Al apelar a la “democracia”, –sin, por ello, dar más poder al demos–, los representantes de nuestros sistemas políticos no sólo han engañado al pueblo al que pretenden servir sino que han traicionado a la propia lengua: ¿cómo poner al día el antidemocratismo de los discursos, de las prácticas, de los sistemas y de los hombres políticos alineados bajo la etiqueta de “demócratas”? El deslizamiento semántico que ha conocido la palabra “democracia” constituye sin duda el golpe maestro de la propaganda política moderna.
INTRODUCCIÓN
Hoy día, casi todos los actores y pensadores políticos apelan a la democracia. Sin embargo, los fundadores de nuestras democracias representativas eran abiertamente antidemócratas, utilizaban la palabra “democracia” para designar y denigrar a sus adversarios demasiado radicales. Esta paradoja –la de unos antidemócratas que fundan las sedicentes “democracias” modernas– aparece muy claramente cuando nos sumergimos en la lectura de los discursos, panfletos, artículos periodísticos, cartas personales o poemas de la época revolucionaria, tanto americana como francesa. De hecho, la fuerza casi mágica que posee hoy la palabra “democracia” nos hace olvidar que, durante más de dos mil años, el término “democracia” tuvo un sentido muy negativo prácticamente para todos los pensadores políticos, y que ningún actor político se alzó en su defensa.
Desde Atenas, se entendía por “democracia” el gobierno directo de un pueblo reunido en el ágora para proponer leyes, debatir sobre ellas y votarlas. Naturalmente, la democracia ateniense no era perfecta; las mujeres, los esclavos y los metecos estaban excluidos de ella. Pero este problema de exclusión –que merece cierta reflexión– tuvo muy poca resonancia durante dos mil años, ya que los regímenes monárquicos, imperiales o sedicentemente “democráticos” practicaban ellos mismos, casi siempre, la esclavitud y la exclusión de las mujeres de la esfera pública. La definición de la democracia se interesaba poco por estos problemas, ya que no lo eran a ojos de los pensadores y de los actores políticos. Se concentraban, más bien en la forma de gobierno directo de la democracia, considerada como incompatible con cualquier clase de representación. Esta definición descriptiva se ampliaba con un sentido normativo peyorativo: la democracia era un régimen débil, pues el pueblo es fácilmente manipulable por demagogos y se deja arrastrar fácilmente por sus pasiones. Peor aún, este pueblo profundamente irracional es incapaz de discernir el “bien común” –expresión que deja de lado los conflictos inherentes a la vida en común– y corre el riesgo de imponer políticas igualitarias, puesto que, en el ágora, los pobres serán siempre más numerosos que los ricos. En resumen, la democracia tendería ineluctablemente hacia una de sus dos formas patológicas: la tiranía de la mayoría o el caos. Los padres fundadores de las primeras “democracias” modernas compartían esta visión de la democracia.
Nos encontramos, pues, ante una de las situaciones más paradójicas: nuestros regímenes “democráticos” fueron fundados por unos individuos profunda y abiertamente antidemocráticos. Este antidemocratismo, que nos proponemos explorar aquí, es uno de los elementos fundamentales de nuestros sistemas representativos contemporáneos. Durante su formación, a nuestro régimen representativo no se le conoce bajo el nombre de “democracia” sino más bien bajo el de “república”, dos términos que no son sinónimos, ni mucho menos. Sin embargo, tanto en Estados Unidos como en Francia, hacia finales de la primera mitad del siglo XIX, se produjo un cambio de etiqueta. Desde entonces, unos regímenes abiertamente antidemocráticos adoptaron, por razones que hoy llamaríamos de marketing político, el apelativo de “democracia”. Igual que el antidemocratismo inherente a nuestro régimen representativo, creemos que este antidemocratismo de los padres fundadores se explica tanto en los planos sociológico, político y económico, como en el filosófico y el lingüístico.
