Los atentados del 11 de septiembre de 2001 cambiaron el mapa del mundo: ese día terminaba realmente el siglo XX, aquel que comenzó en los campos de batalla de 1914, y comenzaba un tiempo nuevo en el que el yihadismo iba a estar en el centro del desequilibrio mundial.
Nadie daba crédito: dos aviones comerciales se habían estrellado sucesivamente contra las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York. Era, sí, el mismo escenario del atentado de 1993, pero esta vez en una dimensión aterradoramente superior. Aquel 11 de septiembre de 2001 todo el mundo –literalmente- vio en directo por televisión cómo los aviones chocaban contra el edificio, cómo la torre se incendiaba, cómo el orgulloso monumento del capitalismo internacional se desplomaba en una escena apocalíptica. Al mismo tiempo, otro avión comercial se precipitaba sobre el edificio del Pentágono. Luego se supo que aún hubo un cuarto avión destinado a impactar contra el Capitolio en Washington, pero la resistencia de los pasajeros lo empujó a campo abierto. En total, 2.973 muertos, más de 6.000 heridos y 24 desaparecidos, sin contar los terroristas suicidas. Las autoridades norteamericanas apuntaron inmediatamente a Al Qaeda. Habían sido ellos: la red islamista creada para combatir a la invasión soviética de Afganistán (y que contó inicialmente, por cierto, con abundante dinero americano). Los autores materiales de los atentados fueron diecinueve: quince saudíes, dos de los Emiratos, un libanés y un egipcio. Tirando del hilo apareció una densa red de ciudadanos norteamericanos de origen musulmán, incluidos los imanes de algunas mezquitas, que de un modo u otro habían estado en la conspiración. Y ese día cambió el mundo
No hubo “final de la Historia”
Desde el hundimiento del bloque soviético en 1989, rubricado por la descomposición interior de la URSS dos años después, los Estados Unidos se habían convertido en la única potencia hegemónica: la superpotencia por antonomasia. El discurso del triunfo de la “democracia americana” llenaba no sólo la conciencia de la opinión pública estadounidense, sino también la de sus aliados europeos. No había enemigo que pudiera hacerle frente. Después de casi medio siglo de política de bloques, parecía evidente que ahora todo el planeta caminaría, tarde o temprano, hacia la unificación global en torno a los principios de la democracia liberal de mercado. La propia globalización de la economía, alentada desde el poder a partir de 1990, empujaba hacia tal destino. Eso era lo que había tras la etiqueta del “Fin de la Historia”. Y guardaba perfecta coherencia con el tradicional sueño americano de un Único Mundo (One World) donde los Estados Unidos actuarían como “nación moral” siempre dispuesta a guiar a la humanidad. Por eso los atentados del 11-S alcanzaron una repercusión superior incluso a la de su propio daño físico: eran una súbita transformación del paisaje.
El propósito de los líderes de Al Qaeda, el saudí Bin Laden y el egipcio Al-Zawahirí, era evidente: generar en las sociedades occidentales una conmoción sin retorno.Era previsible que esa conmoción produjera una reacción militar occidental contra el mundo musulmán. Y entonces éste –siempre según la teoría yihadista– entendería finalmente que debía unirse contra el “cruzado” y el “judío” frente a la agresión colonialista, la profanación de la tierra santa del Profeta, la opresión del pueblo palestino, etc. Llegaría así el momento de que la “vanguardia pionera” del islamismo, es decir, Al Qaeda, tomara el mando de la umma, la comunidad de los creyentes. Ellos habían derrotado al imperio soviético años atrás. Ellos habían asestado ahora a la potencia hegemónica del mundo el golpe más fuerte jamás sufrido por los Estados Unidos en su territorio. Ellos, Al Qaeda, eran la espada de Alá. Esa era la estrategia.
Pocas semanas después de los atentados del 11-S, Al-Zawahirí publicaba su libro Los caballeros a la sombra del estandarte del profeta. El libro era importante porque enunciaba todos los tópicos del yihadismo islamista y, por así decirlo, actuó como ”catón” para nuevos militantes. Y, además, Al-Zawahirí planteaba una tesis nueva y altamente significativa, a saber: que Europa era el campo de batalla inminente para la yihad. ¿Por qué? Porque Europa había dejado de ser tierra de creyentes, es decir, tierra de la “Gente del Libro”. Eso, en términos estrictamente coránicos, significa que a los europeos ya no se les puede aplicar la dawa, la predicación, el llamamiento a la conversión, sino que ahora el arma había de ser indiscutiblemente la yihad, la guerra, y atacar y matar hasta forzar la sumisión, como los “caballeros del profeta” Mahoma hicieron con las tribus idólatras del desierto árabe. Ese día, en efecto, había cambiado el mundo.
