El principio moderno de la subsidiariedad ha sido sentado por la Iglesia católica en la antigua tradición imperial. A su turno, el solidarismo y algunas otras corrientes revolucionarias conservadoras han emparentado la teoría de la subsidiariedad a esta doctrina social católica. El punto de partida reside en la constatación que no es suficiente instaurar diferentes niveles administrativos para asegurar una buena administración. El principio federal es bueno pero insuficiente, aun enriquecido con el de la complementariedad. En efecto, no existe respuesta a la cuestión de saber dónde, es decir a qué nivel de la jerarquía administrativa, se deben conferir una responsabilidad y un poder de decisión. Las encíclicas papales Rerum novarum (1891) y Quadragesimo Anno (1931) dan al problema la misma solución de la tradición imperial: el poder de decisión no debe ser nunca determinado en un nivel superior al estrictamente necesario. Los niveles inferiores no deben, pues, ceder poderes a niveles superiores sino cuando ello se revele indispensable y, a la inversa, un órgano administrativo superior no puede ser investido de poder más que para misiones que él puede ejecutar mejor, de manera más imparcial y eficaz que uno inferior.
Así haciendo, se espera que las decisiones no serán tomadas sino por quienes sufrirán directamente sus consecuencias. Se reencuentra así el concepto de democracia de base como subsiste todavía, por ejemplo, en los cantones suizos. En la visión del principio de subsidiariedad, cada órgano administrativo tiene pues una tarea complementaria, en una jerarquía dada de su base a su cima. Ningún nivel u órgano aparece fijado de una manera absoluta, como en la nación-estado. Cuanto más preciso sea el reparto de tareas y de soberanía entre las diferentes comunidades y sus niveles administrativos organizados en federación, mejor será la vida social de la entidad en su conjunto. Esta visión, esencialmente holística, es típica de la tradición imperial.
En 1984 apareció por primera vez la noción de subsidiariedad en un texto comunitario europeo, suponemos que como herencia tardía del compromiso europeo de los demócratas cristianos. O de la constatación que la política agrícola fuertemente centralizada de la Comunidad Europea engulle el dinero, brilla por su ineficacia y favorece el fraude más que ninguna otra. El principio de subsidiariedad no es naturalmente un deus ex macchina. Vic van Rompuy lo remarca con justicia en De Standaard: «Lo importante es: ¿Quién decide el reparto? O, lo que es lo mismo: ¿sobre la base de qué criterios se adopta la decisión? ¿Qué significa de hecho que un cierto nivel de la autoridad deba ejercer necesariamente ciertas competencias o quién es el más eficaz o el mejor para hacerlo? Además, ¿cuál es el objetivo: un mínimo de gastos, un máximo de provecho con relación al costo o la provisión de bienes esenciales a todos y, en este caso, cuáles son tales bienes, el mantenimiento de la diversidad cultural y social?
El principio no da respuesta unívoca a estas cuestiones. Su contenido puede ser netamente diferente y signado por los propios deseos y concepciones. De hecho, juega el papel de guía, de hilo conductor y de indicador de dirección en la búsqueda de soluciones. Trata de dar forma al personalismo de la comunidad, a la democracia y a la protección de la libertad de acción y de la identidad cultural».
Que el interés de la comunidad europea por el principio de subsidiariedad no tiene nada de azaroso, lo demuestra el coloquio organizado el 21 y 22 marzo 1991 por el Instituto Europeo de la Administración Pública. Sus actas ilustran perfectamente de qué manera es ignorada la tradición imperial. Pero, sea como fuere, el art. 3-B del Tratado de Maastricht estipula literalmente:
«En los dominios que no resultan de su competencia exclusiva, la Comunidad no interviene, conforme al principio de subsidiariedad, sino en la medida en que los objetivos de la acción atendida no pueden ser realizados de manera suficiente por los Estados miembros y pueden, pues, en razón de las dimensiones y/o de los efectos de la acción tenida en cuenta, ser realizados mejor en el nivel comunitario. La acción de la comunidad no excede de la necesaria para atender a los objetivos del presente Tratado».
Numerosas referencias al espíritu y al principio de subsidiariedad figuran en otros artículos sobre ecología, salud pública y protección del consumidor, que confieren a la comunidad europea nuevas competencias. El consejo europeo de 26/27 junio 1992 (Lisboa) estipula, fenómeno tan novedoso como regocijante, que el principio de subsidiariedad es un fundamento jurídico nuevo generalmente obligatorio. No solamente la futura legislación europea estará sometida a él sino que además, las reglas comunitarias existentes serán también revisadas y adaptadas en su sentido.
