habermas, Adorno) quienes desarrollaron los dos grandes soportes teóricos de este mito: su carácter único, irrepetible e incomprensible (lo que convierte un holocausto en El Holocausto); el origen de la mentalidad autoritario-reaccionaria, que hizo posible el Holocausto, que según los frankfurtianos hay que buscarla en la familia tradicional. El razonamiento es diáfano: ¿es usted partidario de la familia tradicional?, ¿es usted contrario al “matrimonio” gay? ¡Cuidado¡ ¡es usted un nazi peligroso, un genocida en potencia¡. Curiosamente el mito del Holocausto también sirve de justificación ideológico-política al Estado de Israel, estado teocrático, supremacista, racista y genocida. Esto debería hacer reflexionar a algunos.
Reducción de los fascismos al nazismo
El término “fascismo” es un término genérico para referirse a un conjunto de movimientos políticos que surgen en Europa y en Hispanoamérica después de la Primera Guerra Mundial. La crisis del capitalismo, de la democracia liberal y de la modernidad en su conjunto están entre la causas del nacimiento de estos movimiento, que se caracterizaban por su nacionalismo, su antiparlamentarismo y su vitalismo. El fascismo asumió parámetros diferentes en distintos países: Partido Nacional Fascista en Italia, Partido Popular Francés en Francia, Guardia de Hierro en Rumania, Nacional- Justicialismo o Peronismo en Argentina, Falange Española en España, Urrismo en Perú, Falange Socialista en Bolivia, Nacismo en Chile y Nacional-Socialismo en Alemania. Hay que señalar que el nacionalsocialismo, versión alemana del fascismo, tiene caracteres atípicos si lo comparamos con sus homólogos europeos y americanos, especialmente por su racismo de impronta biológica. Hay que señalar también que en Alemania existieron otras versiones del fascismo, minoritarias, más homologables, como el nacional-bolchevismo de Nieckisch. Pero estas sutilezas no interesan a los antifascistas. Para ellos todo se reduce al siguiente silogismo: Los nazis perpetraron el Holocausto, luego son el Mal absoluto. Todo fascista es un nazi, luego todo fascista representa el Mal absoluto.
Reducción de todo autoritarismo a fascismo
El reduccionismo se extiende a cualquier figura política de ribetes autoritarios. Regímenes como el de Franco en España, el de Oliveira Salazar en Portugal, el de Dolfuss (que fue asesinado por los nazis) en Austria, el del rey Carol II en Rumania (responsable del asesinato de Zelea Codreanu, jefe de los fascistas rumanos), o incluso el de Pinochet en Chile (apoyado por los americanos y servil a las directrices del FMI) son calificados de fascistas. Con ello se cierra el círculo, pues al fascismo se le niega cualquier novedad y se le asimila a la reacción pura y dura. Los movimientos populistas y xenófobos que se extienden por Europa también son asimilados al fascismo, a pesar que algunos de ellos son prosionistas y defienden un liberalismo extremo.
Después de todo este proceso mental, la palabra y el término “fascista” han perdido todo significado político e ideológico y se ha convertido en mucho más que un insulto: una descalificación ritual que sitúa al que la recibe prácticamente fuera de la humanidad. La manera en cómo los antifascistas se refieren a los “fascistas”, nos recuerda a cómo los nazis se referían a los judíos, o los inquisidores a los herejes, seres abyectos y dañinos, sin ningún derecho. Cualquier grupúsculo insignificante que se proclame antifascista se siente investido por una autoridad moral que le permite decidir quién puede o no puede estar en las instituciones, quién puede a o no puede presentarse a las elecciones, quién puede o no puede manifestarse.
Cuando la izquierda se sitúa en estos parámetros adopta una actitud de intolerancia inquisitorial y parapolicial absolutamente contraria a la propia de la izquierda situacionista a la que antes nos referíamos. No es compatible luchar para derribar al Sistema con ser un “ultra” en defensa del mismo.