Europa: en la conmoción subsiguiente a los atentados, Europa descubrió súbitamente que tenía al enemigo en casa. Por todas partes aparecieron informaciones sobre mezquitas en las que se predicaba el odio y sobre ulemas que actuaban como portavoces de la yihad. En Europa había ya decenas de millones de musulmanes, fruto de la emigración sostenida desde treinta años atrás, en cuyo interior germinaba la semilla del islamismo. Una integración social y cultural deficiente o nula, una aplicación extremadamente indulgente de modelos “multiculturales”, una creciente exasperación identitaria en los inmigrantes de segunda o tercera generación, frecuentemente inadaptados o simplemente absorbidos por el sueño de un islam originario… Todo eso había ido construyendo un magma que alcanzaba dimensiones volcánicas en ciudades como Londres, donde el número de predicadores yihadistas era escandaloso. Todos los países europeos miraron en su interior. Lo que vieron les aterró.
Habla la guerra: Afganistán en Irak
La respuesta norteamericana a la provocación yihadista fue proclamar la War on Terror, la “guerra contra el terrorismo”, una iniciativa de muy amplio espectro secundada por la gran mayoría de los aliados de los Estados Unidos y que incluía medidas de diverso género (policial, financiero, político, etc.). La más contundente de las medidas fue la invasión de Afganistán en octubre de 2001. Estados Unidos exigió al régimen talibán que entregara a Bin Laden, allí refugiado. El caudillo afgano, el mulá Omar, dijo que no. Entonces empezó la guerra. Objetivos: uno, desarticular la base central de Al Qaeda atrapando o matando a sus líderes y desmantelando sus campos de entrenamiento; dos, derribar al régimen talibán.
El ataque contra Afganistán deshizo, ciertamente, la mayor parte de la estructura física de Al Qaeda en Afganistán, pero entonces el yihadismo abrió una segunda fase: la de la proliferación espontánea. Todo el “trabajo de red” de los años anteriores se tradujo en la aparición de un sinfín de grupos en todo el mundo musulmán que eran parte de Al Qaeda o decían serlo. En diciembre de 2001, un yihadista de nacionalidad británica, Richard Reid, es neutralizado cuando intentaba hacer explotar un avión que cubría el trayecto Paris-Miami. Reid era un delincuente de poca monta captado en la cárcel y entrenado después en Pakistán. En febrero de 2002, un grupo terrorista de Cachemira, Jaish-e-Mohammed (“el ejército de Mahoma”), secuestra en Pakistán al periodista del Wall Street Journal Daniel Pearl, judío norteamericano, y le obliga a grabar un vídeo de autoacusación; ante la misma videocámara, Pearl es decapitado. En octubre de 2002 aparece en Indonesia una Jemaa Islamiya que coloca dos bombas en Bali y mata a 202 personas hiriendo a otras 209. En Argelia, el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate mata a lo largo de 2002 a más de 1.500 personas en atentados de todo tipo: contra sinagogas, contra turistas, contra niños que juegan al fútbol, contra comunidades campesinas… Y así sucesivamente. La lista de crímenes es abrumadora. Lo esencial es esto: Al Qaeda empezó a funcionar como una red cuyo centro estaba en todas partes y en ninguna. La guerra se hacía universal.
El siguiente paso en la guerra norteamericana contra el terrorismo fue la invasión de Irak en marzo de 2003. ¿Por qué Irak? Desde al menos dos años atrás –y antes, por tanto, de los atentados del 11-Su–, los Estados Unidos contemplaban la opción de establecer un punto fijo de control territorial en Oriente Medio que les sirviera como pivote geoestratégico para controlar una región vital. ¿Controlar qué exactamente? En primer lugar, los movimientos de Al-Qaeda. Además, la ofensiva islamista en Palestina: la segunda Intifada había empezado en septiembre de 2000 con claro protagonismo de Hamas. Añádase el flujo de petróleo y, naturalmente, sus precios. Más la inquietante actividad de Irán, cuyo apoyo a Hezbolá era decisivo. Se trataba de sentar una base física que permitiera cubrir todos esos objetivos, y esto estaba ya decidido al menos desde antes del verano de 2001. Esto es lo que se infiere de las revelaciones del ex secretario del Tesoro Paul O’Neill y coincide con lo que dijo en el mismo sentido el general Wesley Clark, ex comandante de las fuerzas de la OTAN durante la guerra de Kosovo. ¿Y eso no podían hacerlo Arabia Saudí y Turquía? Ya no. Las conexiones saudíes de los terroristas eran demasiado intensas y, en cuanto a Turquía, desde unos años atrás estaba asistiendo al crecimiento del “islamismo moderno” encabezado por Erdogan. Además, era también cuestión de prestigio: había que demostrar a todo el mundo que los Estados Unidos eran, en efecto, la única potencia hegemónica. E Irak, país muy debilitado, pero con unas fronteras muy apetecibles e importantes recursos petrolíferos, era el objetivo idóneo.
