«La falta de pensamiento es un huésped inquietante que en el mundo de hoy entra y sale por todas partes. Porque hoy en día se toma noticia de todo por el camino más rápido y económico y se olvida en el mismo instante con la misma rapidez. Así, un acto público sigue a otro. Las celebraciones conmemorativas son cada vez más pobres de pensamiento. Celebración conmemorativa y falta de pensamiento se encuentran y concuerdan perfectamente». Así se expresaba el filósofo Martin Heidegger en su intervención en los actos conmemorativos del 175 aniversario del nacimiento del compositor Constantin Kreutzer. De la misma manera, el autor de Ser y tiempo manifestó, en algunas de sus obras, el peligro de que
Esto es precisamente lo que ha ocurrido en el 40 aniversario de la muerte de Francisco Franco. La sociedad española atraviesa una de las crisis más agudas de su historia. No es sólo una crisis social y económica, sino igualmente cultural. La actualidad española se caracteriza por una falta de creatividad ciertamente singular y alarmante, algo que viene a ser el reflejo de la privatización, el hedonismo y el narcisismo de nuestra vida social, donde la improvisación, el dinero y la autogratificación marcan la pauta y se han convertido en norma general. Nuestra historiografía y ciertos hispanistas, de los que luego hablaremos, no han sido inmunes, por desgracia, a esta realidad tan descorazonadora. El aniversario de la muerte de Franco no ha suscitado ninguna obra relevante. Lo que ha salido a la luz es lo que temía, a nivel filosófico, Heidegger: la falta de pensamiento y el periodismo sensacionalista convertidos en pseudohistoria.
A lo largo de este año, se han publicado varias obras sobre la figura de Francisco Franco. Ninguna de ellas ha sido excesivamente significativa. Stanley Payne y Jesús Palacios sacaron a la luz hace algunos meses Franco, una biografía personal y política, libro equilibrado y discreto. En la misma perspectiva, se movía El reino de Franco, del veterano periodista Joaquín Bardavío. Un tanto superficial y con tintes grotescos es, a nuestro modo de ver, el libro de Antonio Cazorla, Franco. Biografía del mito, en cuyas páginas nos enteramos que el autor lloró el día de la muerte del dictador y que ahora, cuarenta años después, lo considera un asesino; algo que muestra el convencionalismo del señor Cazorla, catedrático en el lejano Canadá. Interesante y apologética es la obra de Luis Suárez Fernández, Franco y el III Reich. Julián Casanova coordinó una obra colectiva titulada Cuarenta años con Franco, en la que colaboran la plana mayor, en algunos casos ya añeja, de la historiografía izquierdista, Ángel Viñas, Borja de Riquer, José Carlos Mainer, el novelista Ignacio Martínez de Pisón, Enrique Moradiellos, Agustín Sánchez Vidal, etc. Sus opiniones son harto conocidas por los historiadores. Carece absolutamente de valor el libro del periodista José María Zavala, Franco con franqueza, meramente anecdótico.
Por desgracia, quienes han llevado la iniciativa, aunque no excesivamente, fueron Ángel Viñas y Paul Preston, el dúo dinámico de la historiografía española dedicada a la guerra civil y al régimen de Franco; y no por la calidad de su producción, a mi juicio ínfima, sino por su capacidad mediática y de incidir, sin el menor escrúpulo, en factores periodísticos y de denuncia. Ángel Viñas –aspirante, sin duda, a ser el Caudillo de la historiografía española contemporánea– ha publicado un libro titulado La otra cara del Caudillo, en el que, entre otras cosas, acusa a Franco, a partir de una serie de documentos hasta ahora inéditos, de corrupción económica.
Personalmente, tengo mis dudas sobre la solvencia intelectual e historiográfica del señor Viñas. No soy el único, desde luego. Creo que un buen criterio para diferenciar la ciencia del mero prejuicio sería analizar el grado de simplificación del pasado que alberga un determinado relato histórico. En ello se juzga en gran medida la responsabilidad del historiador, que pasa por la selección de los elementos del pasado que deben considerarse relevantes para una comprensión del mismo. Tal responsabilidad hace del historiador un soberano. Como señalara Carl Schmitt en el marco jurídico, soberano es aquél con capacidad para decidir un estado de excepción, esto es, una situación para la que carece de premisas desde las que poder deducir de manera irrefutable la acción correcta que debe emprender, debe decidir qué hacer. Análogamente, la operación es virtud de la cual el historiador selecciona los datos del pasado que engrosarán su relato también constituye propiamente una decisión y, en esta medida, una prueba de soberanía.
