Rusia, metapolítica del otro mundo (V)

Prosigue nuestra serie sobre Rusia. Hoy les presentamos la quinta entrega.

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¿Hacia un imperio eurasiático?

El 29 de mayo de 2014 se firmaba en Astaná el tratado de creación de la Unión Euroasiática. Rusia, Bielorrusia y Kazajistán – pronto seguidos por Armenia – pasaban a formar un bloque de 180 millones de personas, con un 15% de la superficie terrestre del planeta. Europa y América observan con recelo. ¿Reconstitución del espacio soviético? ¿Hacia un nuevo imperio eurasiático?

Con el Tratado de Astaná “Eurasia” se convierte en una realidad geopolítica. No en vano el impulsor de esta iniciativa fue el Presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbayev, un eurasista convencido. Hasta el punto de haber fundado la “Universidad Nacional Eurasiática Lev Gumilev”, llamada así en honor del más célebre de los eurasistas rusos.

Es también significativo que la Unión Europea – que suele prodigarse en parabienes ante los procesos de integración regional – haya guardado en este caso un digno silencio. La Unión Europea es consciente de sus diferencias con la nueva organización regional. Mientras que Bruselas es hoy un laboratorio de la globalización, la Unión Eurasiática nace con vocación de bloque regional. Frente a la globalización global – modelo anglosajón – la Unión Eurasiática apuesta por una globalización parcial.

Para Occidente la nueva organización regional es un disfraz del imperialismo ruso. Y para muchos observadores el eurasismo es una “ideología orgánica” al servicio de los amos del Kremlin. ¿Hay algo de cierto en ello?

 

Lev Gumilev y la renovación del eurasismo

Decíamos arriba que la Universidad de Astaná ostenta el nombre de Lev Gumilev. Este historiador, etnólogo y antropólogo soviético continúa siendo, tras su muerte en 1992, el más célebre eurasista ruso. Su obra constituye el punto de inflexión entre el eurasismo clásico surgido en los años de entreguerras y el denominado neo-eurasismo ¿Cuál es la diferencia entre ambos movimientos? [1]

Una diferencia no sólo cronológica sino también de contenidos. Si el eurasismo tenía un perfil académico, el neo-eurasismo tiene un carácter básicamente polémico. Su campo de acción es la batalla de las ideas. Y en contraste con su predecesor, su corpus teórico es más permeable a las referencias europeas.[2]

Otra peculiaridad del neo-eurasismo es que ya no se trata de un fenómeno exclusivamente ruso. Se ha descentralizado, por así decirlo. Un buen número de actores políticos e instituciones de Asia Central asumen el enfoque eurasista, de forma que tanto las etnias no rusas (kazajos, turcos, tártaros, kirguises, buriatos, calmucos) como el Islam postsoviético refuerzan su papel en la forja de Eurasia. La referencia euroasiática – conjugada en el tono de “amistad entre los pueblos”–  se ha convertido en el elemento aglutinador de un proceso de integración regional que empieza por lo económico, pero que apunta ambiciones más amplias.

Pero lo que el neo-eurasismo ha ganado en extensión lo ha perdido también en cohesión interna. Se trata de un fenómeno polimorfo que varía según los contextos nacionales, y que se divide además en varias corrientes: hay un neo-eurasismo cultural como lo hay económico, geopolítico, altermundialista… El neo-eurasismo también se ha especializado.

No existe, entre eurasistas y neo-eurasistas, una lógica de maestros a discípulos. Los segundos tienden a considerar a los primeros como sus precursores e incluso difieren de ellos en aspectos esenciales. La obra de Lev Gumilev constituye, como señalábamos antes, el punto de inflexión.

 

Pasionariedad

Lo que a Lev Gumilev más le interesaba era el estudio de las “causas primeras”: aquellas que provocan la combustión de la historia, aquellas que ponen en marcha a los pueblos. Y consideraba que la más decisiva de las “causas primeras” consistía en un factor intangible, casi envuelto en el misterio.

Gumiliev daba el nombre de pasionariedad (passionarnost) al hecho de que ciertas etnias o individuos se comporten a veces, sin explicación racional aparente, de una manera extraña, realizando actos o hazañas que superan el horizonte de la vida cotidiana común a su entorno. La pasionariedad es una especie de energía explosiva, misteriosa, inexplicable, que pone en marcha a los pueblos y a las tribus”.[3] Para Gumilev “la gloria, la felicidad, la victoria, la acumulación de riquezas o de valores, el desarrollo de la cultura o de la religión (…) serían el producto de la pasionariedad, o sea en las antípodas del instinto de conservación, puesto que aquella puede llevar a un hombre a morir por sus ideas”.[4] Asociado al de pasionariedad, Gumilev pone en circulación otro concepto clave en su pensamiento: la etnogénesis; esto es, el “impulso cósmico” que transmite pasionariedad y que lanza al hombre a terrenos nuevos e inexplorados, antes inalcanzables.

