No es habitual, pero hace algún tiempo se ocupan de la “cultura”, revestida ahora de una aureola política y polarizadora de los más cruciales debates en los medios de comunicación de masas.
Da la impresión de que se quiere imponer una política cultural nacional frente a la cultura de masas “capitalista”, dominada por el americanismo. Las recientes polémicas con la prensa americana, la “movilización” de una parte de la inteligencia de izquierdas contra el “nacionalismo cultural”, las declaraciones de los responsables públicos de la cultura, parecen confirmar la voluntad de promover una “cultura nacional”, sustentada en una afirmación de la soberanía.
Este discurso es tremendamente alentador, pero la política seguida lo es menos. Pero, ¿cómo se puede promover una política cultural cuando se sucumbe a la ideología que la obstaculiza? Sería por el contrario muy necesario persuadirse que una cultura no está viva más que cuando permanece irredenta, “cimentada” y comprometida con la historia de un pueblo. Una cultura no está viva más que cuando da lugar a una “civilización”, en competencia dinámica con otras civilizaciones. Una política cultura que apruebe el dogma de una civilización planetaria no es más que un simulacro de sí misma.
¿Por qué una sola comunidad artística y cultural?, ¿por qué no varias? En los discursos habituales se opone al cosmopolitismo americano-occidental un internacionalismo del mismo signo, fundado en una asociación igualitaria de las culturas de todos los pueblos. No se sale de la concepción de la cultura, como casino gigante de variedades. Ésta era la visión de las cosas que se hallaba detrás de los shows culturales “socialistas”.
Los artistas y los creadores se sienten entonces desamparados. No son ya movilizados y cultivan el nihilismo y el narcisismo. Sin duda ha sido por culpa de los totalitarismos del siglo XX, a causa de las lamentables movilizaciones a las que recurrían, que la idea de compromiso artístico y cultural ha sido ridiculizada e invalidada.
Hoy en día, la mayor parte de los artistas, incluso los más talentosos, no buscan darle ningún “sentido trascendente” a su obra. Las “escuelas” no son otra cosa que grupos de sensibilidad nebulosa. ¿Cómo se puede tener fe cuando la idea de perennidad de una obra ha desaparecido? ¿Cómo se puede escribir o luchar por una causa, por un pueblo, una idea o una civilización, cuando estos conceptos han dejado de existir en el planeta en que vivimos? Lo que el sociólogo Daniel Bell traducía de la siguiente manera: “Ninguna causa a la que consagrarse; las emociones, las energías y necesidades están ahí, pero su movilización supone un grave problema”.
Pero hay una razón más profunda que este pesimismo para explicar la desmovilización de los creadores, una razón más profunda que la ineptitud de tal o cual régimen: es la situación de la cultura en el mundo contemporáneo, lo que éste representa, legitima o significa. La función y la naturaleza de la cultura son hoy en día tales que hacen verdaderamente imposible, en el marco del sistema actual, el éxito de una política cultural voluntarista. La “cultura” se ha trocado en su contrario: la “cultura mundial de masas”.
Hemos entrado en la era de la “cultura mundial de masas”, en la que Arnold Gehlen veía la aparición de un “nuevo primitivismo”. Esta cultura planetaria, occidental o “americanomorfa”, puede ser esquemáticamente dividida en tres grandes sectores normalizados: la “cultura de masas” propiamente dicha, cuya génesis ha sido puesta de manifiesto por Theodor Adorno; la “cultura elitista”, a menudo abstrusa y abstracta, totalmente universalista y cuya función es social y discriminatoria: sustituir las divisiones etnogeográficas por una estratificación vertical entre “gentes cultivadas” y “gran público”, a escala de toda la civilización occidental; y por último, una “cultura de museo” que codifica la tradición, racionaliza la memoria colectiva y gestiona el pasado, con el fin de transformar cada cultura nacional en un stock folclórico inofensivo que participe del “patrimonio de la humanidad”. En los tres casos es la noción de cultura viviente y específica la que desaparece, y con ella por tanto, la posibilidad de dar una expresión histórica a una forma cultural. La cultura mundial de masas se caracteriza por dos peculiaridades principales que impiden prácticamente a todo pueblo que participa de ellas realizar una política cultural nacional: el economicismo (o la economización de la cultura) y el cosmopolitismo.