Raf Chanterie, parlamentario europeo demócratacristiano, tiene razón cuando escribe que el debate sobre la subsidiariedad es complejo pero vale la pena. Finalmente, no se trata tanto de determinar la cantidad de poderes que queremos conferirle a Bruselas. Se trata de saber qué forma de Estado y de sociedad elegimos. No se trata de un debate jurídico sino de un debate político e ideológico que merita toda nuestra atención.
En materia de subsidiariedad, el Tratado de Maastricht ha dado ciertamente un gran paso. Como lo señala el joven investigador de Lovaina Geert Wils: «En materia de cultura y de Maastricht, cito como información los principales fragmentos del texto que ha sido convenido en Maastricht para circunscribir en estrictos límites la competencia cultural de la Comunidad. Figuran en caracteres destacados los numerosos rasgos que indican la subsidiariedad: la Comunidad contribuye a la expansión de las culturas de los Estados miembros, en el respeto a su diversidad nacional y regional, evidenciado en toda la herencia cultural común.
La acción de la Comunidad tiende a reforzar la cooperación entre los Estados miembros y si es necesario, a apoyar (...) su acción en los dominios siguientes (...) La Comunidad tiene en cuenta los aspectos culturales en su acción, a título de otras disposiciones del presente Tratado.
Para contribuir a la realización de los objetivos atendidos en el presente artículo, el Consejo adopta (...), luego de consultar al comité de regiones, acciones de refuerzo, excluida la armonización de disposiciones legislativas o reglamentarias de los Estados miembros. El Consejo estatuye por unanimidad en todo el procedimiento (...)».
Maastricht institucionaliza, en efecto, las regiones de Europa y abre numerosas posibilidades de reacción directa entre las instituciones centrales europeas y las regiones. Es seguramente un progreso. Esto explica igualmente la instauración de la ciudadanía europea: nacionalidad y ciudadanía no deben coincidir más, y precisamente resulta de la tradición imperial europea que no sean idénticas.
El derecho de voto de los ciudadanos europeos en las elecciones de consejos comunales y en las europeas es una cosa lógica. La sola intervención a agregar, en el marco belga, es la abolición del anacrónico voto obligatorio.
En la lectura del Tratado de Maastricht se tropieza naturalmente con toda suerte de disposiciones que, por el lenguaje burocrático en que están redactadas, bastan para aparecer oscuras, si no abstrusas. Pero lo mismo ocurre en otros Tratados, europeos o no. Si se trata de determinar si el Tratado es fiel, en sus grandes líneas, a la tradición imperial europea, la respuesta es sin duda enfáticamente positiva.
Una colaboración para proveer una política exterior coordenada es más que necesaria, y el abismo yugoslavo demuestra claramente hasta qué punto la laguna es escandalosa. Maastricht va todavía más lejos al abrir la perspectiva de una política de defensa común, con la posibilidad incluso de un ejército europeo. Si no queremos seguir dependiendo de los Estados Unidos, es efectivamente el camino a seguir.
La colaboración europea en el plano de la justicia y de los servicios policíacos, principalmente en materia de política de inmigración, de otorgamiento del derecho de asilo y de lucha contra el tráfico de drogas es más que indispensable y ofrece ejemplos-tipo de lo que debe ser delegado a un escalón superior, en virtud del principio de subsidiariedad, para obtener una mayor eficacia. Una moneda única podría no ser una absoluta necesidad del punto de vista técnico. Pero, desde un punto de vista psicológico, es, como la ciudadanía, un elemento de valor inestimable para reforzar la conciencia europea y anclar en los espíritus la independencia europea.
La cuestión de la banca central europea es un poco más delicada. Naturalmente, es necesaria si no existe más que una sola moneda; pero Maastricht prevé una banca central según el modelo alemán, es decir independiente de las instituciones políticas. En principio, este proyecto debe ser rechazado en razón de la primacía de lo político. Pero, en la práctica, nuestro personal político es, en su mayor parte, de una calidad tan mediocre sobre ese punto, que sería más bien reconfortante saber que esa banca central podría funcionar de manera autónoma. Imposible, además, de hacer abstracción de nuestro juicio del ejemplo de la banca central alemana que, desde hace 40 años, funciona impecablemente.