Aunque el lenguaje empleado pueda resultar ambiguo, estas ideas no deben interpretarse en clave esotérica. La pasionariedad se define como un fenómeno no sólo psicológico sino también físico, como “un plus de ’energía química’ o ’cósmica’ recibida por ciertos hombres. Para apoyar su tesis, Gumilev recurre al concepto de biosfera, entendida como “entorno ecológico autorregulado” del que dependen los procesos energéticos que tienen lugar en el organismo humano. Así existe, según él, una vinculación entre el etnos como colectivo de individuos y la capacidad del hombre, en cuanto organismo vivo, para absorber la energía bioquímica de la materia viviente de la biosfera”.[5]

Se trata de un proceso – la etnogénesis – que el estudioso del eurasismo Stefan Wiederkehr resume del siguiente modo: “una serie de impulsos energéticos procedentes de la atmósfera conducen a mutaciones genéticas y a cambios selectivos en determinados individuos –  que Gumilev denomina “pasionarios” (passionarii) – que se ven así empujados hacia objetivos más altos, frecuentemente ilusorios, que se sitúan por encima del valor de la vida humana. Cuando el impulso es suficientemente fuerte y el número de “pasionarios” en un grupo humano es suficientemente alto, tiene lugar la formación de un etnos. El etnos se define como  una “totalidad sistémica” (sistemnaja celostnost) con pautas de comportamiento específicas y genéticamente determinadas. La reunión de varias etnias con un mismo nivel de pasionariedad da lugar a un superetnos. Un superetnos recorre normalmente un ciclo de auge, apogeo, inercia y decadencia que puede durar entre doce y quince siglos”. [6]

Ni que decir tiene que las grandes conquistas tienen lugar cuando un etnos se encuentra en la cima de su pasionariedad. El diagnóstico de Gumilev es pesimista: el agotamiento progresivo de la pasionariedad coincide con la acumulación de medios tecnológicos y de valores ideológicos que redundan en la muerte interior del etnos. Éste pasa a diluirse en su entorno y a continuar existiendo “fuera de la historia”.

Para Gumilev, el sentimiento comunitario está también ligado a un alto grado de pasionariedad. “El sentido de pertenencia a una colectividad nacional es algo innato y no adquirido, cada ser humano pertenece genéticamente a la colectividad de sus padres. El proceso de etnogénesis está vinculado a un signo genético enteramente determinado”. La pasionariedad se presenta así – señala Marlène Laruelle – como “un atributo genético que se trasmite de manera hereditaria en el seno del etnos y que permite explicar los fenómenos que no están fundados en una deliberación racional”. [7]

Gumilev imprime al eurasismo un gran giro, en cuanto que hace depender el desarrollo histórico no solamente de la geografía, sino también de los procesos bioquímicos y las determinaciones genéticas. Cada pueblo – según la edad biológica que Gumilev le asigna – conoce una tasa previsible de individuos con alto o bajo nivel de pasionariedad. En este sentido Europa y el superetnos ruso se encuentran en diferentes estadios de su recorrido cíclico. Rusia, según sus cálculos, tiene unos quinientos años de retraso y es por lo tanto “más joven”.

 

Neo-eurasismo e incorrección política

Así como Gumilev da a los factores étnico-biológicos una importancia ausente en el eurasismo clásico, también, en contraste con éste, se muestra muy crítico hacia el Islam. La conversión de la “Horda de Oro” al Islam en 1312 marca a su juicio “la ruptura de la simbiosis entre Rusia y el mundo mongol.[8] A partir de entonces el mundo tártaro pasa a integrarse en el superetnos musulmán y el Estado de Moscovia se convierte en el heredero legítimo del imperio de las estepas”. Gumilev se alinea con el eurasismo más ortodoxo cuando afirma que el mundo nómada no representa la alteridad, sino la identidad de Rusia. Y que la estepa sólo adquiere su sentido como parte orgánica del imperio. “Cualesquiera que sean sus diferencias reales,  los tártaros no son un pueblo ajeno, sino interior al pueblo ruso”.[9] Al igual que en sus predecesores de los años 1920, la obra de Gumilev es una llamada para que Rusia descubra su “Oriente interior”.