La “memoria histórica”
En España, el antifascismo genérico de la izquierda en descomposición se ha canalizado de una manera peculiar, a través de la ideología de la “memoria histórica” impulsada por el expresidente socialista Rodríguez Zapatero. Hay que decir, de entrada, que el término en sí mismo ya encierra un oxímoron absolutamente contradictorio, pues precisamente la historia empieza allí donde termina la memoria.
Hay tantas memorias como seres humanos, pero es imposible establecer un debate entre “memorias” pues estas se mueven en el terreno subjetivo de la emotividad. Los relatos históricos, aunque no son unívocos, si pueden establecer debate, pues se mueven en el terreno de la objetividad, al menos como ideal-tipo.
De hecho, un acontecimiento pasa a ser del todo histórico cuando desaparece de las memorias individuales, por simple desaparición biológica de sus protagonistas. Entonces es cuando los historiadores entran en acción, construyendo sus relatos, diversos, pero a partir de interpretaciones y análisis de documentos.
Si el concepto de “memoria histórica” es, ya de por sí aberrante, el intento de fijarla por ley entra en el terreno de la paranoia totalitaria. Primero se construye un falso relato histórico basado en las “memorias” selectivas de determinadas personas, a las cuales se las ha colocado previamente, a partir de una opción ideológica, en el lado de los “buenos”. Ni que decir tiene que los “malos” carecen de humanidad, y por tanto su “memoria” no vale para nada. Después, este falso relato se eleva a la categoría de ley, con lo cual se decreta la “ilegalidad” de cualquier otro relato histórico alternativo. La negación, justificación o simple discusión de determinados “hechos” entra en el terreno de lo delictivo, pudiendo darse la paradoja de que alguien sea acusado de negar un determinado “hecho” histórico, pero a la vez se le acuse de “justificarlo”. Todo ello recuerda mucho al “doble pensar” que describe Orwell en 1984.
En España la “memoria histórica” (quizás sería más adecuado llamarle “memoria histérica”) es impulsada como arma política por una “izquierda” desbordada, que ha perdido completamente la capacidad para pensar y repensar la realidad, que no puede o no quiere enfrentarse a problemas como la globalización, la inmigración masiva, la pérdida de poder de los estados o el capitalismo anónimo de los mercados, y quiere “volver” a aquel mundo feliz en que los malos de la película eran los militares, los obispos o los capitalistas con chistera.
En España la “memoria histórica” (o histérica) consiste en un doble proceso de simplificación y falsificación de los últimos 100 años de historia. Late en su fondo aquella pugna estéril del siglo XIX y la interpretación de la realidad en términos de “buenos” y “malos”. Se fundamenta en una serie de mitos y dogmas a priori cuya simple discusión coloca en los aledaños del “crimen mental”. Veamos algunos de ellos:
La guerra civil fue debida a un levantamiento de militares “fascistas” contra la legalidad republicana. Los demócratas estaban con la Republica.
Esta afirmación es altamente discutible. Es España, en aquellos momentos, existía un minúsculo partido homologable a los fascismos europeos, que era Falange Española de las JONS, que no tenía siquiera representación parlamentaria. El gran partido de la derecha, la CEDA, era conservador y católico pero sin nada que ver con el fascismo. A los monárquicos alfonsinos y los carlistas tampoco se les puede considerar fascistas, aunque imitaran del fascismo algunos aspectos exteriores. Los falangistas se unieron a la sublevación militar, pero con grandes reservas de algunos de sus dirigentes.
Los militares protagonistas de la sublevación oscilaban entre el conservadurismo y el liberalismo clásico. Algunos ni siquiera eran monárquicos: Queipo de Llano había participado en el intento de sublevación republicana en Cuatro Caminos. Mola quiso sublevarse con la bandera tricolor de la República, pero sus aliados civiles carlistas (estaba en Navarra) le impusieron como condición para unirse al golpe que éste se hiciera bajo la bandera bicolor monárquica.
