Hay que interrogarse acerca de una paradoja cuyas consecuencias geopolíticas pueden ser considerables: un porcentaje significativo de las poblaciones de cultura musulmana en los países occidentales y deseosas de permanecer en ellos se muestran hostiles a la civilización occidental y manifiestan una cierta empatía hacia los ambientes yihadistas. Es en los países que han institucionalizado el multiculturalismo, es decir que han inscrito en la ley el principio del respeto incondicional de las “identidades culturales”, donde la opinión musulmana se identifica más con las posiciones islamistas. Los promotores de la idea de una “ciudadanía posnacional” han contribuido en gran medida a legitimar el multiculturalismo como forma de “política del reconocimiento”.
La versión más radical del multiculturalismo está ilustrada por la política holandesa hacia las religiones, acordándoles un sistema educativo separado, unos servicios sociales diferentes, unos medios de comunicación y unos sindicatos distintos a los católicos, a los protestantes y a las comunidades secularizadas. Hasta principios de la década del 2000, los sucesivos gobiernos holandeses han hecho suya la doctrina según la cual la mejor manera de favorecer la integración de las poblaciones provenientes de la inmigración era animar a los inmigrantes a “mantener su propia cultura”. Han facilitado ese “mantenimiento” de las identidades culturales de origen con un arsenal completo de políticas de redistribución en favor de las “minorías culturales” reconocidas. Aunque la cuestión de saber si los musulmanes constituyen un “pilar” separado ha sido objeto de controversia, es un hecho que los Países Bajos se han mostrado más voluntaristas que otros países a la hora de darle a los musulmanes escuelas propias. El choque provocado por el asesinato del líder político Pim Fortuyn (6 de mayo del 2002), seguido por el del cineasta Theo Van Gogh (1 de diciembre del 2004), ambos comprometidos en una lucha contra lo que ellos consideraban la “islamización” de su país, hizo tomar conciencia a los holandeses de los límites y sobre todo de los efectos perversos del multiculturalismo, terreno privilegiado para la propaganda islamista.
Gran Bretaña, los Países Bajos y Canadá se encuentran entre los países occidentales más tocados por una islamización fundamentalista intensa. El multiculturalismo moderado que existe en Gran Bretaña ha sido definido en 1966, con un cierto angelismo, por el entonces Secretario del Home Office, Roy Jenkins, como “la diversidad cultural, acoplada a la igualdad de las oportunidades, en una atmósfera de tolerancia mutua”. Después de los atentados islamistas de Londres (julio del 2005), los británicos han tomado conciencia de los peligros planteados por el multiculturalismo en la época del terrorismo yihadista global. El angelismo diferencialista no debería estar más al orden del día en Gran Bretaña.
En un estudio de una extraordinaria lucidez. “Atmósfera sofocante en el Londonistán”, publicada en junio del 2006, el politólogo Ernst Hillebrand muestra como el multiculturalismo británico no sólo ha fracasado, sino que además ha favorecido el dominio islamista sobre los musulmanes que viven en Gran Bretaña. Las conclusiones son sorprendentes: El 40% de los musulmanes que viven en Gran Bretaña desea la aplicación de la “sharia” en algunas partes del país. El 32% piensa que los musulmanes deberían comprometerse en la lucha para poner fin a la civilización occidental, “decadente y amoral”. El 20% dicen comprender las motivaciones de los responsables de los atentados del metro de Londres del 7 de julio del 2005. Al mismo tiempo, solamente el 17% de los no-musulmanes piensan que musulmanes y no-musulmanes pueden vivir juntos pacíficamente de manera duradera. Y un 25% del electorado se imagina a si mismo votando un día por un partido de extrema derecha. ¡Bienvenidos a Gran Bretaña!, una sociedad calificada por el British Council de “enriquecida por una gran diversidad, abierta, multicultural”. Mientras que las autoridades persisten en difundir mensajes gloriosos, los atentados de Londres han revelado de manera cruda una realidad que no había podido ser ignorada por cualquier observador atento: el amplio fracaso del multiculturalismo británico, por lo menos en lo concerniente a los musulmanes.
Los defensores de un multiculturalismo institucional, cuando profesan un relativismo cultural radical, son casi siempre unos enemigos declarados de Occidente, denunciado como la encarnación de un judeo-cristianismo que por su intolerancia y su “imperialismo” sería una “maquina destructora de culturas”.