UNA SOCIALIZACIÓN ELITISTA
Antes de ser instrumental, el antidemocratismo de los patriotas es sin duda sincero. Es el resultado de una socialización profundamente elitista, influenciada en gran parte por la educación clásica que reciben los líderes patriotas de ambos lados del Atlántico. En la escuela, aprenden latín y griego y leen, estudian y traducen los principales textos de los autores clásicos. Estos autores y sus ideas se encuentran, además, citados y discutidos por los grandes pensadores políticos de los siglos XVII y XVIII, como James Harrington, John Locke y Montesquieu, que, igualmente, van a influenciar a los patriotas. Aristóteles y Cicerón son, sin duda alguna, los dos pensadores políticos de la era clásica que mayor influencia ejercen sobre el espíritu patriótico. Ahora bien, estos dos pensadores propugnan un régimen mixto en que los tres órdenes –el monarca, los aristócratas y el pueblo (o demos) – se neutralizarían en el seno de instituciones tales como el senado, la cámara baja, etc. Semejante constitución es llamada “republicana” y, más que favorecer los intereses de un solo orden en detrimento de los otros, pretende tender al bien común. Por otra parte, es el estandarte republicano lo que los patriotas quieren ondear. En cuanto a la democracia, tanto Aristóteles como Cicerón desconfían de ella; desconfianza que han transmitido a los jóvenes patriotas ya bien dispuestos a creer que la gente humilde del pueblo está desprovista de discernimiento político.
Además de esta desconfianza respecto de un régimen político democrático, los miembros de la élite patriótica son socializados para considerarse superiores. Repiten lo que han aprendido: de cada sociedad emergería una especie de “aristocracia natural” distinta de la aristocracia hereditaria, ilegítima, mientras que la primera es la del mérito y la virtud. La “aristocracia natural” la encontramos en Thomas Jefferson: “Hay una aristocracia natural, fundada sobre el talento y la virtud, que parece destinada al gobierno de las sociedades; y, de todas las formas políticas, la mejor es la que asegura más eficazmente la selección de estos aristócratas naturales y su introducción en el gobierno”. Robespierre, por su parte, habla de una “aristocracia representativa”, refiriéndose, sin duda, a Jean-Jacques Rousseau, para quien, de las tres clases de aristocracia –natural, electiva y hereditaria– “la segunda es la mejor: es la aristocracia propiamente dicha”. Según los propios miembros de esta aristocracia natural, sólo ellos dominarían las competencias para identificar, defender y promover el bien común, mientras que la gente del pueblo sólo está motivada por su interés personal e inmediato. Por otra parte, este elitismo de los patriotas se expresa sin rebozo en los discursos, panfletos y cartas personales: el pueblo es sinónimo de “muchedumbre”, de “populacho”, de “mob”, de “crowd”, de “chusma”… en resumen, unos atributos que denotan tanto su antidemocratismo como un auténtico desprecio por la gente del pueblo.
UTILIZACIÓN POLÍTICA DEL MITO DE LA “SOBERANÍA”
Desde un punto de vista político, los patriotas se esforzarán, naturalmente, por desacreditar la legitimidad del poder del rey o de la aristocracia. Pero también insistirán en la incapacidad del pueblo para gobernarse él mismo. Despreciando a la gente del pueblo, es muy normal que los líderes del movimiento patriótico no sueñen con instaurar una democracia directa. Pero si rehúsan que el ágora sea la sede del poder, es también, y sobre todo, porque quieren el poder para sí mismos.