Lo de la “legalidad republicana” es altamente discutible. Pocos días antes del levantamiento militar, agentes del gobierno (guardias de asalto y guardias civiles) secuestraron de su domicilio y asesinaron a José Calvo Sotelo, diputado de Renovación Española y uno de los jefes de la oposición parlamentaria. Parece ser que el mismo comando intentó asesinar a Gil-Robles, pero no lo encontró en su domicilio. Este hecho no es precisamente una muestra de “legalidad republicana”.
Uno de los partidos integrantes de la coalición gobernante, el Frente Popular, era el Partido Socialista Obrero Español, que en Octubre de 1934, había protagonizado junto con los nacionalistas catalanes, un levantamiento armado contra la República. Para sofocar la sublevación en Asturias, donde tuvo más resonancia, el gobierno tuvo que recurrir al ejército. El motivo (o pretexto) de la sublevación era que tres ministros de la CEDA habían entrado en el gobierno. Teniendo en cuenta que la CEDA era, en aquellos momentos, el partido mayoritario en las Cortes Españolas, no parece que el PSOE tuviera muy asumidos los principios de la democracia parlamentaria.
El régimen de Franco era “fascista” pues fue apoyado por potencias fascistas como Italia y Alemania.
Durante la guerra civil y en la inmediata posguerra, Hitler y Mussolini apoyaron a Franco, pero eso no convierte al régimen automáticamente en fascista. En Rumania Hitler apoyó al general Antonescu, en contra de los auténticos fascistas autóctonos, que eran los militantes de la Guardia de Hierro.
Por otra parte, las democracias no apoyaron a la República, pero sí que lo hizo Stalin, cuyo régimen no tenía nada de democrático. Además, antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, Franco, apoyándose en los sectores aliadófilos (parte de la Iglesia, del Ejercito y los monárquicos) inició un hábil cambio de bando, vendiendo su “anticomunismo” a los aliados. Llegó a promulgarse un decreto en que se prohibía el saludo brazo en alto.
El régimen de Franco era “fascista” porque era represor y “genocida”.
Durante la guerra civil, en la retaguardia de ambos bandos se practicó la represión y el asesinato de los adversarios políticos. En el bando republicano se practicó también la purga estalinista, es decir, la represión contra los propios, como aconteció con el POUM. En ningún caso tiene sentido hablar de genocidio, que consiste en el exterminio sistemático de un pueblo o una etnia.
En los años que siguieron a la guerra, el régimen siguió practicando la represión contra sus oponentes. Simplemente tuvo más tiempo, pero de haber ganado la guerra el otro bando la situación habría sido parecida o peor. Que un régimen practique la represión, especialmente en el contexto de una guerra civil, no lo convierte en fascista.
En realidad, el régimen de Franco se basaba en una coalición contrarrevolucionaria, en la cual los fascistas eran minoritarios y ocuparon siempre una posición marginal.
Después de la muerte de Franco, las “movilizaciones populares” forzaron la transición a la democracia.
La transición hacia la democracia formal de corte liberal se estaba fraguando mucho antes de la muerte de Franco: empezó en la década de los sesenta, cuando los tecnócratas del Opus Dei empezaron la liberalización económica, preludio de la “liberalización” política. En la transición, la burguesía se sucedió a si misma con el beneplácito de la izquierda. La embajada americana jugo un papel fundamental en todo este proceso.
La izquierda neoliberal
Todo el discurso “antifascista” de la izquierda y su proyecto de recuperación de la “memoria histórica” intenta ocultar un hecho de por sí ya muy evidente: la conversión de grandes formaciones tradicionales de la izquierda (especialmente los socialistas) al neoliberalismo, conversión que no es contradictoria, pues tal como ya hemos dicho, la derecha neoliberal también es “antifascista”. Tal como han señalado Laval y Dardot, el éxito duradero del neoliberalismo se explica no solamente por la adhesión de las grandes formaciones políticas de derechas, sino por la porosidad de la izquierda moderna a los grandes temas neoliberales.