La cultura en nuestra civilización tiende a convertirse en un “departamento” de la economía mundial organizada. No se guarda como oro en paño más que por el hecho de que se ha convertido en un negocio, no se sacraliza más que para hacer de ella la vanguardia de las estrategias económicas. En la época de la cultura-mercancía, utilizando la expresión de Baudrillard, la expresión cultural se convierte en publicidad indirecta. Normalización económica y normalización cultural progresan a la par, de acuerdo a tácticas combinadas. Los hábitos económicos y la adopción de géneros de vida van precedidos de una aculturación, de la que el cine, la televisión, la literatura o la música participan plenamente. Las modas culturales que desfilan ante nuestros ojos son sistemas de integración de las costumbres, y hábitos de consumo. La expresión cultural sirve para modelar un mercado, una ideología, una mentalidad. La cultura adquiere así un rango secundario, dado que sirve de instrumento, de utensilio mecánico para una organización económica que pretende reproducirse y desarrollarse de modo idéntico, conforme a una lógica eminentemente conservadora. Precisamente allí donde la cultura tenía una función creativa y de renovación, ahora en la civilización occidental, ejerce una función de conservación, de integración y de reproducción.
No existe ya ninguna ósmosis entre lo político y lo cultural, sino entre lo económico y lo cultural. Las creaciones culturales que no son integrables en el sistema económico no tienen ninguna incidencia en él: según el análisis de Bell, son “desintegradas” y no “recuperadas”. Se pierden como humo en el aire.
La fuerza, o más bien el peso de esta cultura-mercancía hace completamente inoperantes los contrajuegos de los ministros de cultura. Tanto más cuanto que estos últimos no conciben su acción más que de forma sectorial, limitada a una definición estrecha de la cultura, definición reforzada además por un presupuesto que debe administrar. Realizar una emisión de canción nacional en la radio no es más que una gota de agua en el océano; cualquier firma que lanza al mercado sus fast food o sus cintas de video lleva a cabo una campaña cultural más seria que un ministerio actuando de forma administrativa: este último tiene eficacia como un pequeño ejército contra una inmensa guerrilla.
La integración de la cultura en la economía ha cambiado la función cultural del Estado mismo: este último concibe su política cultural como un “intercambio” mercantil entre las “necesidades de desarrollo culturales”, que dependen del consumo, y el suministro de créditos públicos para cualquier tipo de acción de “animación cultural”. El Estado se hace cómplice de la entronización de la cultura en las pilas bautismales del “sector terciario”. Por otra parte, los socialistas en la actualidad hablan de “trabajadores culturales”, como podría hablarse de “trabajadores sociales” y “trabajadores intelectuales”.
En los Estados socialistas, esta función económica de la cultura ha continuado invariablemente siendo preponderante. Corresponde plenamente a la filosofía cultural liberal, expuesta en varias ocasiones por los “nuevos economistas”: la cultura es un conjunto de productos mercantiles destinados a ser consumidos por individuos en un mercado. Es la elección de estos últimos, así como la ley de la oferta y la demanda, las que estimulan y sancionan la producción cultural. Efectivamente, dicen los liberales, un producto cultural elaborado será elegido por pocos individuos y se venderá caro, pero esta discriminación quedará compensada por la existencia de un producto correspondiente para cada “esfera” de gustos y necesidades. Se piensa que de esta forma pueden reinar la libertad y la variedad cultural, mientras que si el Estado interviniese impondría “no democráticamente” un único tipo de producto. Estos argumentos son falaces: en primer lugar, tal sistema reproduce y agrava las diferencias de clase, impidiendo toda cultura popular, ya que las producciones de calidad, estimadas menos rentables, son “producidas” a un alto coste y en menor cantidad. En segundo lugar, el axioma del plebiscito por el “gusto de las masas” es falaz: nadie ha pedido un film; el público ha sido condicionado a verlo por medio de una gigantesca campaña de publicidad, es decir, por medio de una manipulación.
Con ingenuidad los marxistas, y fundamentalmente Athuser, creían que esta cultura-mercancía era producida intencionalmente por los “aparatos ideológicos del Estado”, para mantener en el poder a las clases dirigentes burguesas. En realidad, no hay que acusar de ello al Estado, pues ha sido ampliamente superado por los acontecimientos. Sufre como el pueblo la lógica mundial de un tipo de economía de mercado. Sin embargo, ¿puede decirse que la cultura “nacional” escapa a esta instrumentalización económica? La respuesta es negativa. El orden económico occidental tiene dos estrategias, en función de dos “familias” de productos culturales. Por una parte, genera efectivamente una cultura de tipo “mediático” o publicitaria que le es característica, pero por otra se sirve también de las culturas “nacionales” y de los patrimonios culturales, pero adulterando su sentido. Las orientaciones culturales nacionales son “recuperadas” con tanta fuerza, que le es difícil al Estado efectuar contra-recuperaciones. Son transformadas en productos culturales de “calidad”, en mercancías de lujo insertas en un proceso de “superconsumo”.