Un elemento interesante de Gumilev– en cuanto políticamente escandaloso para la mentalidad actual – es su rechazo del mestizaje y la contraposición que realiza entre éste y la idea de simbiosis. La simbiosis es, para Gumilev, “la variante óptima del contacto étnico: cuando los etnos viven separadamente unos al lado de otros, manteniendo relaciones pacíficas pero sin inmiscuirse en los asuntos ajenos”. Esta “complementariedad positiva” no tiene nada que ver con la asimilación ni con el mestizaje: un concepto que Gumilev critica violentamente, puesto que “los pueblos no pueden mezclarse sin destruirse”. Igualmente señala – en una fórmula que hace pensar en Levi Strauss – que un cierto grado de endogamia es necesario, porque el mantenimiento de un “fondo genético” es lo que hace posible preservar las tradiciones étnicas y la cultura de un pueblo.[10] En ese sentido previene a sus compatriotas de que cualquier veleidad de ingresar en el “círculo de las naciones civilizadas” – es decir, en un superetnos extraño –  conllevaría la asimilación, esto es, la extinción del superetnos ruso.[11] Gumilev califica al eurocentrismo de “aberración contra la humanidad” y le opone un principio que, muchas décadas después, se convertirá en un leit-motiv para los resistentes a la globalización: el policentrismo (lo que en lenguaje político actual se denomina multipolarismo). 

La obra de Gumilev rebasa con mucho la interpretación sobre Eurasia. Se trata de una visión cíclica de la historia en la que se aprecian ecos de Giambattista Vico, de Oswald Spengler, de Mircia Eliade y de Arnold Toynbee. Una visión en la que asoma esa actitud trágica que ya estaba presente en Maistre, en Tolstoi y en Dostoyevski, y que es una constante de la gran cultura rusa.

¿Y si las teorías de Gumilev nos dieran, después de todo, una clave explicativa del desencuentro crónico al que Rusia y la Europa actual parecen abocadas? ¿Cuestión tal vez de diferentes niveles de pasionariedad? Europa ha querido desterrar lo trágico. Nietzsche se refería a las “respuestas feminoides e histéricas ante lo trágico de la existencia”, y con ello predecía el rumbo que terminaría tomando la sociedad europea. Una sociedad, según parece, con la pasionariedad bajo mínimos.

Apología de la barbarie

Si con Lev Gumilev el neo-eurasismo se confunde con una “ciencia del etnos”, con el politólogo Alexander S. Panarin se aproxima al pensamiento anti-globalización.[12]Señala Marlène Laruelle que, entre todos los neo-eurasistas, Panarin es el que mantiene una relación más sutil con Occidente. Si por un lado se muestra favorable a lo que él denomina “occidentalismo” – que él identifica con la tradición europea de liberalismo político –, por otro lado denuncia lo que denomina “occidentalización” (westernisation), entendida como el proceso impulsado por los Estados Unidos de capitalismo salvaje, decadencia moral y social e imposición de un modelo cultural uniforme. Panarin define la globalización como una democracia limitada a un grupo de privilegiados “sin fronteras”, mientras que el resto de la humanidad se ve consignada a “un mundo de conflictos de baja intensidad y a un ecocidio permanente”. Igualmente acusa a Europa de practicar un “racismo democrático” en cuanto que sólo acepta su propia interpretación de la democracia: la del “hombre blanco” de herencia cultural católica o protestante.

Como todos los neo-eurasistas Panarin comparte la perspectiva – teorizada por Samuel Huntington –  del “choque de civilizaciones” como explicación del mundo de la post-bipolaridad. Será precisamente esa renovación de la consciencia “civilizacional” la que impida, según él, el “fin de la Historia” pronosticado por Fukuyama. Igualmente critica el “pensamiento único” que aspira a universalizar el modelo liberal norteamericano. Un intento abocado al fracaso. En realidad nos encaminamos hacia un mundo multipolar. Hacia un escenario en el que “el acceso a lo universal pasa por la patria”. No por la pequeña patria localista o étnica ni por la “nación a la occidental”, sino por la “gran patria” que sitúa a cada hombre en el contexto amplio de una civilización. Término este último que Panarin asimila al de imperio.

La filiación neo-eurasista de Panarin asoma en su creencia en las “invariables culturales” como explicación del sentido profundo de la historia. Ahí se sitúa en la estela de Herder, del romanticismo alemán y de los eurasistas de los años 1920. Al igual que éstos Panarin reivindica el papel histórico de los mongoles: el “yugo” tártaro sería el elemento positivo que habría permitido a Rusia dominar la estepa, transformarse en un imperio. La verdadera Rusia habría nacido en la Moscovia medieval “por la conjunción entre ortodoxia y estatismo mongol, entre rusos y tártaros”. La presunta “barbarie” de los mongoles habría sido, por lo tanto, el catalizador del destino histórico ruso. Pero la “barbarie” es algo más que una fase del pasado. Es también una “invariable cultural”. Y como tal continúa siendo, en pleno siglo XXI, un motor de la historia.