Es primordial recordar aquí que un poco por todas partes en occidente, en el momento de las “revoluciones” y ya desde la Edad Media, se reúnen asambleas de representantes con poderes más o menos amplios: desde los siglos XII y XIII en la península ibérica (las Cortes), en el Sacro Imperio romano-germánico (la Dieta); mientras que en Francia los primeros Estados Generales fueron convocados en 1302. Si estas instituciones representativas se convirtieron en lugares donde las monarquías, la aristocracia, el clero y la burguesía podían negociar, en modo alguno querían ser la expresión de un espíritu democrático. Jean-Jacques Rousseau dirá de la idea de representación que “nos viene del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el que la especie humana es degradada”. Una idea recogida por el historiador americano Samuel Williams en 1794: “La representación […] fue gradualmente introducida en Europa por los monarcas, no con la intención de favorecer los derechos de los pueblos, sino como la mejor manera de recaudar dinero” –para financiar sus aventuras bélicas–.
En la América colonial británica, las asambleas ejercían un poder muy grande y eran numerosos los dirigentes de la guerra de la independencia que ya poseían un escaño en las asambleas coloniales. En Francia, son los representantes del Tercer Estado que se sientan en los Estados Generales y luego en la Asamblea Nacional quienes serán los líderes de los movimientos revolucionarios –no son, pues, unos excluidos que tratan de hacer tabla rasa del pasado–. Al participar ya en las instituciones políticas, las revoluciones les permitirán aumentar el poder político de la institución a la que pertenecen y, por consiguiente, su propio poder político –y asegurarse, luego, una ventajosa carrera–.
Para estos representantes, no se trata, pues, de fundar una democracia –régimen que, en la época, no se concibe más que bajo su forma directa–. Aunque el discurso de los patriotas condena, evidentemente, el Antiguo Régimen, denigra igualmente la democracia. La idea de fundar una “democracia” no pasó nunca por su mente, y no utilizaron la palabra más que en raras ocasiones. De hecho, la etiqueta de “demócrata” sólo se la cuelgan a los más radicales para desacreditarlos, mientras que insisten sobre la incapacidad del pueblo para gobernarse a sí mismo sin intermediar representantes. Tomaremos sólo dos ejemplos entre muchos otros: el girondino Brissot, abiertamente antidemócrata, declara que “la mayor parte de los desórdenes” que conocieron las ciudades democráticas antiguas “pueden atribuirse a su manera de deliberar. El pueblo deliberaba en la plaza”; James Madison, uno de los padres de la constitución americana, expresa, también, muy claramente este miedo al pueblo deliberante: “Aunque cada ciudadano de Atenas hubiese sido un Sócrates, cada asamblea ateniense habría sido, a pesar de todo, un barullo”.
En América, el debate constitucional de 1787, que acabará en la creación de la unión, ofreció una buena ocasión a los federalistas de utilizar la palabra “democracia” como repelente. Hablan de los “excesos de la democracia”, presentándola como “el peor de todos los males políticos”, que conduce a “la opresión y a la injusticia”. Así, Según John Adams, un patriota de la primera hora que será vicepresidente con George Washington y después presidente de los Estados Unidos: “La idea de que el pueblo es el mejor guardián de su libertad no es cierta. Es el peor que podamos imaginar, no es en absoluto un guardián. No puede actuar, ni juzgar, ni pensar, ni querer”. Difícilmente podemos imaginar un antidemocratismo y un desprecio del pueblo más claramente expresados y asumidos.
¿Acaso los representantes no quieren cambiar el mundo más que para obtener para ellos mismos más poder en el seno de las instituciones representativas en las que ya se sientan? Algunos revolucionarios llegan a admitir que su “revolución” no tiene de revolucionaria más que el nombre. Según Alexander Hamilton, uno de los patriotas americanos más influyentes: “No ha habido cambios en las leyes, no ha habido interferencia con los intereses de nadie, todo el mundo ha permanecido en su lugar y la única alteración es que la sede del gobierno ha cambiado”. Concluye que, de hecho, en los Estados Unidos, no ha habido revolución.