Los patrimonios nacionales se amalgaman, además los unos con los otros para constituir un trasfondo cosmopolita común a las “élites” desarraigadas: libros de arte, viajes, discos, contribuyen a amalgamar recopilaciones, selecciones lujosas de cultura alemana, árabe, maya, hindú o helénica, aportando cada civilización muerta su especialidad y su toque característico al stock común. El sentido etnogeográfico e histórico de las culturas es totalmente subvertido; éstas ya no dicen nada, pues están como embalsamadas en un museo burgués internacional. El sociólogo Marc Guillaume compara este proceso a una “desestructuración simbólica”, mientras que Jean-Paule Lyotard habla de una “subversión de los códigos”, y Jean-Paule Willaime considera que la penetración en los patrimonios culturales nacionales de una lógica de explotación económica que los transforma en capitales fijos, “desprestigia los códigos culturales que encierra la vida social” y “expropia la cultura teatralizándola”.
La cultura de masas occidental no es en este sentido “aculturadora”, sino “deculturadora”. Los patrimonios culturales están “ahí”, pero están muertos. ¿Podría actuar la soberanía sobre un patrimonio muerto? Este podría todavía vivir si fuese enseñado en las escuelas y en las universidades, pero no es éste el caso. Las agencias de viajes o los organizadores de espectáculos culturales hablan más del patrimonio cultural nacional que los maestros de escuela, sobre todo si son socialistas. Un magnífico ejemplo de la anestesia de un elemento de la tradición cultural europea lo constituye el éxito que ha obtenido Wagner en los Estados Unidos. La versión de Boulez-Chéreau de la Tetralogía ha sido transformada, en un show artístico-publicitario. Durante una semana, uno se ha drogado con Wagner, pero se ha asesinado a Wagner. Se ha hecho de él un producto clean, limpio. La semana siguiente se trataría, sin duda, de una retrospectiva sobre Elvis Presley.
Esta neutralización de la cultura por la economía –o esta fabricación de la cultura por la economía- tiene como principal consecuencia la “tecnificación” racional de la cultura, que pierde así lo que le podía quedar de carga emotiva. Según Daniel Bell, la política cultural de los países occidentales “da prioridad al cálculo y a la instrumentalización sobre la emoción y la expresividad”.
La ideología tecnocrática, basada en la idea de que las preferencias subjetivas y los compromisos deben de ceder ante la gestión neutra de objetivos cuantificables, ha penetrado profundamente en nuestras políticas culturales.
Otros aspectos de esta “tecnificación” de la cultura residen en el “funcionalismo” de las estrategias culturales. El caso del urbanismo es significativo. Al hábitat cultural le ha seguido el hábitat denominado funcional (¿pero lo es en realidad, al margen de cualquier argumentación?), es decir, basado ante todo en la “función tecno-económica” de vivir o de trabajar, o incluso, de desplazarse cómodamente con el menor gasto. Las grandes políticas urbanísticas en las que primaban las aspiraciones políticas y estéticas han sido abandonadas a favor de un funcionalismo, a la vez más social (moral) y más racional (rentable). Pero a pesar del fracaso de esta estrategia es inquietante y perfectamente revelador que la concepción funcionalista y tecnocrática del hábitat siga siendo la que domine las mentalidades.
La misma idea de perspectiva monumental, por ejemplo, choca contra el espíritu de nuestros intelectuales, reacios a toda poética, a todo simbolismo al construir. Con socarronería tratan de “ampuloso” a todo proyecto monumental, y al mismo tiempo, se lamentan de la “ausencia de ingenio” o del “mercantilismo” de algunas realizaciones. Cualquiera que sea el tecnocratismo en el medio urbano, no conduce ni tan siquiera a la coherencia técnica.
Como señala acertadamente François Partant, el Estado gestor de la cultura no tiene ningún “margen de maniobra política”, y como no es más que un “engranaje de un motor que ningún poder orienta ni controla”, su “buena gestión” conduce paradójicamente a reforzar el sistema y a hipotecar su propia independencia […].
