No son numerosas las obras en las que Proudhon ha hablado abierta y explícitamente de federalismo. Tal vez es por ello que se viene considerando que el federalismo de Proudhon depende exclusivamente de su obra tardía Du Principe fédératif (1863) y de su idea relativa al pacto federal, desarrollada sobre todo en ese mismo texto. Así, se cree erróneamente que el francés habría entendido hacia el ocaso de su vida los errores de su etapa anarquista anterior. Según dicha explicación, no se concibe de otro modo el que con anterioridad el francés haya denunciado la autoridad estatal y después recurra a ella con motivo de su teoría federal. Estamos, según esta argumentación un tanto precipitada, ante una contradicción aparente que el mismo autor reconocería implícitamente al llamar a filas al Estado federal, que si bien es federal no deja por ello de ser Estado y autoridad, cuando con anterioridad lo negaba. Es inútil decir que esta tan frecuente interpretación carece de fundamento.
Indudablemente es cierto que la redacción de su teoría federal pertenece al período de madurez, hacia finales de la década de 1850 y principios de la siguiente. Sin embargo, si uno se fija bien, parece que Proudhon habla en términos federalistas a lo largo y ancho de toda su obra: ciertamente el árbol federal estaba ya en la semilla. Implícitamente, si se quiere, pero su federalismo no es posterior, ni mucho menos, a la Idée générale de la Révolution (1851). Esto, bien es cierto, no se puede ver si no se lee a Proudhon bajo el prisma de su dialéctica serial o ideo-realismo, piedra angular de su pensamiento federal.
Para empezar, hay que saber que si Proudhon hace suya la idea de «pacto federal» únicamente hacia mediados de los años 1850, esto se debe principalmente al significado profundamente peyorativo que el término «federal» tenía dentro de la lengua francesa heredera de la Revolución. Hablar de federalismo y sobre todo convertirse en el cabecilla de esta tendencia significaba de alguna manera pasar del lado de la contrarrevolución, de aquellos girondinos que habían puesto en peligro la unidad una e indivisible de la República francesa, y eso, en la Francia jacobina postrrevolucionaria, era una osadía que ni el mismo Proudhon habría sabido asumir sin haber sopesado muy seria y meditadamente los interrogantes que habrían de surgir de tal toma de posición. Esa, y ninguna otra, es la razón por la que Proudhon no adopta el término «federal» hasta años después de la Revolución de 1848.
La aportación de Bernard Voyenne es sin duda una de las que con mayor criterio analiza y explica el proceso de maduración del federalismo político en Proudhon. Voyenne centra su atención, entre otros detalles de contrastada relevancia, en un momento clave a partir del cual se ve con meridiana claridad la idea federal que yacía hasta ese momento informe en el pensamiento proudhoniano: se trata del caso suizo del Soderbund, entre 1845 y 1847. Centrémonos brevemente en él para ver cómo el interés de Proudhon por el fenómeno federal, en su forma política, entendido como autonomía, solidaridad y autogestión, no ha de esperar en absoluto el final de su polémica obra.
En septiembre de 1845 los siete cantones católicos de la Confederación helvética habían formado una liga, el Soderbund, para protestar contra una decisión del Consejo federal, que había decidido expulsar a los jesuitas del territorio suizo. Como dice Voyenne, «se trataba de un pretexto, ya que el verdadero motivo se encontraba en la oposición entre los representantes de las libertades ancestrales y los del radicalismo centralizador, influenciados por las ideas francesa62. La tensión nacionalista entre centro y periferia, adquiría dimensiones insospechadas, en detrimento, por supuesto, de las entidades culturales, nacionales o no, de menor magnitud territorial.