Los patriotas, naturalmente, tenían un discurso que legitimaba la posición que creían ocupar en la cima del nuevo sistema. Debían justificar su autoridad tanto ante los ojos de sus adversarios como de los de sus partidarios. Y también debían hacerlo ante sus propios ojos, ya que se consideraban justos y grandes a imagen de sus modelos históricos, los legisladores del mundo antiguo. Al resultarles muy difícil referirse a Dios o a la sangre, su legitimación será el pueblo. Pero un pueblo extrañamente desencarnado. Pues, como hemos visto, el pueblo es declarado políticamente tarado, fruto de un desprecio político, económico, cultural y psicológico. Políticamente tarado, el pueblo necesita, pues, representantes, tal como se lo explican sus representantes…
Así es como los patriotas se apropiaron el discurso de la “soberanía popular”, una ficción, un mito entonces muy arraigado, que sirvió mucho a su estrategia discursiva de legitimación. Según los autores, esta ficción podía legitimar toda suerte de regímenes: de la monarquía absoluta con Thomas Hobbes (Leviatan) a la democracia (directa) con Jean-Jacques Rousseau. Evocada en abstracto, la soberanía es, de hecho, negada por los representantes al reordenar el sistema político y sus instituciones. Ya Montesquieu pretendía que “la gran ventaja de los representantes es que son capaces de discutir de los asuntos públicos. El pueblo no está capacitado en absoluto para ello: lo que constituye uno de los grandes inconvenientes de la democracia”. Así, Brissot, siguiendo esta idea muy compartida, declaró que el “pueblo sólo tiene el derecho de constituirse, pero no tiene el talento para ello; por eso, debe confiar un parte de su derecho a los que tienen el talento para ello” –un talento del que, naturalmente, Brissot se cree dotado–. Al otro lado del Atlántico, el pastor de Nueva Inglaterra James Belknap, por su parte, dirá: “Tenemos como principio que el gobierno tiene su origen en el pueblo, pero que enseñamos al pueblo que no es apto para gobernarse a sí mismo”. (También allí abundan los ejemplos que reflejan un estado de opinión generalizado, y la misma idea se encuentra en labios o en la pluma de casi todos los jefes revolucionarios, que intentaban convencer al pueblo tanto como a sí mismos…)
A la incapacidad del pueblo para gobernarse solo, muchos añadieron que no era posible una democracia más que a la escala de una ciudad antigua –argumento empleado sobre todo por Montesquieu–. Los Estados Unidos y Francia serían demasiado extensos y poblados para permitir la instauración de una democracia directa. Aunque Rousseau ya contestó a este argumento demográfico y geográfico, ejemplos ha habido que muestran su escaso fundamento: la reforma de un sistema político no necesita respetar la extensión geográfica inicial, es sólo una cuestión de voluntad.
Pese a todas estas limitaciones, algunos autores y actores políticos, a la vez que denunciaban su carácter demasiado abstracto, han rehusado dejarse engañar por el mito de la “soberanía popular” y su corolario, la delegación del poder soberano por el pueblo a sus representantes. Es bien conocida la cita de Rousseau respecto a los electores ingleses, esclavos salvo el día de las elecciones: “La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser alienada… El pueblo inglés piensa que es libre; está muy equivocado, no lo es más que durante la elección de los miembros del parlamento; tan pronto éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada. En los cortos momentos de su libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda”. Igualmente en América, encontramos en 1636 a un John Cotton declarando que “el gobierno no es una democracia si es administrado no por el pueblo sino por gobernadores” –incluso si el pueblo elige a sus propios gobernantes–. También en América, John Winthrop afirmaba en 1639: “Cuando el pueblo elige a unos hombres para ser sus gobernantes […] el pueblo, habiendo diputado a unos pocos, no tiene el poder de hacer o de modificar las leyes, sólo el poder de ser súbdito.” Según John Davenport, otro americano, al elegir representantes, el pueblo no “abandona tanto sus derechos y su libertad a sus gobernantes, como su poder” (1699). Finalmente, más lúcido o, al menos, más honesto, el representante Lambert recuerda al Comité de salud pública que el “pueblo [que es soberano…] no es más que un ente puramente metafísico”. Qué hermosa expresión para decir lo que nadie quiere ver: que el discurso en torno a la soberanía popular es un señuelo; que, para no ser esclavo ni súbdito, el pueblo queda alienado, pues está desposeído del verdadero poder. El pueblo no es soberano más que en el plano metafísico. En el plano político, no es nada.