Otro aspecto de la técnica: los transmisores de la cultura –ya se trate de la cultura de masas o de eventuales culturas nacionales- no son ya prioritariamente los medios de expresión tradicionales como el libro, el teatro, el concierto o el museo. El 60 por 100 de los adultos franceses no leen prácticamente ningún libro, y el 40 por 100 no ha ido nunca a un teatro. Incluso el cine es ignorado por la mitad de la población. La cultura se difunde por los “medios de comunicación domésticos”: radio, televisión, video, aparatos de audioacústica, todos en pleno crecimiento. Es en los “sistemas televisivos” en los que más invierten, por otra parte, los propagandistas del occidentalismo americano. Es por el control de la difusión de cintas audiovisuales, por ejemplo, o por la posesión de circuitos de cables o satélites, que se libra hoy una batalla, de cuyo resultado depende tanto la independencia cultural como económica. Es aquí, y no únicamente en los sectores “elitistas” o tradicionales, donde se ganará o ser perderá la guerra cultural.
Otra consecuencia de la integración de la cultura en la economía: lo cultural se vive como si fuese una “distracción” y se integra en la esfera del “ocio”. Implícitamente, la cultura pasa a ser algo secundario; productora de “placer”, puede ser en todo momento sustituida por otras “sensaciones”. Vivida de una manera hedonista, la cultura no sólo no se considera como una herencia a preservar y a valorar, sino que se rebaja a lo “espectacular”.
Esta visión de la cultura como espectáculo incita, ante todo, a los individuos a no participar en su propio ambiente cultural. La cultura de masas es quizás “democrática”, pero no popular: el pueblo ya no es creador de cultura, sino simple espectador; a pesar de los simulacros frustrados de “participación popular” en los teatros izquierdistas de los años sesenta. Lo cierto es que ya no se canta ni en las bodas, ni en las fiestas, sólo se escucha música comercial para “ambientarse”: las masas son “informadas” –v convertidas en algo informe, según Baudrillard –por las “vedettes” especializadas de la fabricación cultural.
Esta observación nos permite abordar la segunda gran peculiaridad de la cultura mundial de masas, que explica suficientemente la incapacidad de toda política cultural: su “multinacionalismo” cosmopolita. Ninguna institución, comunidad social, ni tan siquiera el Estado, pueden actualmente controlar la difusión de los códigos culturales occidentales. Frente al mar oleaginoso que representa la cultura de masas, la sociedad en cambio es una masa porosa. En la era de la información, el cosmopolitismo se expande por todas partes, penetra en el ambiente sonoro y visual, sobre todo, después del declive relativo de la cultura escrita. Los comportamientos, gustos y sensibilidades, que constituyen los fundamentos de una cultura, son predeterminados desde la infancia por medio de una “domesticación” incesante. Con mucha más fuerza que todas las impregnaciones culturales originales, una “imaginería occidental” se va imponiendo desde hace años. Este “sistema socio-mental” que puebla los espíritus de los cowboys, de supermanes o de héroes de kung-fu, constituyen un filtro universal que imposibilita la comprensión de las culturas nacionales. Una obra francesa “moderna” no puede apreciarse, comprenderse o transmitir valores, más que en el caso de que sea bien recibida por las estructuras mentales del público. Sin embargo, éste, provisto de una imaginería multinacional, corre el riesgo de juzgar como signos incomprensibles los elementos contemporáneos o tradicionales de su propia cultura de origen. Naturalmente son los códigos culturales americanos los que se imponen, y la ideología liberal de la “comunicación”, con todas sus implicaciones, juega en este sentido un papel principal. Pierre Dommergues, especialista en el tema de los Estados Unidos, ha demostrado perfectamente cómo la doctrina americana de la transparencia y de la libertad de los circuitos mundiales de comunicación audiovisual conduciría a una hegemonía de la producción americana.
Las concepciones “izquierdistas” o socialistas de la política cultural participan ampliamente del cosmopolitismo, subordinando la cultura a la ideología progresista. Queda puesta de manifiesto la visión burguesa y universalista de la cultura: la obra de arte, cuya esencia es mixtificada, queda deformada por la “ilusión carismática”, que consiste en creerla tanto más universalizable en su significado cuanto más elaborado es su significante; el artista, nueva personalidad sagrada y desencarnada, se dirige a la “humanidad”; y, sobre todo, la significación de toda forma de arte y de cultura se reduce en las doctrinas izquierdistas a un “mensaje” que es siempre, por casualidad, de naturaleza progresista y mundialista: la “estética” se confunde con un territorio mental en el que se proyecta la utopía social, y a la que el universalismo izquierdista confiere la misión de edificar a las masas. Las culturas nacionales son desprovistas entonces de toda especificidad afirmativa, y su simbolismo es empobrecido, infantilizado, expurgado de todo elemento constitutivo de diferencia o de distancia, quedando desposeídas finalmente de toda vitalidad interior.