Mientras en Francia todo el jacobinismo apoyaba la decisión de los radicales suizos, Proudhon se ofuscaba contra el centralismo absorbente y tiránico, tomando francamente la defensa de los insurrectos del Soderbund. Como apunta Voyenne, los cuadernos de estudio del autor, del año 1847, aparecen plagados de comentarios sobre el federalismo suizo y el centralismo jacobino. El francés se muestra radicalmente opuesto a la solución del problema de las nacionalidades por medio de la centralización del poder estatal, es decir, la política de tabula rasa: «Sin cesar se parte del principio según el cual Suiza no puede existir sin una centralización. — Error radical, el centro está por todos lados, la circunferencia en ninguna parte».
En este fragmento de 1847 se puede apreciar un ejemplo de lo que Daniel Elazar ha dado en llamar con gran acierto «la estructura matricial del federalismo», es decir, una estructura política sin centro y sin jerarquía, en la que las tensiones entre centro y periferia desaparecen al mismo tiempo que desaparecen el centro y la periferia políticas. La reflexión de Proudhon parece en este caso totalmente volcada en la afirmación de la personalidad de las colectividades territoriales menores, cuya extensión es proporcional al sentimiento natural de compartir una vida y una cultura comunes: «La unidad en la variedad, he aquí lo que hay que buscar, respetando la independencia de los fueros (en español en el texto), de los cantones, de los principados y de los círculos. […] En absoluto esa unidad que tiende a absorber la soberanía de las ciudades, cantones y provincias, en una autoridad central. Dejad pues a cada quien sus sentimientos, sus afectos, sus creencias, su lengua y su costumbre».
Por supuesto, la crítica de Proudhon incide de manera especial en la creación artificial (serie artificial) de una realidad estatal sin sustancia ni legitimidad, es decir, el Estado nacional centralista, en detrimento y partir de una realidad natural (serie natural) o sociedad, que se ve despojada de su ser más íntimo y alienada por la fuerza absorbente de una política nacional homogeneizadora, supuestamente común y en bien de todos, dando razón a su dialéctica serial, según la cual la serie artificial o ideal no debe transformar la serie natural so pena de caer en el absolutismo y en el dogmatismo más craso.
El caso del Soderbund nos muestra que el pensamiento político de Proudhon se halla totalmente identificado con el federalismo suizo. La reflexión federal del autor irá tomando consistencia formal a medida que los acontecimientos le inciten a replantear la manera de llevar a cabo la revolución social fallida a finales del siglo XVIII. Por otro lado, el fracaso de la de 1848 y su posterior paso por la cárcel, le proporcionaron el tiempo y la tranquilidad necesarias para buscar otras vías revolucionarias. Hasta estas fechas, el pensamiento proudhoniano se había centrado en la economía, convencido de que la Revolución habría de pasar obligatoriamente por un vuelco de las relaciones entre los trabajadores y el capital, y que en resumidas cuentas la política no era más que un brazo del que se servía el capitalismo para obrar con total impunidad. Por ese motivo su pensamiento e incluso su léxico se encuentran determinados por una reflexión básicamente económica. La situación cambia radicalmente en 1848. Proudhon se da cuenta de que las relaciones económicas no bastan para explicar el movimiento dialéctico de las sociedades, y empieza también a tomar en consideración el fenómeno político en sí mismo como motor del cambio social.
Uno de los puntos de inflexión en la evolución federal de Proudhon se sitúa en torno a 1851, con la publicación de Idée générale de la Révolution. Se trata de un texto en el que el autor expone el contrato económico federal, y es tanto más importante cuanto que por un lado representa el paso casi definitivo hacia el federalismo político y que por otro se trata de una obra de la que el propio Pi y Margall se inspiró para escribir La Reacción. Es cierto que en Idée générale se trata del contrato federal económico y no político. Ahora bien, el que la parte económica reste protagonismo a la política, no quiere decir que esta última no aparezca por ningún lado. De hecho, a pesar de que toda la atención se vuelque en el contrato económico, la parte fundamental de esta obra es la denuncia del contrato social de origen roussoniano. La base social «autoridad», sobre la que se funda el contrato social de Rousseau, pretende hacer creer al individuo que éste participa en la autoridad política de gobierno, cuando en realidad su soberanía inicial no es sino una mera ficción jurídica que serviría de base a la dominación estatal. A este tipo de contrato abstracto e injusto, Proudhon le opone un contrato basado en la libertad y autonomía de los contratantes, llámense estos individuos, provincias, cantones, etc., que conservarían dicha libertad y autonomía tras la firma del con-trato político: «A menos que la democracia no sea una trampa y la soberanía popular una irrisión, hay que admitir que cada ciudadano en el ejercicio de su industria, cada consejo municipal, departamental o provincial, en su territorio, es el representante natural y único legítimo de la soberanía; que por consiguiente cada localidad debe actuar independientemente y por sí misma en la gestión de los intereses que le corresponden, y ejercer al respecto la plena soberanía».