¿Apología de la barbarie? Lejos de ser una rémora de las sociedades preindustriales, la barbarie es postmodernidad en estado puro. Para Panarin “el futuro pertenece a aquél que se encuentra en retraso, al ’pueblo joven’ – noción hegeliana y herderiana – que podrá evitar los errores de las sociedades industriales y sortearlos”. No se trata en su caso del culto al “nómada virgen de toda cultura” llamado a regenerar las sociedades decadentes (tema recurrente del eurasismo clásico) sino de una inversión de criterios de valor: “la barbarie total no es el producto de una herencia arcaica sino el resultado de experiencias post-civilizacionales, de la superación de las tensiones y contradicciones del mundo moderno”.[13]

 

¿Hacia un imperio posmoderno?

Igualmente postmoderna es la reivindicación – planteada por Panarin – del “imperio” como sinónimo de “pluralismo”. Así como existe un pluralismo centrado en los derechos sociopolíticos del individuo, existe también un pluralismo que no es políticosino civilizacional. El pluralismo eurasiático es, en este sentido, el estricto contrario del occidental. Si éste exalta los derechos individuales mientras lamina las identidades colectivas, el modelo eurasiático prescinde de la democracia occidental, pero exalta las formas de vida y la autonomía de las naciones. Frente al modelo “republicano” con su democracia individualista se alza el imperio con su “democracia civilizacional”. El imperio sería además la fórmula que mejor se adecua a la naturaleza de Eurasia, en cuanto “materializa políticamente su horizontalidad geográfica” así como su diversidad nacional y religiosa. Frente a las implosiones regionales y étnicas – el caos del choque de civilizaciones – el imperio asegura una ideología del orden.[14]

Pero no puede haber imperio sin Imperium, esto es, sin principios rectores. Para Panarin éstos deben buscarse en lo religioso. Lo religioso se asimila, en su lenguaje, a unos “valores morales” que otorgan legitimidad al Estado. A unos principios que “sacralizan los actos de la política”.[15] Como ideología del imperio lo religioso “fija un universal de cultura y de moral supraétnica, crea un tipo de comunidad espiritual que trasciende el localismo”. No se trata de un confesionalismo ni de una teocracia – lo importante no es el dogma ni los aspectos trascendentes de la fe – sino de “una religiosidad ritualizada y nacionalizada”, “secularizada” por así decirlo, que integre las religiones tradicionales de Eurasia. El hecho religioso toma así en Panarin – al igual que en la tradición eurasista – un cariz similar al que tenía en la antigua Roma: la religión como asunto de la polis. [16]

En sus reflexiones sobre la globalización y la posmodernidad, en su defensa del multipolarismo, de la diversidad y del arraigo, en sus ideas sobre la sociedad postindustrial y la autolimitación del consumismo, en su invocación a los nuevos bárbaros, en su llamada a una resacralización del mundo y en su reivindicación del imperio, Panarin enlaza con ciertas corrientes no-conformistas europeas, tales como el ecologismo o la “Nueva derecha” francesa.[17]

Una proximidad intelectual – la de la “Nueva derecha” – muy acusada en el más mediatizado de los pensadores neo-eurasistas, Alexander Duguin. Un personaje al que los “expertos” occidentales insisten en describir como el gurú de la extrema derecha rusa o como una especie de “Rasputin” del Kremlin. ¿Hay algo de cierto en eso?

 

Alexander Duguin: entre el neo-eurasismo y la cuarta teoría política

Alexander Duguin representa el neo-eurasismo más activista y más politizado. El más revolucionario también, en cuanto que se plantea como una insurrección radical contra la modernidad. Para ello Duguin no duda en recurrir a todas las armas de la provocación – el esoterismo, la agitación política, el ciberactivismo – desde un enfoque gramsciano de guerrilla cultural permanente. De entre todos los neo-eurasistas, Duguin es seguramente el menos condicionado por afanes de respetabilidad y consideración a las jerarquías. Tal vez por eso es también el más libre.[18]

Para Duguin el eurasismo es ante todo geopolítica. Pero la geopolítica es para él “no una disciplina científica sino una Weltanschauung, una metaciencia que engloba otras ciencias y les da sentido. La geopolítica es una visión del mundo (…) que se encuentra al mismo nivel que el marxismo y el liberalismo. Es decir, al nivel de los sistemas de interpretación de la sociedad y de su historia”. Más que una ciencia la geopolítica es para Duguin la versión secularizada de un saber tradicional: la geografía sagrada[19]

La geopolítica está, por definición, al servicio del Estado en el cual se elabora. En el caso de Duguin, al servicio de la Rusia postsoviética. “Nuestro patriotismo – afirma – no es sólo emocional sino también científico, fundado sobre la geopolítica y sus métodos”. ¿Cuál es, a su juicio, el elemento vertebrador de la geopolítica rusa? Éste no es otro que la oposición (formulada en su día por H. J. Mackinder) entre la “civilización talasocrática” –  marítima, anglosajona, de espíritu mercantilista –  y la civilización continental – eurasiática, ortodoxa, musulmana, de espíritu “socialista” –. Una oposición irreconciliable tanto en el plano material como en el metafísico: si Occidente representa el ocaso, la decadencia, Eurasia – el país donde surge el sol – representa el renacimiento. Geopolítica y escatología se confunden así en unos enunciados que serían impensables fuera de la órbita cultural rusa.     