El multiculturalismo es un engaño, que sin embargo continúa seduciendo a muchos intelectuales y políticos en Europa. El multiculturalismo se fundamenta implícitamente sobre un esencialismo cultural que mina los fundamentos de todo orden político. No se construye una sociedad digna de ese nombre (lo que implica una lengua con la cual podamos entendernos, un mínimo de cultura común, una medida de memoria compartida) encerrando a la gente en su propio idioma, en su propia cultura y su propia memoria. El multiculturalismo institucional, es decir el multicomunitarismo equivale a transformar el derecho a la diferencia en un deber de pertenencia ordenado a una identidad de origen supuesta o impuesta. Sus defensores han contribuido a arrojar confusión en los ambientes antirracistas al definir el racismo como el rechazo del multiculturalismo.
En consecuencia, toda crítica al multiculturalismo es sospechosa de expresar una visión racista, aun cuando el multiculturalismo, a pesar de las buenas intenciones de sus partidarios, se parece mucho a ese monstruo que vendría a ser un “multirracismo”. Las ilusiones seudoantirracistas suscitadas por esta absolutización de la diferencia cultural y ese culto de la diversidad cultural no pueden disimular sus efectos perversos: la fragmentación conflictual del espacio público, la etnorracialización de los relaciones sociales, la individualización negativa, la generalización normativa de las segregaciones, la desconfianza entre los grupos separados y, para terminar, la destrucción de la vida cívica, poniendo en peligro el régimen democrático.
Esta patología social puede ser analizada sobre la base del modelo de inteligibilidad construido por Robert Putnam en los años 1990 y puesto a prueba en el curso de los años 2000, según el cual el “capital social”, es decir “las redes que ligan entre si los miembros de una sociedad y las normas de reciprocidad y de confianza que de ellas derivan”, tienden a declinar cuando se acrecienta la diversidad étnica y cultural. Putnam ha estudiado lo que él llama la “diversidad étnica” en los EEUU, en referencia a los cuatro grupos contemplados en el censo norteamericano: los hispanos, los blancos no-hispanos, los negros no-hispanos y los asiáticos. Estas categorías llamadas “étnicas” o “raciales” son de hecho también culturales.
En un artículo publicado en junio del 2007, el sociólogo y politólogo llega a formular una cierta cantidad de conclusiones inesperadas de parte de un “progresista”, y que podemos resumir en cuatro tesis: 1º Cuanto más crece la diversidad étnica, más se debilita la confianza de los individuos; 2º En las comunidades más diversificadas, los individuos tienen menos confianza en sus vecinos; 3º En esas mismas comunidades, no solamente la confianza inter-étnica es más débil, sino que también lo es la confianza intraétnica; 4º La diversidad étnica conduce a la anomia y al aislamiento social. Es comprensible que una conclusiones tales, establecidas a partir de unas encuestas conducidas de manera ejemplarmente científica sobre una muestra de cerca de 30.000 individuos, no pueden por más que hacer enloquecer a los adeptos de lo “políticamente correcto” en materia de inmigración (celebrada como “una riqueza”) y los partidarios del multiculturalismo (presentado como la vía única hacia un futuro radiante).
Al final de su artículo, el universitario considerado como “progresista” que es Putman define su posición “política” con un doble rechazo: “Sería una lástima que un progresismo políticamente correcto negara la realidad del desafío que constituye la diversidad para la solidaridad social. Y sería igualmente lamentable que un conservadurismo ahistórico y etnocéntrico se negara a admitir que relevar ese desafío es a la vez deseable y posible”.
Queda por estudiar de una manera comparativa otras sociedades democráticas afectadas por los efectos negativos de un exceso de diversidad interna, ya sean los Países Bajos, Bélgica, los países escandinavos, Alemania o Gran Bretaña, sin olvidar algunos países de la Europa mediterránea. El horizonte así dibujado es más bien sombrío: si las tesis de Putman están fundamentadas, aplicables al mundo entero, y por lo tanto dotadas de un valor previsional, entonces el surgimiento de sociedades multirraciales y multiculturales que favorece la apertura democrática tendrá como consecuencias mayores el declive del compromiso cívico y la disgregación de los lazos sociales, reemplazados por la desconfianza y la indiferencia. Demasiada diversidad, al provocar la erosión de la confianza, mataría la tolerancia y arruinaría la solidaridad social y el espíritu cívico.
En ese contexto la oferta islámica, centrada sobre la solidaridad de grupo, se volvería particularmente atractiva a los ojos de “comunidades” diversas de cultura musulmana. Es en este contexto convulsivo que despunta en el horizonte, en la época de la yihad mundial, que las redes islamistas pueden tomar su despegue en cualquier territorio situado fuera de la casa del islam (dar al-islam).