Evidentemente, una lectura sin relieve de su anarquía nos llevaría directamente a la anulación del Estado. No es tal, en nuestra opinión, el propósito fundamental de Proudhon. De lo que se trata es de neutralizar el abuso de poder gubernamental que desde el centro lo transforma todo a su alrededor. Se trata de evitar que la libertad del hombre se vea reducida a la nada por obra del poder político y económico. Por ese motivo Proudhon ha podido verse seducido por la síntesis anarquista y la consiguiente supresión del Estado. Sin embargo, nos parece que la cuestión no tiene tanto que ver con el poder político (estatal) como tal, sino más bien con el uso que se hace de él. ¿Puede esperarse, objetivamente hablando, que pueda haber un uso justo y legítimo del poder estatal? En principio nada nos impide contestar afirmativamente. Por consiguiente, el planteamiento anarquista de Proudhon parece mostrarse más discorde con las teorías legitimadoras del uso indisciplinado del poder, que con el Estado (institución neutra de por sí). De hecho, un anarquismo absoluto llevaría al autor a contradecir su dialéctica serial o equilibrada, y a suprimir el polo «autoridad» o «Estado» en favor del polo opuesto «libertad absoluta», cuando en realidad hemos visto que su ideo-realismo le lleva a afirmar el uno y el otro (dialéctica y/y).
Volvamos sin embargo a su anarquía positiva para ver cómo se opera el paso definitivo hacia el federalismo político. ¿Qué busca Proudhon con la revolución anarquista? A decir verdad, el francés considera que la sociedad es anterior al Estado y que en principio la una no necesitaría forzosamente al otro para funcionar correctamente: los hombres, desde su nacimiento, se juntan y forman la sociedad. En el estado natural (social), todo se realiza de manera más o menos jerarquizada y espontánea sin necesidad de construir una plataforma estatal. En la medida en que la Historia enseña que las diversas formas estatales no han sido sino usurpación y tiranía, sin respeto por la sociedad natural que le había conferido su poder, Proudhon llega a la conclusión de que sería mejor vivir sin Estado. De este modo, su destrucción equivaldría a la reapropiación por parte de la sociedad del poder y la independencia originales que el Estado les había usurpado y luego negado. ¿Qué dice al respecto su teoría federal? Básicamente lo mismo. Un Estado que se amoldase perfectamente a las características pluralistas y naturales de las sociedades no sería en absoluto un mal. Por consiguiente, Proudhon se opone a la creación artificial (abstracta y sin correlación real) de un Estado que actuaría libremente y sin respetar las condiciones originales de la sociedad para la que ha sido concebido. Por el contrario, el procedimiento adverso, es decir, crear a imagen y semejanza de la sociedad una estructura artificial que responda a sus necesidades reales y que dependa de ella, y no al revés, no parece molestar en absoluto el ideo-realismo federal de Proudhon. Esto quiere decir que el autor subordinaría lo político a lo social en sus múltiples vertientes, es decir, que el federalismo sería la expresión de la realidad social. Eso es lo que nos lleva a afirmar que la anarquía positiva y el federalismo no son en el pensamiento proudhoniano más que dos formas nominativas distintas de hablar de una misma y única realidad.