Autor de un eclecticismo pasmoso, los referentes intelectuales de Duguin son preferentemente foráneos: el siglo XX europeo en su parte maldita. El núcleo duro de su pensamiento – su parte esotérica – se remite al tradicionalismo formulado por René Guenon y Julius Evola como una rebelión radical contra el mundo moderno. Igualmente esencial es su adhesión a los principios de la “revolución conservadora” alemana de los años 1920, a la filosofía de Heidegger y a los teóricos de la geopolítica clásica. La originalidad de Duguin consiste en haber “reabastecido” doctrinalmente el eurasismo en las fuentes no-conformistas europeas para reconducirlo hacia otra dimensión. De una escuela de pensamiento “de Rusia y para Rusia” el neo-eurasismo deviene así una teoría revolucionaria de alcance global; se “desterritorializa” y asume los rasgos de un antioccidentalismo activo, de un paradigma para los resistentes al nuevo orden mundial. “Un eurasista – señala Duguin – no es un habitante del continente eurasiático, sino más bien el hombre que asume voluntariamente la posición de una lucha existencial, ideológica y metafísica, contra el americanismo, la globalización y el imperialismo de los valores occidentales”.[20] 

Ese neo-eurasismo metageográfico adquiere en Duguin un nombre: la cuarta teoría política. Una alternativa frente a las tres ideologías de la modernidad: el liberalismo, el marxismo y el fascismo/nacionalsocialismo. Derrotadas las dos últimas y revelándose el liberalismo como la esencia misma de la modernidad, la cuarta teoría política es para Duguin la síntesis de todo aquello que no es moderno: la premodernidad y la postmodernidad. Pero mientras la modernidad es global y uniforme, la pre-modernidad no lo es. Cada pueblo tiene la suya propia. Por eso el rechazo del orden mundial americanocéntrico, occidental y capitalista debe combinar necesariamente las tradiciones locales con las acciones revolucionarias globales, para desembocar en un proyecto de futuro multipolar.[21]

“Situada en la zona de intersección de las tendencias culturales y civilizadoras del Este y del Oeste, Rusia está destinada – afirma Duguin – por el simple mérito de su posición geográfica, a devenir el motor de un bloque contra-hegemónico, de una alianza revolucionaria global que reúna a todos aquellos que se opongan a la hegemonía, al eurocentrismo y racismo implícitos en la idea de la universalidad de los valores occidentales y de su vía hacia la modernización. Frente a ello la unidad eurasiática representa un “postmodernismo alternativo”: la propuesta de un orden multipolar que toma como principio de organización no los Estados modernos (herencia del “sistema de Westfalia”), sino las civilizaciones. Frente a la civilización como inercia – el caso de los imperios premodernos  – la civilización como objetivo y como proyecto.

¿Neofascismo a la rusa?

¿Es el neo-eurasismo duguiniano un neofascismo a la rusa? La caracterización que suele hacerse de Duguin como muñidor “rojo-pardo” de una alianza entre nacionalismo ruso y ultraderecha europea es una amalgama interesada. Muy poco tiene que ver Duguin con el nacionalismo chauvinista: una postura que le parece tan peligrosa como obsoleta.[22] Por otra parte su patriotismo no es “nacional” sino “estatista”: Rusia como Estado multiétnico y el pueblo ruso como un compuesto de diferentes etnias (el “pluralismo de civilizaciones” que decía Panarin).[23] Si bien Duguin rechaza el modelo del mestizaje – que considera suicida para el pluralismo – no menos nefasta le parece la teoría de la “pureza racial”. Ambas actitudes conducen al etnocidio. Al igual que Alain de Benoist en Francia, Duguin trata de “desvincular la afirmación identitaria de la cuestión del nacionalismo” y defiende por tanto “un nacionalismo no xenófobo (…), racional y sereno, que se nutre de todo tipo fuentes alternativas: el fundamentalismo religioso, el tercermundismo y el ecologismo de izquierdas”[24].