Los debates eran virulentos, transformándose a veces en verdaderos alzamientos –como la rebelión de Shays en América o la de los sans-culottes en Francia. Sin embargo, en Estados Unidos, las tensiones entre partidarios de la representación y demócratas son casi inexistentes, el uso peyorativo de la palabra “democracy” servía para minar la credibilidad de constituciones más radicales, como la unicameralista de Pensylvania. En Francia, ciertos revolucionarios radicales, como los sans-culottes, inspirándose sobre todo en Rousseau, querían oponerse al régimen representativo, prefiriendo, en su lugar, el poder directo de las secciones, prefiriendo los mandatarios a los representantes. (Contrariamente al representante, el mandatario no hace más que expresar la voluntad de los comitentes, debiendo reservarse su propia voluntad.)
Al final, el discurso de la soberanía popular representada ganó al de la soberanía popular ejercida. John Adams y James Madison en América, Sieyès, Brissot y Robepierre en Francia estarán entre los propagandistas más importantes del sistema representativo, al que creen legitimar, pero sobre todo controlar. He ahí un hermoso ramillete de representantes del pueblo cuyos esfuerzos se consagran sobre todo a justificar su propia función. Formada por miembros autoproclamados de la “aristocracia natural”, esta élite sería necesaria, estima Sieyès haciéndose eco de Brissot, porque los representantes son “mucho más capaces [que el pueblo] de conocer el interés general”; concluyendo que “Francia no es ni puede ser una democracia”, ya que “el pueblo, repito, en un país que no es una democracia (y Francia no puede serlo), el pueblo no puede hablar, no puede actuar más que por medio de sus representantes.” ¿Debemos sorprendernos de que el propio Sieyès sea un representante y de que estas declaraciones se hagan en la Asamblea nacional?
¿Por qué esta negación de la competencia del pueblo? Los patriotas, sin embargo, sabían que, en una democracia directa como Atenas, los ciudadanos llamados a cubrir los puestos oficiales no tenían casi ningún poder de decisión y, sobre todo, en la mayoría de los casos eran designados por sorteo. Se sorteaba precisamente porque a todo ciudadano se le atribuía discernimiento político y la capacidad para expresar su voluntad política. La elección, al contrario, se consideraba como aristocrática, pues implicaba que unos ciudadanos eran más capaces que otros de tomar decisiones políticas. Pero los patriotas no se quedaron con el sorteo –que habría hecho inútil su papel de representantes–; la idea de aristocracia natural completaba el principio de representación, que, según Thomas Jefferson, “ha dejado inservible casi todo lo que se ha escrito sobre la estructura del gobierno”.
DISCURSO ANTIDEMOCRÁTICO Y MIEDO A LOS POBRES
A este antidemocratismo se añadía un miedo al pobre y al igualitarismo. Según una idea entonces ampliamente extendida, como todos los que no eran autónomos financieramente (esclavos, mujeres y asalariados), los pobres no podían tener pensamiento autónomo y racional. John Adams escribe así: “Tal es la fragilidad del corazón humano que sólo algunos hombres de los que carecen de propiedades poseen un juicio propio”. La aristocracia del mérito formaría parte necesariamente de la clase económicamente acomodada. La idea expresada por Adams no es nueva, ni mucho menos: Aristóteles ya afirmaba que si “la definición de aristocracia es la excelencia mientras que la de la oligarquía es la riqueza”, no es menos cierto que “en casi todos los casos las personas acomodadas parecen ocupar el lugar de las gentes de bien”. En el mismo espíritu, un habitante de Mariland, en 1767, aconsejaba confiar los asuntos públicos a los que detentan una propiedad y han recibido una buena educación en vez de a las “creaturas” que “son competentes en tener una pequeña tienda (o a lo sumo) a juzgar la calidad de una hoja de tabaco”.
