Los tiempos en política no están marcados por el calendario, ni siquiera por el calendario electoral, sino por el estado de ánimo y los altibajos en la conciencia crítica-reivindicativa de las masas, así como por las contradicciones objetivas de la dinámica social en relación con el programa y alcance estratégico de cada discurso político. De tal manera, lo que para unos pueden ser tiempos favorables de calma y bonanza, para otros son época de movilización y propaganda. Sé que todo esto suena un poco politiquero (casi panfletero), pero es lo que hay. ¡Hablamos ahora de política, no de la duda metódica cartesiana como fórmula de conocimiento del ser!
Este tiempo de transición bastante insospechado que nos ha tocado vivir (y empleo el término “transición” conscientemente), viene marcado por dos fenómenos pintorescos: la división de la ciudadanía entre abúlicos absentistas y desorientados, por una parte; de otra, la impresentable actitud de los partidos mayoritarios tras las elecciones en España y en la comunidad autónoma de Cataluña, todos en busca de pactos, acuerdos, adhesiones, compromisos, tiras y aflojas que les resuelvan “lo suyo”, sin tener en consideración ni por lo remoto las necesidades, problemas y anhelos reales del conjunto de los españoles. La única solución que plantean todos es el poder. Una ecuación perversa y falaz: “cuando estemos en el poder, arreglaremos esto; si no lo alcanzamos a cualquier precio y a toda costa, no habrá remedio”. El despotismo de nuestra clase política ha pasado de la ilustrada fórmula “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”, al más realista y desfachatado “Todo para nosotros pero con el pueblo”. Si las maneras del presente prefiguran la forma de gobernar que nos espera, sea quien sea el que se lleve el gato al agua, aviados estamos.
Todos los partidos han asumido que es el momento de pensar en ellos mismos, unos porque anhelan el poder más que preservar su sentido de la vergüenza, y otros porque temen perderlo más que a una apendicitis. El espectáculo de Cataluña, con un muerto viviente president obsesionado hasta el suicidio por congraciarse con unos antisistema de película de Alfredo Landa, y el chanchullo de lesa democracia que culmina meses de desgobierno en esta comunidad autónoma, supera lo lamentable para alcanzar difíciles honduras en el pantano de lo deplorable. Aunque en el resto de España no andan mejor las cosas. Indescriptible la obcecación del PP por conseguir el apoyo del PSOE para formar gobierno, ofreciendo incluso una coalición (¡!); tremendo Pedro Sánchez, maniobrando en pos de la presidencia del gobierno tras obtener los peores resultados del PSOE en unas elecciones generales desde que murió el Caudillo; repugnantes el oportunismo y la prepotencia de Podemos, amalgama de despeinados que quieren “cambiar España” y ponerla patas arriba con 69 diputados, cuando hace un año soñaban con una mayoría absoluta bolivariana; previsible aunque no por ello menos irritante la actitud de los nacionalistas, siempre en minoría decisiva (gracias a la estulta generosidad del sistema electoral español) y siempre observando el río revuelto con paciencia noctámbula de saqueadores de naufragios.
El mantra publicitario de “los partidos nuevos”, “las nuevas caras”, “las nuevas formas de hacer política”, ya no vende. Ya no hay partidos nuevos. Esta situación de impasse que vivimos los ha hecho envejecer y les ha marcado canas en tiempo record. De hecho, estoy convencido de que Ciudadanos se equivocó al presentarse ante el electorado español como uno de esos partidos “emergentes”, cuando la realidad es que acumulan una importante experiencia de lucha contra el expolio separatista en Cataluña desde hace más de diez años (hablo de “expolio” en todos los sentidos de la palabra: económico, moral, político, social, espiritual…). Pero en fin, lo hecho, hecho está.
Pero si Rivera y Ciudadanos continúan engolfados en este tira y afloja, sin marcar una nítida diferencia con el patético escenario donde los demás se mueven como peces en el agua, se convertirán en cuestión de semanas en otro actor del esperpento. Habrán perdido una oportunidad histórica (histórica, sí), de estar a la altura de las circunstancias.
Ahora es cuando se necesita escuchar la voz de Albert Rivera, más fuerte y más elocuente que nunca; no para definir las coordenadas de una negociación que, en el fondo, tiene asqueada a la ciudadanía, sino para decir con gallardía lo que nadie se atreve a reconocer: nuestros políticos, con chaqueta o con coleta, son una comandita indeseable sedienta del poder por el poder. Es el momento de hablar por aquellos a los que nadie escucha, los que no tienen medios para acceder a los estudios de televisión y predicar sandeces, ni tiempo ni ganas para desgañitarse como verduleras en twitter. Es hora de hablar de España y de lo que preocupa a los españoles. Es hora del patriotismo en su sentido más noble y más valiente. Es hora de que a Ciudadanos y Albert Rivera se les escuche en todos los programas de radio, se les lea en todos los periódicos, se les vea en todas las televisiones, se “dejen ver” en todas las redes sociales. Es hora de dirigirse a la sociedad civil a pie de calle y en los medios de comunicación. Sí, es hora de Rivera hasta en la sopa.
Si Rivera y Ciudadanos no asumen esta responsabilidad, pasarán por la próxima legislatura como un grupo parlamentario minoritario, y en la siguiente harán de UPyD. El electorado no perdona las grandes ilusiones continuadas por grandes decepciones. Y aún cabría un destino peor: el panorama de nuevas elecciones que resuelvan el guirigay en el que estamos metidos. Si no empiezan YA a hacerse oír, demostrando que no son “gente nueva” para un día de votación sino una alternativa seria y consolidada para España y las próximas inciertas décadas, unas nuevas elecciones los barrerían del mapa político con la misma facilidad que llegaron de