Los dos ensayos que se presentan en este libro, con su lógica diferencia de tono y estilo, ofrecen una interesante perspectiva desde la que interpelar a la historia de la cultura española en un periodo de cambio trascendental. Esta perspectiva es aquella desde la que se contempla el movimiento de revisión radical del “hecho político” que se planteó en la encrucijada del periodo de entreguerras, precedida por ese inmenso gozne cultural que fue la crisis de fin de siglo. No podrá decirse que el tema carezca de aproximaciones previas: de hecho, si hay un espacio que ha sido transitado por los trabajos académicos españoles, es el de la historia de las generaciones del 98, del 14, del 23 y del 36, que van punteando el signo de una parábola intelectual cuyo brillo expositivo, contundencia analítica y compromiso social fueron tan ejemplares como sorprendentes.
La desembocadura de aquel debate fascinante, en el que docenas de pensadores con deseos de construir una nación moderna publicaron centenares de textos indispensables para comprender las esperanzas y las exigencias doctrinales de aquel periodo, fue el espanto de una guerra civil que dio al traste con la posibilidad de que se produjera una construcción integradora de la nación española: una nación popular, moderna, reivindicadora de su tradición, plural y reconociéndose como fruto de un largo proceso de incorporación histórica y como base de un potente despliegue en las tareas del porvenir.
La movilización generacional en este periodo que no fue solo de cambio, sino sobre todo de conciencia de una fractura histórica, empezó a plantearse como resultado de una nueva valoración del papel a desarrollar por los más jóvenes, los menos implicados en el viejo orden de cosas, los poseedores de una conciencia más abierta y más libre de prejuicios.
La Europa que había creado el racionalismo y el idealismo para acompañar el triunfo del hombre sobre su entorno y el dominio de la historia sobre la naturaleza, fue capaz de despertar de ese breve sueño de mediocridad en que el positivismo pareció ser la forma más adecuada de organizar un pensamiento hecho a la medida de la vocación de un contable. En todos los espacios, en todas las opiniones, apareció algo que no debe dar lugar a los equívocos de una palabra usada demasiado en balde. El heroísmo de quienes se enfrentaron a un mundo que no les gustaba, que les sublevaba por su indolencia y por su perezosa resignación, era la afirmación de la voluntad frente al reino de la inercia. Era la exaltación del compromiso frente a la norma de la sonriente despreocupación. La retórica puede resultarnos incluso molesta, porque formaba parte de una insolencia provocativa que debía ir acompañada de palabras gruesas y de la inquietante sensación de algo impostado o, aún peor, de la confusión entre entereza y bravuconería.
Y a estos “hombres de carne y hueso”, a ese crudo realismo, a esa implacable contemplación de lo que se abría ante los ojos en una época de transformación ciclópea, se referían los españoles del 98. No llegaban de un vacío cultural absoluto, sino de la paciente labor desarrollada antes que ellos por quienes habían nacido en torno a 1850 y que se habían dedicado con especial ahínco a la ciencia, a la cartografía del subdesarrollo nacional, al examen de la frustración política y a la necesidad de encontrar una genealogía que permitiera averiguar si España era algo que valía la pena salir a buscar de nuevo. Los hombres del 98 crearon estilo, fueron forma, se expresaron en la lírica o la ficción o en un lenguaje que, como el de Unamuno, habría de ser despreciado por Ortega de forma creciente –aunque creo que ahí existe más una disputa de liderazgo que un verdadero debate de principios e incluso de cánones expresivos.
Pero a Ortega correspondió –como correspondió también al olvidado Maeztu– ir anotando sus reflexiones junto al desarrollo de una crisis nacional española que era expresión de una soberbia falla en las estructuras de lo que sin, ánimo de grandilocuencia alguna, hay que llamar civilización occidental.
Y, en eso, España compartía el destino de Occidente, de un modo que la historiografía casera ha empezado a considerar algo más en serio desde hace unos pocos años, tras décadas en las que incluso una guerra civil realizada en el vestíbulo de la segunda de las guerras mundiales, se veía como el resultado del desdichado temperamento de los españoles, de su incapacidad para convivir y de la podredumbre de sus clases dirigentes. Ahora que hemos dejado de ser ese curioso país al que se asoman los hispanistas fascinados por nuestra extravagancia, podemos poner la historia de España en el ciclo de revolución y contrarrevolución, de fascismo y antifascismo, de intenso debate cultural para averiguar cómo podían interpretarse la impresión de decadencia y las compensaciones vitalistas con que quiso atajarse esa sensación de final de época y de un nuevo comienzo. La reflexión que se realiza en este texto sobre la dinámica de la revolución conservadora es una excelente aproximación a un fenómeno complejo, plural, y en el que es difícil hallar más elementos comunes que los tan importantes que se señalan por Jesús Sebastián, aunque él mismo afirme que tales coincidencias no impidieron trayectorias políticas –o formas de salirse de la política– que no fueron idénticas y que, a veces, incluso resultaron antagónicas.
Más allá de los desacuerdos de interpretación o los matices a introducir, los textos de Alsina y de Sebastián nos lanzan lo mejor que puede enviarse a quien se dedica a estas cosas: una valoración y un desafío. No sobre cualquier cosa, no sobre cualquier nimiedad. Sino sobre la materia de la que estuvieron hechos los sueños de una generación, sin olvidar que en su resultado pueden hallarse algunas de nuestras pesadillas. Incluso para comprender esta última incomodidad, hay que empezar por lo que toca: por saber lo que dijeron, por qué lo dijeron y en qué contexto histórico aquel decir fue mucho más que una curiosa extravagancia o un destartalado arcén que circula junto a la confortable autopista de la “verdadera” historia de Europa.