A este desprecio que mostraba la “élite” patriótica en cuanto a las capacidades políticas del pueblo, se añadía el miedo a que, una vez en el poder, éste combatiera la propiedad privada e instaurara el igualitarismo: como los realistas, los republicanos temían la democracia directa y la aspiración igualitaria de los pobres –el igualitarismo era, entonces, claramente asociado a los excesos de la democracia–. La élite patriótica no constaba tanto de grandes banqueros y ricos comerciantes, sino esencialmente de administradores, jueces y abogados que se habían sentado en las asambleas coloniales o en los Estados Generales. Pero, a menudo, los líderes políticos conocían personalmente a los miembros de la élite económica, con los que se relacionaban en el colegio, en familia, en los clubs, etc. Compartían, pues, su miedo de ver a los pobres aprovechar los desórdenes sociopolíticos para imponer la reforma agraria, la abolición de las deudas, etc. Igual que ellos, compartían su interés por limitar la turbulencia que entrañaba el movimiento de contestación que ellos habían lanzado.
Los revolucionarios más radicales no se dejaban engañar y asociaban abiertamente sus ideales igualitarios al ideal democrático. Así, una versión preliminar de la declaración de Derechos de Pensylvania quiso dar al Estado el control de las riquezas individuales. Thomas Paine, por su parte, afirmaba que “la protección de la persona es más sagrada que la protección de la propiedad. Si la propiedad deviene el criterio, ello constituirá una ruptura completa con cualquier principio moral de libertad, pues ligaría el derecho a la materia y transformaría al hombre en agente de la materia”. Otros rehusaron que los derechos civiles fuesen establecidos en función de la riqueza, como testifican estos comentarios de Benjamin Franklin, según el cual, tal espíritu es “contrario al espíritu de la democracia” y revela una “disposición entre algunos de nosotros a iniciar una aristocracia, dando a los ricos un predominio en el gobierno”. Finalmente, en noviembre de 1776, los radícales de Mecklenburg County, de Carolina del Norte, dieron la instrucción a sus delegados elegidos para redactar la constitución de que ésta debía ser una “simple democracia” y que debían oponerse a todo aquello que tendiera hacia la aristocracia o al poder en manos de los ricos y de las personas en puestos de autoridad habituadas a oprimir a los pobres”.
En Francia, fue sin duda Babeuf quien encarnó con más fuerza la lucha democrática de los pobres contra los ricos aristócratas. Para Babeuf, hay en Francia un campo elitista y un campo popular y ambos desean la república. Pero, mientras que “uno la desea burguesa y aristocrática, el otro cree que es él quien la ha hecho y quiere que siga siendo popular y democrática”. En Le Tribun du peuple (29 de noviembre de 1975), rechazando una proposición que invita a los republicanos a unirse contra la monarquía, Babeuf aprovecha para distinguirse –él, el demócrata– de los pseudoaliados republicanos: “Vosotros no parecéis reunir en torno vuestro más que republicanos, título banal y muy equívoco, ya que no predicáis más que la república mediocre. Nosotros reunimos a todos los demócratas y a los plebeyos, denominaciones que, sin duda, presentan un sentido más positivo: nuestros dogmas son la democracia pura, la igualdad sin tacha y sin reserva”. Sin embargo, Babeuf no es el único en hablar de guerra económica y en identificar los antidemócratas con los enemigos de las clases desfavorecidas. Sylvain Maréchal, tomando partido por los pobres, escribe en 1791: “El burgués no es demócrata […] es, pues, a los burgueses a los que nos hemos de enfrentar ahora; ellos solos nos hacen la guerra abiertamente. […] Son los pobres los que han hecho la revolución, pero no se han beneficiado de ella; […] están casi igual que antes del 14 de julio de 1789”.