Ciertamente, no carece por completo de criterios que le inclinen hacia una u otra decisión. No obstante, al decidir está sólo. De ahí su responsabilidad. De ahí la necesidad de que se pertreche de precauciones hermenéuticas. El señor Viñas –no sé si llamarlo “profesor”– afirma, en sus conversaciones con Mario Amorós, que él prefiere proceder “empíricamente” y “describir lo que ocurrió”. «En ese sentido, me considero un historiador objetivo, pero no imparcial, porque tengo mis ideas políticas: no soy franquista, creo que Franco hizo cosas horribles y no me inspira ninguna simpatía. Ahora bien, si en mis pesquisas encontrara algo que le redimiera, lo expondría de mil amores. Pero en lo que ha sido relevante para mi labor como historiador esto no ha sucedido». Las tesis defendidas por Viñas no sólo en La otra cara del Caudillo, sino en el conjunto de su obra son bastante conocidas y siempre previsibles. Es un historiador sin secreto; siempre sabes de antemano lo que va a decir. Es un hombre no de ideas sino, como diría Ortega y Gasset, de creencias, fijas, berroqueñas; y que utiliza la documentación a su antojo y realiza, frecuentemente, afirmaciones sin prueba alguna que las sustente.
En resumidas cuentas, sus tesis son estas: 1. Franco asesinó al general Balmes. 2. Franco alargó deliberadamente la guerra para matar más y mejor. 3. Su régimen fue una dictadura fascista y antisemita. 4. Franco fue corrupto económicamente. 5. Durante su régimen no hubo auténtico progreso económico y, si lo hubo, fue o por casualidad o contra la propia voluntad de Franco; tampoco hubo Estado benefactor. Como bien puede verse, la interpretación que Viñas realiza de la figura de Franco es de claro sesgo maniqueo, donde la figura del dictador aparece como la representación del “Mal”. Una mezcla indigesta de Nerón y Hitler, pasado por Idi Amín Dada.
La fuerza de Viñas –lo mismo que la de Preston– radica en el apoyo mediático que recibe. Su entrevista con el Gran Wyoming, a la hora de presentar La otra cara del Caudillo, resulta muy significativa, casi enternecedora. De la misma forma, disfruta de un gran apoyo por parte de El País. Cuando Viñas inició su personal campaña contra Franco acusándole del asesinato del general Amado Balmes, el diario madrileño le concedió una extensa entrevista a cargo de Juan Cruz. Sin embargo, Viñas es tan soberbio –y torpe– que, al final, se puso en ridículo. Viñas reconocía no tener “certidumbre” de su acusación, pero, raca, raca, afirmaba: “¡es un asesinato con premeditación y alevosía. Y punto!” (El País, 22-V-2011). Tengo mis sospechas que con el tema de la corrupción económica de Franco ocurrirá lo mismo. Y es que sus matizaciones y distingos no dejan de suscitar un cierto escepticismo sobre la veracidad de esas acusaciones. Por ejemplo, Viñas acusa a Franco de haberse lucrado del envío de 600 toneladas de café por parte del dirigente brasileño Getulio Vargas: un 7,5 millones de pesetas de la época. Pero luego resulta que ese dinero se disolvió en las cuentas institucionales de
Más escandalosa me parece la reedición de la obra de Paul Preston, Franco. Caudillo de España. Hacía tiempo que no me ocupaba de la producción del hombre de Liverpool. Le di por imposible. Sus últimos trabajos, la biografía de Santiago Carrillo y El final de la guerra, me parecieron libros sin interés; puramente convencionales y, en el último caso, un mero seguidismo de las tesis de su compañero de viaje Ángel Viñas. Además, me pareció absolutamente repugnante su apoyo al proceso de secesión en Cataluña. Personalmente, creo que se le debería haber declarado persona non grata; pero, lo que son las cosas, aquí a gentes de esa calaña se le nombra doctor honoris causa por las universidades de Valencia y Extremadura. Así nos va. Pero volvamos a la biografía prestoniana de Franco. El hombre de Liverpool apenas ha renovado su discutible texto, salvo fundamentalmente en los datos que le ha proporcionado Viñas para demostrar la corrupción económica de Franco. Ni que decir tiene que, según Preston, la figura de Franco es paralela a la de Hitler; que no tuvo ningún papel en la neutralidad de España en
Muy denso debió de ser para Preston el contenido de mis críticas, realizadas en El Catoblepas y Razón Española, porque no se ha enterado de nada. Mi crítica iba destinada al conjunto de su obra y no a la biografía de Franco. Preston es un escritor prolífico, aunque sumamente superficial, y una crítica global exige tiempo y espacio. A la biografía de Franco dediqué seis páginas; no merecía más. Posteriormente, tuvo lugar otra polémica sobre su libro El Holocausto español, en el que yo siempre he visto un libro biodegradable, de usar y tirar, meramente efectista, y cuyas tesis me parecen absolutamente indefendibles. En realidad, lo que yo hice fue analizar el conjunto de la obra de Preston a través de los supuestos metodológicos del filósofo Hayden White, desarrollados en su célebre libro Metahistoria, sobre la narratividad inherente, en el fondo, al oficio de historiador.
