Esa amenaza permanentemente esgrimida de una “fragmentación” de la sociedad en comunidades hostiles es deliberadamente ciega ante la realidad: nuestra realidad es la desvertebración de una nación que no padece de un exceso de cultura(s) o de identidad(es), sino, por el contrario, de un exceso de individualismo. Como señala Joél Roman, «la sociedad [...] es hoy menos que nunca presa de las tradiciones, del peso de las culturas heredadas bajo la influencia de las religiones. Es, por el contrario, una sociedad rota, desvertebrada, profundamente erosionada por las fuerzas centrífugas del individualismo [...] Si modernidad significa consagración del individuo y de su capacidad para autodeterminarse en total autonomía, afirmación de los derechos del hombre y percepción de la común humanidad de todos, referencia a lo universal y no a tradiciones singulares, entonces todos estamos metidos dentro de esta modernidad, y el problema es justamente la huella que nos ha dejado: la visión de un individuo desligado, en estado de ingravidez, la afirmación de derechos abstractos y el relativismo engendrado por lo universal son efectos de la modernidad, una manifestación de sus contradicciones internas».
“El McWorld y la Yihad se necesitan mutuamente”, subrayaba por su parte Benjamin Barber con una fórmula sin duda simplificadora, pero no carente de razón. Lo “belígeno”, lo que provoca conflictos, no es el deseo de reconocimiento, sino la permanente insatisfacción de ese deseo. Las manifestaciones realmente intolerantes y muy minoritarias del tribalismo –skinheads, grupúsculos terroristas, sectas, etc.– no son consecuencia del multiculturalismo, sino el reflejo patológico de una sociedad vacía de sentido que no deja más solución que semejante deriva a unos individuos quebrados. En Occidente, la forma hoy dominante de desorden y violencia no es, ciertamente, el “choque de culturas”, sino la “guerra de todos contra todos”, legitimada por el régimen liberal de la competencia generalizada.
Por otro lado, nunca hay que perder de vista que en la política del reconocimiento actúan siempre entre una mayoría y unas minorías, y que, evidentemente, tal política no consiste en sacrificar la primera a las segundas. Levantar acta de una diferencia no significa ni consagrar una igualdad, ni santificar una desigualdad. En otras palabras, la tolerancia respecto a los usos y costumbres minoritarios no significa que éstos deban imponerse a la mayoría. Así, se puede admitir la homosexualidad como modo de vida de una minoría sin privarse de recordar que la heterosexualidad sigue siendo la norma de toda especie viviente, humanos incluidos, y que, dado que la condición de existencia de una sociedad es su reproducción, ésta deber ser estimulada por en-cima de cualquier otra consideración. Aceptar el uso del velo, de la kippa o de la cruz en las escuelas no significa obligar a hacer lo mismo a quienes no comparten las prescripciones de las religiones abrahámicas. Del mismo modo, enseñar en la escuela la lengua regional (bretón, vasco, alsaciano, occitano, etc.) o la lengua materna de los inmigrantes no debe impedir que la lengua oficial del Estado siga siendo la principal lengua común.
La concepción neorrepublicana de la laicidad como negación radical de toda afirmación cultural o religiosa en la esfera pública podría, así, dejar paso a una concepción pluralista de esta misma laicidad, pluralismo que consistiría en aceptar todas las diferencias, en la medida en que éstas no pretendan monopolizar el espacio público.
La coexistencia de las comunidades supone, por último, que cada una de ellas acepte las normas colectivas supracomunitarias que definen la posibilidad de vivir en conjunto, que se acepte, cuando menos, como bien común el propio mantenimiento de la diversidad constitutiva de la sociedad y, en el caso de Europa, un cierto número de libertades fundamentales que definen nuestro derecho de gentes (ius gentium) desde la Antigüedad.