Tales declaraciones inquietaban a los patriotas más conservadores de ambos lados del Atlántico –que, en conjunto, llegaron a controlar, marginalizar y asfixiar las tendencias más igualitarias–. Antidemocratismo y anti-igulitarismo estaban muy unidos, haciendo del imperativo de representación del pueblo por la élite patriótica el compañero de la defensa de la propiedad privada. Como dijo Alexandre Hamilton en el primero de los Federalist Papers: la adopción de la constitución federal ofrecería unas garantías superiores “a la preservación […] de la libertad y de la propiedad”.
JUSTIFICACIONES FILOSÓFICAS
La ideología representativa será, finalmente, completada por Benjamin Constant en su célebre y brillante discurso De la liberté des anciens comparée à la liberté des modernes. En él, se describe el sistema representativo como el único que respeta el “espíritu de los modernos”, es decir, una filosofía en que el individuo moderno no tendría como perspectiva política más que el sistema representativo. Según Constant, los antiguos concebían la libertad como la posibilidad de participar en las decisiones políticas. Los modernos, por el contrario, se sentirían libres cuando pudieran dedicarse a sus asuntos privados… De ahí el interés para los modernos del sistema representativo, que permite a los representados no tener que implicarse en la esfera pública. Esta idea no es nueva, ya que había sido expuesta entre otros por Sieyès, para quien la gran mayoría de los franceses no tienen “suficiente instrucción ni suficiente tiempo libre para querer ocuparse directamente de las leyes que deben gobernar Francia” –añadiendo, no sin cinismo, que “puesto que es la opinión de la mayoría, los hombres ilustrados deben someterse a ella igual que los demás–”.
Pese a sus cualidades, Constant encarna bien a ese delegado cínico y manipulador que disimula su antidemocratismo tras bellas palabras, buscando legitimar, a ojos de los electores, su propia ambición política. Sin vergüenza, Constant presenta su tesis en plena campaña electoral, en la que él mismo era candidato: sus conciudadanos deben quedarse en casa para permitirle a él dirigirlos en su nombre y en su lugar. En resumen, Constant está sediento de esta libertad de los Antiguos, puesto que quiere gobernar, pero rehúsa esta libertad a sus conciudadanos.
El círculo se cierra: 1. el representante expresa abiertamente su desprecio por el pueblo políticamente incompetente para discernir el bien común; 2. el representante deduce de ello la necesidad, para la soberanía popular, de ser representada; 3. se designa como miembro de la élite ilustrada que sabrá discernir, defender y promover el bien común; 4. así definido, el bien común no puede avenirse con el espíritu igualitario, y las reivindicaciones de los pobres deben ser yuguladas; 5. la élite política, por tanto, toma partido por la élite económica al tiempo que explica a los ciudadanos que no pueden encontrar su felicidad más que en el espacio despolitizado de la esfera privada.
Históricamente heredado del régimen monárquico feudal, el sistema representativo moderno está filosóficamente legitimado por el antidemocratismo de los que lo instauraron.
LENGUAJE: EL ANTIDEMOCRATISMO DISIMULADO
El antidemocratismo de los padres fundadores, aunque hoy es desconocido, tenía la ventaja de ser asumido abiertamente. El antidemocratismo contemporáneo es más insidioso, pues ha tomado la forma de una propaganda de la democracia.
Concebido como antidemocrático por sus fundadores, el sistema representativo debió esperar hasta los años 1840 para ser etiquetado como “democrático” –sin que se hubieran producido cambios institucionales importantes–. ¿Cómo es posible no seguir marcado por el antidemocratismo original?