Para el filósofo estadounidense, el historiador actúa con las mismas técnicas que un novelista; y la historia viene a ser una forma de arte literario. En ese sentido, interpreté a Preston como un narrador sumamente mediocre, cuya trama narrativa era de claro sesgo trágico; su modo de argumentar, mecanicista; y su enfoque ideológico, radical. La biografía de Franco se convertía así en una especie de novela gótica con tonos de comedia bufa. No sé si Preston ha leído a White; siempre me ha parecido un hombre tremendamente tosco de escasas lecturas; y, por eso, no creo que haya entendido el contenido de mi crítica. Cree que lo insulto y no es así. Al mismo tiempo, yo abogaba, en mis artículos, por un esquema polivalente y matizado, como el seguido por los historiadores Renzo de Felice, Emilio Gentile o Marc Clark en sus estudios sobre Mussolini y el fascismo italiano, a la hora de realizar una biografía de Franco. Como era de esperar, Preston sigue eligiendo la senda más fácil y crematística, la del maniqueísmo y la demonología. Algo que hará feliz, como en el caso de Viñas, a su casi analfabeta audiencia.
Y lo mismo ocurre con su tratamiento del antisemitismo conservador español. Sigue sin enterarse de nada: pura demonología. Está en su derecho; pero eso no es historia; es otra cosa. Preston es incapaz de interpretar con un mínimo de fundamento las características del antisemitismo de la derecha española. El antisemitismo es, por desgracia, una enfermedad moral e intelectual que engloba a todas las ideologías, tanto de derechas como de izquierdas. El antisemitismo conservador español es deudor de la perspectiva católica. Pero no se trata, y esto hay que decirlo desde el principio, de un antisemitismo exterminador o racial; es religioso y teológico. Para los cristianos, tanto luteranos como católicos, resultaba hasta hace relativamente poco tiempo inaceptable e incomprensible que los judíos permaneciesen fieles a su religión, negándose a reconocer que la gracia divina había bajado a la tierra encarnada en Jesucristo. En el fondo, esta actitud mostraba el fracaso histórico del cristianismo. De modo que, para la opción cristiana, los judíos eran descendientes de Judas Iscariote, que en castigo por sus pecados habían sido expulsados de Jerusalén y seguían siendo una amenaza para los fieles a Cristo. A diferencia de lo que ocurrió con los paganos, contra los judíos no hubo planes de exterminio por parte de los cristianos. Las iglesias cristianas procuraron su conversión o su marginación. Hasta 1959, la definición en la doctrina católica de los judíos como “herejes” o “traidores” (perfidi) no fue suprimida por Juan XXIII. Tal es el carácter del antisemitismo nacional-católico, distinto tanto del izquierdista, representado por Marx, Lassalle, Proudhon o Dühring, como el racial nacional-socialista. Leemos los diarios del ideólogo nacional-socialista Alfred Rosenberg, y vemos sus quejas de que ni José Antonio Primo de Rivera ni Franco tuvieran un programa antisemita en sus respectivos proyectos políticos, pero de esto nada dicen ni el sectario Viñas ni el vacuo señor Preston. Por otra parte, y esto es historiográficamente muy grave, Preston no hace un estudio comparativo de la política española hacia los judíos con la de otras naciones neutrales durante
Finalmente, he de dar mi propia opinión sobre Franco. Lo haré desde la perspectiva del realismo político que profeso, tributario de Thomas Hobbes, Carl Schmitt, Julien Freund y Raymond Aron. A la hora de interpretar la figura histórica de Francisco Franco resulta indispensable contextualizarla en profundidad. Según señalaba Ortega y Gasset, la trayectoria vital de un ser humano es consecuencia de tres factores fundamentales: la vocación, la circunstancia y el azar. La vocación es el tipo de hombre que la persona en cuestión pretende ser. Consiste en el más íntimo deseo del hombre, en su auténtico “yo”. La circunstancia es el mundo de las cosas en derredor, las facilidades y dificultades con que toda vida se encuentra para realizarse. La circunstancia es un ingrediente esencial de la vida e incluye las facultades y aptitudes personales. El azar es un factor imprevisible que interfiere en ese sistema inteligible que forma la vocación y la circunstancia. Así pues, escribir una biografía es acertar a poner en ecuación esos tres valores.