En definitiva, se ve que entre el anarquismo y el federalismo sólo había que dar un paso, que se realiza naturalmente con ayuda de su dialéctica serial y equilibrio inestable. Así pues, tras lo visto, parece imposible hablar de abstracción o de idealismo en lo que a Proudhon respecta. Su federalismo se encuentra profundamente enraizado en la realidad social y cultural de su época. De hecho, si se atiende a su evolución paralela con respecto a la cuestión de las nacionalidades, podrá observarse que el federalismo proudhoniano, puestos a catalogarlo, habría que denominarlo regionalista. Como ya se vio en el caso del Sonderbund, Proudhon se sitúa al lado de las entidades naturales (geográficas y culturales) con personalidad propia, en donde, entiende él, se ha de hallar la verdadera soberanía popular. Su federalismo adquiere así mayor fuerza si cabe a medida que la argumentación del autor toma un claro parti pris por las pequeñas nacionalidades contra el centralismo de las grandes nacionalidades abstractas y artificiales: «El primer efecto del centralismo, no se trata aquí de otra cosa, es el de hacer que desaparezca en las diversas localidades de un país toda especie de carácter indígena; mientras que se imagina poder exaltar por ese cauce a la masa en la vida política, se la destruye en sus partes constitutivas y hasta en sus elementos. Un Estado de veintiséis millones de almas, como sería Italia, es un Estado en el que todas las libertades provinciales y municipales son confiscadas en provecho de un poder superior que es el Gobierno. Así, toda localidad debe callar, el patriotismo chico enmudecer […]. La fusión en una nacionalidad abstracta en la que ni se respira ya, ni se conoce, en una palabra, es decir, el fin de las nacionalidades particulares, en las que viven y se diferencian los ciudadanos: he aquí la unidad».
De este modo, si se quiere afirmar el principio del nacionalismo, éste habrá de ser cierto tanto para «las pequeñas nacionalidades como para las grandes». Se puede ver entonces hasta qué punto la cuestión de las nacionalidades se encuentra fuertemente imbricada y presente en su teoría federal: el rechazo del principio de las nacionalidades generalmente practicado en la Europa del siglo XIX —la nacionalidad de los Estados-nación— se convertirá en la piedra angular de la afirmación de la comuna como instancia principal de la sociedad, al mismo tiempo que el estatalismo y el centralismo motivarán el desarrollo posterior de una teoría federal basada en la autonomía individual y colectiva de los grupos naturales y funcionales, garantía del pacto federal, considerado como el único contrato político capaz de subordinar el gobierno a la sociedad. En torno a esta cuestión Jean Bancal ha querido subrayar el significado que tiene el acercamiento entre «nacionalidad» y «federalismo» en el corpus proudhoniano: «Así, contrariamente a una leyenda tenaz, Proudhon, al considerar a los grupos naturales territoriales, da finalmente prioridad a la región. Y esto por dos razones: no sólo ésta le parece dispuesta por su dimensión de los medios óptimos para asumir la evolución socio-política de una colectividad humana, sino que aun constituye, en su opinión, una célula de unión, un eslabón entre la nación y la internación, el federalismo y el confederalismo. Clave de un dinamismo nacional y de un equilibrio nacional, la región-provincia es para este gran visionario el grupo político del porvenir».
El nacionalismo parece tomar en el léxico proudhoniano un sentido totalmente nuevo, que desvirtúa tanto el discurso particularista de los que queriendo ser nación (caso de naciones sin Estado) se oponen a todos aquellos que quieren convivir pacíficamente en una sociedad plural, como de aquellos que creyendo o diciendo ser nación (Estado-nación) se permiten limar las asperezas, reducir las diferencias con el fin puesto en obtener una sociedad nacional común y homogénea… Como ya hemos dejado probado, la dialéctica serial se opone a este tipo de síntesis monista. El federalismo de Proudhon, que creemos poder llamar, siguiendo a Karl Hahn y a Jean Bancal, regionalista, representa el equilibrio de los elementos pluralistas y heterogéneos de las sociedades. ¿Se tiene que recurrir obligatoriamente a la exclusión para existir? Tal parece ser la pregunta que nos plantea la obra proudhoniana.