Duguin presenta su “cuarta teoría política”, en primer término, como una “purga” de los elementos indeseables que están presentes en las tradiciones no-liberales: del socialismo se rechazan los aspectos ateos, materialistas y modernistas; del fascismo se rechazan el racismo y el nacionalismo. Pero – subraya Duguin – eso no nos proporciona, por simple adición mecánica, el resultado final. Éste sólo puede alcanzarse recurriendo a las fuentes de inspiración premodernas, a las tradiciones de cada pueblo; y sobre todo, construyendo el no-liberalismo del futuro. Se trata de una alternativa que debería ser “completamente nueva, inventada, descubierta, conquistada con dificultad, si así se prefiere. Tal vez surgirá como una revelación, pero debemos pensar y vivir en esa dirección – en la expectativa de una ideología contra-liberal”.[25]

Una tarea abrumadora, si pensamos que el liberalismo ha cesado de ser una ideología o forma política para convertirse en el orden objetivo de las cosas. El liberalismo ha devenido biopolítica (Foucault), de forma que pensar fuera de él se hace hoy inconcebible. En esta tesitura se trata de abandonar la lógica liberal. De cortar el nudo gordiano. De construir la contra-hegemonía, la sociedad post-liberal del futuro. ¿Será Eurasia su laboratorio?

 

El sol rojo de Eurasia

La voluntad es más fuerte y más asombrosa en ese enorme imperio fronterizo donde Europa, por así decirlo, retrocede deslizándose hacia Asia, en Rusia. Allí la fuerza de voluntad ha sido almacenada y acumulada, allí la voluntad aguarda amenazadoramente – no sabemos si es voluntad de negar o  voluntad de afirmar – para ser desencadenada.

FRIEDRICH NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal

¿Es el eurasismo el nuevo nombre del imperialismo ruso? ¿Es la Unión Eurasiática el primer paso hacia la reconstrucción del espacio soviético? Las señales de alarma occidentales se disparan y apuntan hacia los neo-eurasistas como presuntos suministradores de la nueva ideología imperial. Una aseveración que merece relativizarse.   

En primer lugar no se trata, en el proyecto eurasista, de la restauración bajo otro nombre del antiguo imperio zarista (modelo de la colonización) o de la reconstrucción de la Unión Soviética (modelo socialista). Se trata más bien de una integración regional voluntaria, inspirada – en sus aspectos procedimentales – en la metodología de la Unión Europea. ¿Eurasia como imperio postmoderno?

En segundo lugar, si bien el neo-eurasismo ha encontrado su lugar en la renovación del discurso patriótico de la era post-Yeltsin, ello no significa que sea la ideología oficial del Kremlin. Vladimir Putin, básicamente un pragmático, nunca ha adoptado un discurso explícitamente eurasista. Y si un teórico como Alexander Duguin puede tener cierta audiencia en  círculos del poder, de ningún modo puede considerársele el “Consejero del Príncipe”. Duguin se limita a defender sus ideas, en concurrencia con otros muchos centros de influencia dentro del país. Una cuestión aparte es la de académicos como Lev Gumilev o Alexander Panarin: “sus teorías son presentadas – señala Marlène Maruelle –  como norma científica y enseñadas a decenas de miles de estudiantes, por lo que es muy posible que Gumilev sea más pertinente que Duguin para comprender a la Rusia contemporánea”.[26]

Ahí reside principalmente la fuerza del eurasismo: en su poder de penetración capilar en sectores clave de la sociedad rusa; en su capacidad de generar un discurso autóctono frente al nuevo orden mundial. La caída de la Unión Soviética dio paso a un vacío ideológico que se combinó con un deseo mimético de Occidente. Superada esa fase, el país eurasiático aprende a marchas forzadas una lección esencial : en un mundo globalizado, el hard power se revela inútil si no va acompañado de un soft power eficaz, sin una narrativa propia que contrarrestre la colonización del imaginarioirradiada por el Occidente mundialista. La ventaja del eurasismo es que proporciona esa narrativa. Y ello en un doble nivel: en el plano racional y en el de la creación de imaginario, esto es, en el discurso mítico. Un elemento esencial este último,  si a lo que se aspira es a trascender las elaboraciones intelectuales y a generar una auténtica fuerza movilizadora que se alce frente a la unificación cultural mundial.[27]    

La aportación del neo-eurasismo es precisamente ésa: la de situarse en la reacción mundial frente a la globalización. El neo-eurasismo transforma la especificidad rusa en “un modelo universal de cultura, en una alternativa al globalismo atlantista, en una visión también global del mundo”.[28] El neo-eurasismo retoma así uno de los rasgos más genuinos del pensamiento tradicional ruso: su carácter escatológico y mesiánico. El eurasismo deviene un arqueofuturismo,[29] una “apología de la barbarie” que no duda en afirmar que, ante los estragos del desarrollismo occidental y el futuro postindustrial de nuestras sociedades, el “arcaísmo” de Rusia constituye en realidad una ventaja. Ante los obstáculos insalvables, los bárbaros prefieren siempre cortar el nudo gordiano. Tal vez sea en las estepas de Eurasia donde se resuelva el destino de la modernidad. En el Heartland de los geógrafos, en el corazón de la Isla mundial.