Los internacionalismos convergen: la doctrina cultural de los socialistas no rechaza el modelo occidental de civilización, sino todo lo contrario. ¿No es ridículo oír hablar de una política cultural “francesa”, por parte de los responsables políticos, que en todo momento declaran que una Europa Occidental y Francia forman con los Estados Unidos una “unidad de civilización”, fundada en los derechos humanos, la “libertad individual” y la “democracia”?
No solamente la cultura es definida a través de vulgares conceptos doctrinales, sino que se renuncia de antemano a que disfrute de una cierta autonomía, con respecto al marco occidental. No se puede, a la vez, formar parte de la misma “civilización” que el Occidente anglosajón y defenderse contra la invasión de su “cultura”.
Pero el cosmopolitismo cultural tiene buena prensa: se la atribuye la falsa virtud de acercar a los pueblos, allí donde la independencia cultura los dividiría. Es exactamente todo lo contrario lo que puede observarse en la historia. Cuanto más se diluye la cultura en una “pandemónium” transnacional, más se encierra cada nación en un gueto cultural, en su versión “adaptada” de la civilización común. La fusión discrimina; aísla a cada individuo frente al televisor, y a cada pueblo frente a la contemplación de su propio primitivismo. Un ejemplo: Estados Unidos, parangón del cosmopolitismo. Los americanos son el pueblo cuyas élites conocen menos lenguas extranjeras, donde se leen menos libros extranjeros, donde los demás pueblos son los más ignorados y despreciados, donde la xenofobia y el etnocentrismo están más desarrollados en la conciencia colectiva. Aunque Francia es el tercer productor mundial de películas –antes que los Estados Unidos- el cine francés no representa más que el 1 por 100 de la programación […].
Esto no es óbice para que las élites intelectuales americanas se muestren particularmente intolerantes y agresivas. Para convencernos de que el internacionalismo cultural es de esencia totalitaria, y la noción de guerra cultural no es una palabra vacía, basta examinar el tono de la prensa neoyorquina en las invectivas lanzadas contra la cultura francesa. El Wall Street Journal trata de “nulidad” a la inteligencia francesa, a raíz de una alusión irónica hecha en el curso de un coloquio en la Sorbona contra las series televisivas americanas. La obra de B. M. Koltès, Combat de nègres et de chiens, escrita en Nueva York por François Kourilsky, encargado por el Ministerio de Cultura para que haga conocer el teatro francés en los Estados Unidos, ha desencadenado en la crítica neoyorquina una ola de resentimiento francófobo. Pero también en la propia Francia, desde que los intelectuales y los críticos izquierdistas se han convertido en papistas y atlantistas, pasando del internacionalismo proletario al internacionalismo occidental, esta agresividad hacia todo aquél que rehúsa integrarse en la cultura de masas occidental va ganando terreno.
[…] Bernard Henry-Levi afirmaba que no había escritores “en lengua francesa”, sino “simplemente escritores”, y que la lengua de expresión importaba poco, dado que las ideas eran universales. Sin embargo, precisaba los límites de la tolerancia y de la apertura de este universalismo: quienquiera, explicaba, que se permita el lujo de criticar hoy en día los modelos culturales –u otros- venidos del otro lado del Atlántico, defiende concepciones inmorales y peligrosas por ser “nacionalistas”.
Este cosmopolitismo, al igual que la mercantilización de la cultura, no data de hoy en día. Es con todo un pasado ideológico con el que deberán enfrentarse los candidatos a políticas culturales nacionales. Desde el siglo XVIII, el liberalismo matriz común del occidentalismo, ha concebido la cultura como una superestructura opuesta a lo fundamental, es decir, a la producción y al intercambio. La cultura ha quedado “disociada” de la vida de la sociedad, mientras que el Estado, al irse tecnificando, dejará de preocuparse de “diversiones” o despilfarros como los que llevaban a cabo los reyes –danto tan pésimo ejemplo al proteger a sus artistas y ordenarles grandes construcciones insolentes y costosas.