Más allá de la confusión creada en torno a la nación y a un humanismo abstracto —a menudo fuente de aculturación—, Proudhon sobrepasa el marco conflictivo en el que los dos mitos citados habían arrojado el fenómeno político. La afirmación personal y colectiva, y la «del otro», así como la del otro con respecto al otro (el «tiers» de Lévinas), forma de pluralismo multidimensional, se convierte en la base de justicia democrática y distributiva, de convivencia pacífica de las culturas y de respeto común de las diferencias. Las premoniciones de Proudhon al respecto presentan una realidad actual desconcertante: «En esta federación en la que la ciudad es tanto como la provincia, la provincia tanto como el imperio, el imperio tanto como el continente, en el que todos los grupos son políticamente iguales, ¿en qué se convierten las nacionalidades? Las nacionalidades serán tanto más seguras cuanto más completa sea la aplicación del principio federativo. […] el sentimiento de la patria es como el de la familia, el de la posesión territorial, el de la corporación industrial, un elemento indestructible de la conciencia de los pueblos».
Evidentemente las nacionalidades a las que confiere el autor tal rango son los grupos colectivos territoriales con conciencia propia, que en mayor o menor medida han de relacionarse con las regiones o los cantones, y no con las grandes aglomeraciones artificiales, fruto de la manipulación estatal del mito nacional. Esto en principio ha de sorprender a más de uno, toda vez que se viene considerando a Proudhon como el padre del federalismo abstracto (pactismo), de un federalismo idealizado e impuesto dogmáticamente por una idea en sí y por sí (pacto sinalagmático y conmutativo). No nos equivoquemos, el federalismo proudhoniano posee las bases históricas, culturales y sociológicas más que necesarias para hacer bueno el título de Pierre Ansart, Sociologie de Proudhon. Por otro lado, yerran aquellos que creen poder circunscribir el federalismo de Proudhon a sus últimos cinco o seis años de vida y especialmente al Principio federativo. El federalismo pluralista de Proudhon adquiere en sus últimos años su estructura formal definitiva, sin que por ello haya que olvidar que sus elementos filosóficos fundamentales (autonomía, libertad, solidaridad, pluralismo sociológico y cultural, etc.) son constantes de principio a fin. ¿Cómo entender de otro modo el que ya en 1843 manifieste abiertamente la prioridad de las colectividades naturales en la iniciativa política, y que ésta se encuentre todavía presente en su Les Con-tradictions Politiques (1870), obra póstuma del autor.
«Cada vez que unos hombres, seguidos de sus mujeres e hijos, se agrupan en un lugar, juntan sus habitaciones y sus culturas, desarrollan en su seno industrias diversas, crean entre ellos relaciones de vecindad, y de mejor o peor humor se imponen condiciones de solidaridad, forman lo que se llama un grupo natural, que pronto se constituye en ciudad u organismo político, se afirman en su unidad, su independencia, su vida y su movimiento propio, y su autonomía. Grupos como éstos, distanciados los unos de los otros, pueden tener intereses comunes; y puede concebirse que se entien-dan, se asocien, y, por esta mutua seguridad, formen un grupo superior; pero nunca que al unirse por la garantía de sus intereses y el desarrollo de su riqueza, vayan hasta abdicar por una especie de auto-inmolación ante este nuevo Moloch…».