 

[1] Lev Gumilev (1912-1992) – señala Marlène Laruelle – es una personalidad atípica, a la vez oficial y disidente, dentro del mundo intelectual soviético. Hilo del poeta Nikolai Gumilev (1886-1921, ejecutado por los bolcheviques) y de la poetisa Anna Akhmatova (1889-1966), Lev Gumilev fue arrestado y deportado en los años 1930, tomó parte en la batalla de Berlín y fue nuevamente deportado. Tras su liberación  en 1956 se convirtió en especialista en los kázaros, los hunos, los turcos, los mongoles y otros pueblos de la estepa, participando en diversas expediciones científicas.  En 1963 asumió un puesto de profesor en el Instituto de Filosofía y Economía de Leningrado. Siempre al borde del ostracismo por sus divergencias con los dogmas marxista-leninistas, sus publicaciones le aseguraron notoriedad entre la comunidad científica y una reputación sulfurosa y polémica. Rehabilitado durante la Perestroika y convertido en una celebridad, en su última obra, “De Rus a Rusia” Gumilev presenta al imperio zarista y a la Unión Soviética como la continuidad natural de los imperios de las estepas. Gumilev es hoy un autor “de culto”  entre la comunidad académica y el gran público (Marlène laruelle, La quète d'une identité impériale, Le néo-eurasisme dans la Russie contemporane. Petra Editions, 35-40).

[2] Algo especialmente visible en Alexander Duguin con su inclinación por el pensamiento tradicionalista de René Guenon y Julius Evola, por la filosofía centroeuropea y por la “Nueva derecha” francesa. Por su parte, la obra del politólogo Alexander S. Panarin (1940-2003) se inserta en la filiación intelectual de Max Weber, Karl Marx, Arnold Toynbee, Lucien Fevre, Fernand Braudel y Les Annales, a la par que apunta convergencias con el alter-mundialismo y con el pensamiento europeo no conformista.

[3] Alexandre Douguine, L‘appel de l‘Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar Éditions, 2013, pp. 37-38. 

[4] Marlène Laruelle, La quête d'une identité impériale. Le néo-eurasisme dans la Russie contemporaine. Petra Editions 2007, pp. 58-59. La “pasionariedad” fue en cierto modo intuída, a comienzos del siglo XIX, por Joseph de Maistre. El autor de las “Veladas de San Petersburgo” se refería a la pasión por la auto-inmolación como el auténtico motor de los ejércitos, de la sociedad civil y de los asuntos humanos en general. Un motor mucho más fuerte que el de la sociabilidad o los contratos artificiales.

[5] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 60.

[6] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland.  Böhlaug Verlag 2007, pp. 197-199.

[7] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 60.

[8] La “Horda de Oro” era el Estado mongol que se extendía por Rusia, Ucrania y Kazajistán, y que se formó tras la división del imperio de Gengis Khan en la década de 1240.

[9] Marlène Laruelle, Obra citada, pp. 66-67

[10] Marlène Laruelle, Obra citada, pp. 68.69. No en vano Lévi-Strauss fue alumno de los eurasistas Roman Jakobson y Nikolai Trubetzkoy, fundadores de la fonología y máximas figuras del estructuralismo linguístico ruso.

[11] Gumilev compara la pretensión de intentar europeizar a un pueblo no-europeo con el intento de realizar una transfusión de sangre desde un grupo sanguíneo diferente (Stefan Wiederkehr, Obra citada, p. 201).

[12] Alexander S. Panarin (1940-2003) dirigió la cátedra de Ciencia Política en el departamento de filosofía de la Universidad Estatal de Moscú (MGU). Autor de manuales universitarios de referencia y ensayista célebre, Panarin obtuvo en 2002 el prestigioso premio Solzhenitsyn por su obra La civilización ortodoxa en un mundo globalizado.

[13] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 96.

[14]  Marlène Laruelle, Obra citada, p. 100.
Señala Alexander Duguin que el eurasismo como ideología del imperio “prevé una base ideológica para conducir una “cruzada” contra el extremismo y las ideologías terroristas – islamismo radical, separatismo nacionalista, chauvinismos residuales de superpotencia y radicalismo izquierdista (Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin Viewed from the Right. Arktos 2014. Kindle edition.)

[15] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 101.