Desde un punto de vista bélico convencional, las guerras de Afganistán e Irak fueron rápidas y relativamente simples: se trataba de derrotar a ejércitos técnicamente inferiores, controlar el territorio, desmantelar las estructuras de poder y poner en su lugar a gobiernos nuevos que se esperaba poder formar con la propia oposición local. En Afganistán las operaciones militares comienzan el 7 de octubre y sólo dos meses después se ocupa Kandahar, la capital talibán. En Irak ocurriría algo semejante. Los combates propiamente dichos duraron poco. La ofensiva comenzó el 20 de marzo de 2003 y Bagdad cayó el 12 de abril.El 1 de mayo, el presidente George W. Bush declaraba formalmente el fin de los combates. La idea era nombrar ahora una “administración provisional” hasta que se pudiera reclutar un nuevo gobierno de entre las facciones de oposición al régimen de Sadam Hussein. Pero todo salió mal.
La expansión universal de Al Qaeda
Todo salió mal porque enseguida surgieron por todas partes, tanto en Afganistán como en Irak, grupos armados de mayor o menor tamaño que hacían la guerra por su cuenta, lo mismo para atacar a los americanos que para saquear las ciudades arruinadas o incluso para pelearse entre sí. La gran mayoría de esos grupos imprimía a sus acciones el sello de Al Qaeda. Y frecuentemente, por cierto, sólo el sello, porque a estas alturas Al Qaeda ya se había convertido sobre todo en un nombre que mil y un grupos yihadistas en todo el mundo esgrimían a modo de contraseña. Algunos formaban parte del entramado de Bin Laden. Otros se envolvían en esa bandera con el objetivo de ser adoptados por el gran referente de la yihad del siglo XXI.
Contar mil y un grupos tal vez sea quedarse corto. En 2002 aparece en Nigeria la milicia fundamentalista Boko Haram, fundada por el alfaquí salafista Mohammed Yusuf, que reivindica la doctrina de Ibn Taymiyya. En mayo de 2003, catorce yihadistas suicidas del Grupo Islámico Combatiente Marroquí, que es uno de los brazos del salafismo en el Magreb, atacan la Casa de España, el hotel Farah y diversos centros judíos en Casablanca y matan a 33 personas (además, doce de los suicidas murieron). Noviembre de ese mismo año es un mes negro, en Estambul, Turquía: dos coches bomba simultáneos contra sendas sinagogas (23 muertos y 277 heridos), dos atentados con bomba frente al consulado inglés y el banco HSBC (27 muertos, entre ellos el cónsul británico, y 450 heridos), dos bombas más en Ankara… Los atentados fueron reivindicados por el Frente de los Combatientes Islámicos del Gran Oriente y las Brigadas de Abu Hafs al-Masri. ¿Quiénes son? La policía turca aseguró que se trataba de Al Qaeda.
¿Todo eso era Al Qaeda?Sí. En el bien entendido de que Al Qaeda ya no era propiamente una organización, sino un aglomerado horizontal de células islamistas repartidas por todo el mundo que sacaban provecho de las redes de financiación, entrenamiento, logística, municionamiento y, por supuesto, ideología tendidas por Bin Laden y Al-Zahawirí desde Afganistán. Este último aspecto, el de la ideología, es absolutamente básico para entender todo lo que había pasado por el momento y lo que aún había de pasar. Porque sosteniendo al despliegue de muerte de Al Qaeda y sus mil y un rostros, había y aún habría en el futuro inmediato una interpretación literalista del Corán que bebía en las mismas fuentes de Mahoma, de las escuelas de jurisprudencia, de la yihad tal y como fue definida en el siglo VII, de los Ibn Taymiyya y compañía, y de los teóricos “revivalistas” del islamismo desde Maududi hasta Qutb, y todo ese magma hecho de pasado que no pasa, de Historia congelada, de identidad exasperada por la derrota, de “caballeros a la sombra del profeta”, todo eso era envuelto por las voces de mil imanes, desde sus mezquitas, en una promesa suicida de redención que a su vez era escuchada con fascinación por cientos de miles de musulmanes en todo el mundo. Y de modo muy particular, en Europa.
¿Podemos seguir? El 11 de marzo de 2004, Madrid. El 7 de julio de 2005, Londres. Cuando alguien tuvo la ocurrencia de animar a la oposición “democrática” en los países musulmanes y estimular la llamada “primavera árabe”, el balance fue un recrudecimiento del islamismo. Y cuando alguien quiso repetir en Siria el intento de Irak, el resultado fue una guerra civil a cuyo calor creció el monstruo del Estado Islámico, nacido directamente de una escisión de Al Qaeda.
Todo lo que hoy estamos viviendo empezó entonces, aquel 11 de septiembre de 2001. Los atentados de las Torres Gemelas, el gran golpe de Al Qaeda, globalizaron el terror, propagaron el terrorismo yihadista por todo el mundo y dieron la señal de partida para una guerra que aún continúa.