En el fondo, el principal reproche que se podría dirigir a los neorrepublicanos es su incapacidad para repensar esa “república” de la que, sin embargo, se proclaman ardientes defensores. Los “neorrepublicanos” se atienen, en efecto, a la distinción básica de la filosofía política liberal entre una esfera pública “neutra” y una esfera privada “tolerante”, donde cualquiera podría desarrollar libremente sus valores y sus creencias. Los derechos fundamentales serían una garantía suficiente para el pluralismo, pues dejan tanto a los individuos como a los grupos la opción de vivir según su específica visión del bien. Ahora bien, esto es lo mismo que nada. Por ejemplo, la libertad de expresión no garantiza por sí sola el uso de una lengua en la que una minoría desea expresar, precisamente, su libertad. La igualdad ante la ley no significa gran cosa si esa ley descarta costumbres o usos avalados por la doble legitimidad de una larga historia y de una fuerte demanda social.
En cuanto a la distinción público-privado, cada vez se tiene menos en pie, y algunos tienen al menos el mérito de reconocerlo francamente. Dominique Schnapper así lo señala: «Los valores del terreno privado [...] no pueden a largo plazo ser contradictorios con los valores que fundamentan las prácticas de la vida pública, so riesgo de que la contradicción termine poniendo en duda el propio proyecto nacional». Si decidimos favorecer sistemáticamente la abolición de todo aquello que hace a los individuos diferentes sustancialmente (y no políticamente), nuestras decisiones públicas terminarán afectando necesariamente a la esfera privada, y, de manera general, a la posibilidad de expresar una cultura diferente. Y hay que estar ciego o tener pocas luces para no comprender que el agotamiento de la República se debe principalmente a su obstinada incapacidad para expresar el bien común general (res publica) de otra forma que no sea la vigilante refutación de los bienes comunes particulares. Inversamente, el reconocimiento de los bienes comunes particulares y la invención de una regla para su coexistencia traerían una formidable corriente de aire fresco a unas instituciones cuyo mortal estancamiento no es un secreto para nadie.
Más allá del multiculturalismo, el principio de diversidad debería liderar la renovación de lo político en Europa. Hoy es necesario repensar al hombre como centro de un complejo tejido de vinculaciones, de pertenencias, de participaciones y de afiliaciones, todas las cuales pueden ser ocasionalmente contradictorias (así como lo son determinadas obligaciones de una sociedad individualista-estatalista), pero que no hacen más que reproducir la complejidad y la diversidad de toda vida social. Simone Weil, cuando hablaba del mundo feudal, señalaba que «la fidelidad estaba dirigida hacia el señor, o a la ciudad, o a los dos, y por encima de eso a unos entornos territoriales que no eran muy precisos. El sentimiento que nosotros llamamos patriotismo realmente existía, y en un grado a veces intenso, pero su objeto no estaba territorialmente definido». En cierto sentido, nuestra posmodernidad se asemeja a una nueva era feudal: las fronteras son indecisas, lo público y lo privado se entremezclan, el individuo se encuentra conectado al mismo tiempo a corrientes mundiales y a redes locales, la fidelidad a la cultura y el compromiso asociativo se superponen a la vida privada y a la participación ciudadana, las naciones quedan intercaladas entre comunidades y civilizaciones emergentes. La primera Guerra de los Treinta Años condujo a los tratados de Westfalia (1648), que marcarían la perdurable victoria del modelo estatal-nacional en Europa. Tras la segunda guerra de los Treinta Años (1914-1945), la Ciudad y el Imperio se toman la revancha.
Como resume Michael Sandel, «el retorno a la autonomía no se hará mediante la relocalización de la soberanía, sino mediante su dispersión. La alternativa más prometedora al Estado soberano no es la comunidad mundial basada en la solidaridad del género humano, sino una multiplicidad de comunidades y de cuerpos políticos –algunos más grandes, otros más pequeños que las naciones– entre los que la soberanía estará repartida. El Estado-nación no debe desaparecer, sino solamente abandonar su pretensión de ser el único que ostente el poder soberano y el objeto principal de las vinculaciones políticas. Diferentes formas de asociación política deben gobernar diferentes esferas de la existencia y comprometer en esa tarea diferentes aspectos de nuestra identidad. Sólo un régimen que disperse la soberanía hacia arriba y hacia abajo a la vez puede combinar la potencia requerida para rivalizar con el mercado mundial y la diferenciación necesaria para una vida pública que aspire a pro-mover la participación consciente de sus ciudadanos».