El espíritu burgués, que triunfa después de la Revolución, no amará ciertamente la grandeza ostentosa ni la soberanía fastuosa. En el siglo XIX, se juzgaban retrospectivamente indecentes las “travesuras” culturales de Luis XIV, su gusto por el teatro y otras pamplinas estéticas. El espíritu burgués se dedicará entonces a escindir la cultura en departamentos especializados: de los salones, de la Universidad, del pueblo, de los campesinos, etc. Perdiendo su carácter orgánico, la sociedad perdió al mismo tiempo la simbiosis que mantenía con la cultura nacional. Cultura y sociedad se separaron. Ya no se trataba de dispersarse en empresas no-cuantificables como la construcción de una “civilización”, sino de conseguir la prosperidad pública por medio de una juiciosa administración.
Junto con es espíritu burgués, es necesario también designar a la filosofía progresista de la Ilustración como responsable del universalismo cultural de masas contemporáneo. Las ideologías del progreso han justificado efectivamente la idea de la necesidad de llegar a una cultura universal que abarcará todo el género humano. Para los filósofos y revolucionarios franceses o americanos del siglo XVIII, cada cultura no es más que una etapa provisional hacia ese estado futuro ideal. Si algunos hoy consideran a la cultura americana como el microcosmos de una futura cultura universal, no debemos olvidar que en el siglo XVIII existía una idea similar en Europa, pues los filósofos ilustrados querían que las ideas de la buena sociedad ilustrada fuesen la prefiguración de la futura civilización del género humano.
Una relectura falseada del pasado europeo ha sido llevada a cabo, desde el siglo XVIII, con una perspectiva progresista. Cada época ha sido interpretada como el signo de una evolución lineal y predeterminada hacia la cultura moderna. Tanto los socialistas como los liberales de hoy en día, adeptos de la religión de los derechos humanos, son los herederos de esta filosofía finalista de la historia de las culturas. ¿Cómo pueden en estas condiciones aceptar la idea de que la cultura reposa en el genio de un pueblo? La polémica actual franco-americana es en parte la prolongación de la lucha entre dos cosmopolitismos rivales por la defensa del mismo proyecto: el de la Revolución americana y la Declaración de Filadelfia, contra el de los jacobinos y los herederos de Jaurès.
Para formar una concepción nacional de la cultura, sería necesario, abandonando todo progresismo, analizar, tal como lo hizo Spengler y Moeller van den Bruck, los movimientos culturales de la humanidad, no como “evoluciones”, sino como “eclosiones” sucesivas de “formas diferentes de civilización”, cada una con su originalidad propia. Una civilización toma el relevo de otra, en descomposición, pero no la continúa como una línea ascendente. Únicamente esta concepción de la cultura –o por lo menos el abandono del dogma progresista- puede fundar una política cultural.
Ninguna nación ha conseguido en el siglo XX inventar una modernidad que le sea propia. El gran desafío contemporáneo –actualizar los patrimonios culturales heredados sin destruirlos en una civilización común unificada- no ha podido ser asumido. La modernidad ha visto el fin de los “tópicos culturales”. Quizás sea esto un signo de catástrofe: antaño, con cada fulguración de la historia –siglo XI, Renacimiento, Reforma, etc.-, cada pueblo europeo descubría su peculiar “nueva” cultura, sin que hubiese convergencia ni entropía. Las culturas daban lugar a civilizaciones; en el seno de una gran cultura europea común podían florecer las civilizaciones francesa, flamenca, italiana, etc. Cada una se renovaba con cada metamorfosis de conjunto.
Aunque lo que caracterice a una política cultural sea la contribución que hace a la creación de una civilización, este resultado jamás podrá ser alcanzado en nuestros días, dado que la civilización ya ha sido creada, y por otros medios que no son la cultura: por estructuras tecno-económicas. Una política cultural sólo será posible entenderla cuando el Estado, arriba, y el pueblo, abajo, puedan de nuevo influir en la cultura: es decir, fundamentalmente cuando en todos los ámbitos “conjuntamente” –económico, geopolítico y militar incluidos- las naciones europeas sepan emanciparse de la sujeción a mecanismos ligados a la civilización americana-occidental. Una política cultura será también posible cuando se abandone definitivamente la concepción de la cultura heredada de la Ilustración y del liberalismo: sólo cuando, a escala de los valores de los gobernantes y de los pueblos, la independencia y la supervivencia se midan ante todo en términos de “personalidad” cultural. Una política cultural será posible sólo cuando la palabra “cultura” quiera de nuevo decir algo. Miguel Ángel esculpirá entonces en mármol y no en agua.