El blairismo inglés, el acercamiento ideológico de los liberales norteamericanos a los republicanos, o el proyecto de Felipe González en España, son muestras de esta transformación. Lo más notorio de esta institucionalización del neoliberalismo consistió en la aceptación, por parte de la izquierda moderna, de la visión neoliberal del mercado del trabajo “flexible”, y, en el plano doctrinal, en un abandono de toda referencia a Keynes, y, por tanto, a la renuncia a la elaboración de un nuevo keynesianismo adaptado al cambio de escala que supone la construcción del espacio económico europeo y la globalización. En el caso de España hay que señalar que las numerosas reformas laborales llevadas a cabo por los gobiernos de Felipe González y de Rodríguez Zapatero han ido siempre orientadas a la flexibilización del mercado del trabajo y a la precarización del empleo. Felipe González institucionalizó el trabajo temporal y las ETT. La “rigidez” del mercado de trabajo y la seguridad del trabajador en su puesto laboral fueron presentadas como “reaccionarias”, incluso “franquistas” (en esto tenían razón: el trabajador tenía más seguridad en su puesto de trabajo con Franco que con los “socialistas”).
La apuesta por la enseñanza privada sostenida con fondos públicos (concertada) frente a la pública ha sido otra de las características de esta izquierda neoliberal, en clara convergencia con la derecha. Ahí están la LODE, la LOGSE y la LOE que, aparte de haber convertido al sistema educativo en una fábrica de analfabetos funcionales aborregados, han consolidado una doble red de centros educativos, en la que los centros públicos se han visto degradados a la condición de contenedor social.
El mejor ejemplo de esta identificación o convergencia nos lo proporciona el Manifiesto, firmado por Blair (el amigo de Busch y de Aznar) y Schröder en 1999, con motivo de las elecciones europeas, y titulado “La tercera vía y el nuevo centro”. Se afirma allí, sin ningún sonrojo, que su objetivo es consolidar un marco sólido para una economía de mercado competitiva, y que la libre competencia entre los agentes de producción y el libre intercambio son esenciales para estimular productividad y crecimiento. Al Estado y a los poderes públicos le corresponde únicamente crear las reglas de juego y vigilar que se cumplan, y esto, según los autores, se opone al laisser-faire neoliberal de la derecha.
Una interpretación errónea de lo que es el neoliberalismo permite construir una falsa alternativa al mismo. En realidad este Manifiesto refleja perfectamente la “racionalidad neoliberal”: rechaza las soluciones de la izquierda “arcaica”, apuesta por reforzar la “responsabilidad individual” y, sobre todo, por la flexibilización del mercado de trabajo y la bajada de impuestos.
En el libro “La tercera vía”, Anthony Giddens y Tony Blair profundizan en la teorización de este viraje. Afirman que la misión del New Labour es aportar respuestas de “centro izquierda” en el marco impuesto por el neoliberalismo, considerado marco irreversible. La palabra clave es la adaptación de los individuos a la nueva realidad, en vez de la protección contra los azares de un capitalismo mundial y financiero. La “nueva izquierda” es, según los autores, la que acepta el marco de la mundialización liberal y alaba todas las oportunidades que éste ofrece para el crecimiento y la competitividad de las economías. Sin comentarios.
A modo de conclusión
La escisión entre la actitud de izquierdas (situacionismo) y los ítems ideológicos de la izquierda (esencialismo) es la causa principal de la crisis de la izquierda y su pérdida de identidad. La antropología buenista, el progresismo y el antifascismo, se han convertido en bastiones ideológicos del Sistema, el neocapitalismo mundialista y globalizador. La izquierda en sus distintas versiones (moderada y radical) ha pasado a convertirse en el principal sostén de este Sistema, y a su vez ha sido colonizada por la razón neoliberal.
Solo el redescubrimiento del Estado y de la nación política como elementos capaces de enfrentar la globalización y una actitud de inconformismo y de antiindividualismo puede volver a colocar a la izquierda en situación de ser palanca para la Revolución.