[16] De forma significativa, la Ley de cultos de 1997 establece que la Federación Rusa cuenta con cuatro religiones tradicionales: La Iglesia Ortodoxa Rusa, el Islam, el budismo (principalmente lamaísta) y el judaísmo. Todas estas confesiones tienen el derecho automático de predicar y practicar sus doctrinas, mientras que las otras religiones están sujetas a trámites de inscripción.

[17] Las similitudes del pensamiento de Panarin con la “Nueva derecha” francesa y con Alain de Benoist – a quien cita con cierta frecuencia en su obra – son notables, especialmente en su voluntad de integrar en su pensamiento ideas tradicionalmente consideradas “de izquierda”, siguiendo un enfoque transversal. 

[18] Alexander Guélievich Duguin (1962-). Doctor en filosofía y sociología por la universidad de Rostov del Don. Trabajó como periodista e ingresó en 1988 en el grupo nacionalista Pamyat. Fue asesor del Partido Comunista de Rusia, de Gennady Ziuganov. En 1994 ingresó en el Partido Nacional Bolchevique, que abandona en 1998 por desacuerdos con su dirigente, Eduard Limonov. A partir de entonces desarrolla una estrategia de “entrismo” en los círculos cercanos al poder. Su libro Fundamentos de geopolítica. El futuro geopolítico de Rusia (1997) se convierte en obra de referencia. Imparte cursos en la Academia Militar de Estado Mayor y en el Instituto de Estudios Estratégicos de Moscú.  Consejero de diversos órganos de la Duma, a partir de 2000 se aproxima al entorno del Presidente Putin. En 2001 crea el movimiento Evrazia que en 2003 se transforma en el Movimiento Eurasista Internacional. A partir de 2005 Alexander Duguin se distancia cada vez más de Putin. Animador de numerosas revistas, programas de radio y televisión y de una “Nueva Universidad” de orientación tradicionalista, Duguin se hizo cargo (hasta 2014) del departamento de Sociología de Relaciones Internacionales de la Universidad de Moscú (MGU).

[19] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 140. “Entre todas las ciencias modernas, la geopolítica es la que guarda en sí misma mayor conexión con la Tradición y con las ciencias tradicionales. René Guénon dijo que la química moderna es el resultado de la desacralización de una ciencia tradicional, la alquimia, como la física moderna lo es de la magia. De la misma manera se podría decir que la geopolítica moderna es el producto de la secularización y la desacralización de otra ciencia tradicional, la geografía sagrada”. (Alexander Duguin, De geografía sagrada a geopolítica, en The Fourth Political Theory,  http://www.4pt.su/es).

[20] Alexander Duguin, L'appel de L'Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar éditions  2013, p. 61.

[21] “Las metas de cada participante en el cuarto camino serán parcialmente comunes – el derrocamiento de la hegemonía liberal – y parcialmente propias: la transformación de la sociedad según sus propias tradiciones”. (Alexander Duguin, enA la España negra, en The fourth political Theoryhttp://www.4pt.su/es).

[22] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 159.

[23] Alexander Duguin: “Un pueblo es un compuesto de diferentes elementos étnicos. Un pueblo es algo diferente de un etnos. Existen los etnos – los chechenos, los avaros, los rusos, los calmucos – y existe el pueblo ruso (folk), el pueblo que integra todos esos etnos. En el nivel de los etnos se pone el acento sobre las diferencias, y en el nivel del pueblo se pone el acento en la unidad. Un pueblo es siempre un elemento integral, opuesto a la desintegración”. 

[24] Cita de P. A. Taguieff (Sur la nouvelle droite), en Marlène Laruelle, Obra citada, p. 143.

[25] Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin Viewed from the Right. Arktos 2014. Kindle edition.

[26] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 30.

[27] En contraste con el Logos occidental, el pensamiento eurasista funciona en el doble plano de la lógica racional y del discurso mítico.  La cultura occidental, confinada en una dialéctica que excluye el segundo, no puede permitirse asociaciones de elementos que percibe como antitéticos.
Si el eurasismo es la racionalización de un mito, eso significa que el material mítico preexistía al discurso eurasista, y que incluso pudo tomar cuerpo en episodios o personajes que lo proyectaron de forma inconsciente. Es inevitable pensar aquí en el “último general blanco”, el Barón Ungern Von Sternberg (1885-1921),  y en su alucinada cabalgada  con los mongoles, cosacos y nórdicos de su División Asiática de Caballería, en pos de un nuevo imperio que descendiera desde Oriente hasta Occidente. Ungern Khan, o la imagen mítica del “guerrero eurasiático”.

[28] Marlène Laruelle, Obra citada, p.132.

[29] Expresión del escritor francés Guillaume Faye: L'Archeofuturisme: Techno-science et retour aux valeurs ancestrales, L‘Æncre, 2011.

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