Francisco Franco no fue, ni pretendió ser, un hombre de pensamiento. Fue un militar y un nacionalista español. Como demostraría a lo largo de su mandato, fue un político frío, realista e implacable, imbuido de una idea casi mesiánica de su misión histórica. Su figura resulta inexplicable sin la yuxtaposición de las dos grandes crisis de la sociedad española contemporánea, la de 1898, es decir, la de identidad nacional, y la de 1917-1939, es decir, la social y política. Franco fue un hombre que vio zozobrar los valores en que hasta entonces se asentaba el concepto de Patria española; el declive del régimen liberal y parlamentario; las insuficiencias del proceso de “nacionalización de las masas” (George L. Mosse) española; el ascenso de los nacionalismos periféricos catalán y vasco; el triunfo y la consolidación de la revolución bolchevique en Rusia y sus intentos de extensión al resto de Europa; el ascenso de los fascismos; y, sobre todo, la amenaza muy real, y nada retórica, de revolución social en España a lo largo del período republicano. La guerra civil no puede interpretarse correctamente si no es a partir de la dialéctica entre revolución y contrarrevolución. En tal contexto, Francisco Franco se mostró como un conservador escéptico hacia las ideologías, cuya convicción última era que, como había demostrado la experiencia republicana, el gobierno y el orden sólo podían resurgir de la autoridad omnipotente y de una comprensión astuta de las pasiones de los hombres. Un pragmático y realista que llegó a la conclusión de que sin un Leviatán que castigase a los revolucionarios, la sociedad española era incapaz de escapar al caos. Con toda seguridad, se creyó llamado a ejercer la función de “dictador tutelar” por la que tanto habían clamado los regeneracionistas finiseculares, como Ricardo Macías Picavea, Lucas Mallada o Joaquín Costa. Su régimen fue, como señaló Rodrigo Fernández Carvajal, una “dictadura constituyente y de desarrollo”. Un sistema más personal que institucionalizado. Una “dictadura soberana”, en el sentido de Carl Schmitt, es decir, que no reconoce ni puede reconocer una normatividad preexistente, y que, en rigor, se atiene al auctoritas, non veritas facit legem, de Thomas Hobbes. Lejos de ser monolítico, el régimen de Franco fue, de hecho, plural, una maraña inextricable de organizaciones y tendencias rivales que competían y se hostilizaban entre sí, y de las que el dictador fue un hábil domador y domesticador. El predominio de una u otra tendencia –falangistas, tradicionalistas, monárquicos, tecnócratas– cambaría, según los períodos, las coyunturas y la decisiva voluntad de Franco, que tuvo, desde el principio, el papel de árbitro y mediador entre aquella abigarrada constelación de fuerzas sociales y políticas.
En ese sentido, mi opinión acerca de Franco se encuentra mi cerca de la que expresó Raymond Aron en sus Memorias. Su largo período de gobierno respondió a una “necesidad trágica”, nacida de la invertebración social, política, económica y cultural de la sociedad española, incapaz de generar en su seno los fundamentos de un orden demoliberal estable. No basaré, sin embargo, en ningún intelectual o sociólogo liberal o conservador, mi juicio sobre su triunfo o fracaso. Es el marxista Perry Anderson quien, en mi opinión, ha visto con mayor claridad la perspicacia de Franco y su triunfo final, en su lúcida obra El Nuevo Viejo Mundo:«Al término de
La victoria de Franco fue completa; de ahí el síndrome que padece, desde entonces, un sector de la izquierda española. No asumirlo es una muestra de infantilismo. Y lo mismo puede decirse del carácter de nuestra historiografía. Uno se maravilla de que antiguos comunistas como Renzo de Felice o judíos e izquierdistas como George L. Mosse o Zeev Sternhell y su escuela puedan escribir con tanta serenidad sobre el fascismo italiano, sobre el nacionalsocialismo alemán o sobre la figura de Mussolini, y en nuestro país, de la mano de Viñas y de Preston, estemos todavía, con respecto a Franco, en el esquema franquismo/antifranquismo, que resulta ya inaceptable en una cuestión de carácter historiográfico, y que es tan sólo válida en las plazas o en los comités de partido. Esa es nuestra miseria y ese es nuestro reto.