En los Estados Unidos, la palabra “democracia” adquiere un sentido positivo cuando aparecen los grandes partidos políticos. En Francia, esta inversión de sentido coincide con la concesión del sufragio universal a los hombres y el aumento de las presiones socialistas. Semejante “manipulación lingüística” no se hizo sola, sino que fue orquestada por la élite política con el propósito de influir sobre el imaginario para asentar la legitimidad de los representantes. Designar las repúblicas como democráticas sólo fue una maniobra para hacer creer que este sistema respondía a los intereses del pueblo –del demos–. Como lo revelan los textos de la época, esta estrategia, que hoy llamaríamos marketing político, fue claramente establecida por la élite política. Así, según el Boston Quarterly Review (11 de enero de 1839), “un partido que no sea percibido como democrático no puede alcanzar ni siquiera una minoría respetable”. Así, el antepasado del partido Demócrata americano, conocido inicialmente bajo el nombre de partido Republicano, adopta el nombre de Democrático Republicano en 1828, para convertirse, finalmente, en Demócrata en 1840.
Mejor aún, su oponente conservador adopta un discurso prodemocrático, pronto denunciado por los “demócratas”: los conservadores “pretenden ser demócratas sólo porque saben que el pueblo está tan apegado a esta palabra que no votará por un partido que no la lleve” (abril de 1840, Quarterly Review de Boston).
Apelando a la “democracia” –sin dar, por ello, más poder al demos–, los modernos, no sólo han engañado al pueblo al que pretendían servir, sino que han traicionado a la propia lengua: ¿Cómo poner al descubierto ahora el antidemocratismo de unos discursos, unas prácticas, unos sistemas y unos hombres políticos alineados bajo la etiqueta de “demócratas”? El deslizamiento semántico que ha conocido la palabra “democracia” constituye, sin duda, el principal golpe maestro de la propaganda política moderna.
LA “AGORAFOBIA” COMO CONCEPTO POLÍTICO
Un nuevo concepto político podría permitirnos pensar lo que parece imposible: el antidemocratismo de nuestra democracia moderna. Proponemos un concepto tomado de la psicología: la agorafobia –“miedo injustificado, a veces acompañado de vértigo, que algunas personas padecen cuando se encuentran en lugares públicos y grandes espacios descubiertos. El agorafóbico, trastornado ante la idea de tener que atravesar una plaza o mezclarse con la multitud, prefiere evitarlos”. El ágora, que inspira el concepto, es la plaza pública que constituye el corazón político y económico de la ciudad democrática en la Grecia antigua, donde se reunían los ciudadanos para ejercer directamente su poder.
Pasando a la política, la agorafobia describe esta desconfianza hacia un pueblo que se gobierna solo, sin que su voluntad no esté filtrada por unos representantes. El filósofo o actor político que sufre de agorafobia política teme la democracia directa, este “caos”, esta “tiranía de la mayoría”. Miedo del pueblo en el poder, la agorafobia política es también un desprecio de las capacidades políticas del pueblo.
Tal concepto no habría sido útil durante la instauración de nuestros gobiernos representativos, puesto que los políticos de la época se declaraban, entonces, abiertamente antidemócratas. Pero luego, al llamar “democracia” a un sistema político fundado sobre bases antidemocráticas, los políticos sedicentemente “demócratas” han atrapado en un cepo el pensamiento a la manera del “Gran hermano” de 1984. Este abuso paraliza la crítica de la agorafobia de nuestras repúblicas. Convierte el nacimiento de las “democracias” modernas en una ruptura con un orden antiguo en que el pueblo no tenía el poder. Nada más falso: siguiendo el espíritu de los fundadores, el sistema representativo es sólo una forma refinada de encarnación de esta agorafobia que siempre ha caracterizado al pensamiento y a la acción política. Hubo algunas raras experiencias libres de agorafobia –como Atenas o las comunas anarquistas–, pero nuestro sistema representativo no forma parte de ellas.