El nuevo Moloch al que Proudhon se refiere no es otro que el mito nacional promovido por el Estado liberal. La reflexión del autor, profundamente arraigada en la observación directa y objetiva de las cosas, se centra de manera especial, como un tópico en su obra, en la antinomia entre lo artificial y lo natural. Pensador naturalista si se quiere, Proudhon desconfía por completo del racionalismo absoluto de tradición cartesiana y huye por lo tanto de las construcciones mentales artificiales sin correlación con respecto a la realidad de las cosas y de los seres. No le faltan desde luego argumentos a Georges Scelle cuando dice que «la razón de ser de su federalismo es la complejidad del fenómeno de sociabilidad»80. En una sociedad inmanentemente pluralista, el federalismo resulta una fuerza inherente al propio ser social. Otra cosa muy diferente es que el poder público la respete o no, o dicho de otro modo, que la nación homogeneizadora y artificial no le niegue su esencia principal. Por eso puede decirse sin ambages que el federalismo proudhoniano es pluralista y realista, sociológico, cultural y natural, porque el pluralismo sociológico y cultural se imponen a él como realidad palpable y latente de las sociedades, y no como una idea ex nihilo, en sí y por sí, y sin relación empírica de ningún tipo.
La motivación primaria de este artículo radica en la enorme ambigüedad (histórica), casi nos atreveríamos a decir ignorancia, que con respecto al federalismo se tiene en nuestro país. Ser federalista en España equivale poco menos que a desear la desagregación de la unidad nacional. Pero, ¿de qué unidad nacional se está hablando? Hoy en día coexisten en España, y desde hace ya muchos años, identidades culturales que el nacionalismo estatal ha exacerbado con una política centralista y monista históricas, y que a posteriori han terminado por despertarse y por amenazar seriamente la convivencia política y plural de un Estado de Derecho. ¿Quién tiene la culpa? Demasiado tarde para plantear tal cuestión, sobre todo sabiendo que la respuesta será dada por unos y otros desde sus trincheras respectivas.
El caso es que en un país de tradición federal, como el nuestro, a día de hoy hablar de federalismo resulta harto complicado. No sabríamos decir si en tales circunstancias pinta mejor ser nacionalista, del color que se quiera, o federalista. Seguramente lo primero. Pero, ya que existe en España una tradición federal republicana, del que en parte es deudor nuestro actual Estado de las Autonomías, ¿por qué resulta tan difícil, tan incomprensiblemente difícil pedir más federalismo? La pregunta la hace Miquel Caminal, con total contundencia y sobrada razón: «¿Quién teme a la federación?». Tras veinticinco años de democracia, el Estado de las Autonomías viene tocando techo desde hace algún tiempo. Se piden reformas de corte federal: reforma del Senado, mayor autonomía regional, etc. En definitiva, lo que se pide es mayor democracia y pluralismo. Por otro lado, pudiera pensarse que el autonomismo sólo ha aportado experiencias positivas, y sin embargo muchos ciudadanos viven en sus carnes los efectos desastrosos de una tensión ancestral entre centro y periferia.
El federalismo no es una panacea que resuelva todos los males; el caso yugoslavo, por no citar más que uno, nos quitaría razón. El federalismo es sin embargo natural y espontáneo como el aire que se respira. Se es federal sin saberlo todos los días del año, domésticamente si se quiere, pero federal en el fondo. Por eso resulta vano renunciar a algo que es tan nuestro y que en el fondo nos ayuda, ya desde hace veinticinco años, a solucionar problemas, a amainar tormentas.
España necesita más federalismo y menos nacionalismo, eso es indudable. Sin embargo, parece que el federalismo haya desaparecido como opción de diálogo institucional. Las reformas aludidas, a las que tendrían que seguir muchas otras, son vistas como un elemento disgregador, de fracción: ante todo la nación, se dice. Vale, pero ¿cuál? parecen preguntar, vascos, catalanes, gallegos, aragoneses, asturianos… Desde luego, uno entiende mejor ahora lo que debieron pasar los repúblicos federales decimonónicos cuando las fuerzas monárquicas les acusaban de querer disgregar la santa nación española. Que el federalismo no rompe sino que une, no separa sino que fortalece y sanea los vínculos de unión, lo deberían saber todos los españoles, y no es necesario insistir en ello de tan obvio que resulta.
© Extractos de la introducción del libro Escritos federalistas. Proudhon (Akal, 2011), de Jorge Cagiao y Conde.