Hace un año murió Gabriel García Márquez. Ese día hojeé de nuevo una recopilación de cuentos de Gabo que compré en La Habana. Y ese mismo día también puse en la mesilla de noche una de mis novelas preferidas del colombiano: “El amor en los tiempos del cólera”. Me di cuenta de que había pasado más de un cuarto de siglo desde que la compré y la leí: y el tiempo no había pasado en balde por la edición del Círculo de Lectores. En sus páginas iban apareciendo manchas de humedad amarillentas que lo convertían en un ejemplar único, en un amigo que me había acompañado por distintas habitaciones y ciudades. El continente, al envejecer junto a mí, había cobrado vida propia y se había fundido mágicamente con el contenido: tenía delante de mí casi un escenario mitológico, con un Mediterráneo lleno de gallinazos y un Caribe donde se adoraban a los espetos asardinados. Volví a leer la novela y disfruté de nuevo y de forma distinta, como sólo es posible con una obra maestra que se sedimenta y se metamorfosea con la lluvia de los años y de la memoria agradecida. Para que luego digan que es mejor un libro electrónico, que nunca te acompañará ni envejecerá contigo.
Era mi homenaje íntimo y póstumo a Gabo; el mismo que defienden muchos a raíz de los huesos encontrados y atribuidos a Cervantes en el convento de las Trinitarias de Madrid. El único tributo al genio de Lepanto consiste en leer sus obras, no en remover sus huesos, proclaman muchas voces autorizadas y académicas –algunas de ellas en este mismo periódico. Y yo digo que caben las dos cosas, que no son incompatibles sino complementarias, que honramos la memoria de Don Miguel volviéndolo a leer y erigiendo un sitio visitable en el lugar donde reposa el hipotético “polvo enamorado” que nos queda de él. ¿Por qué no?
En este país de “criticones” nos laceramos todos porque todavía no hemos encontrado los restos de García Lorca abandonados “vilmente” en el barranco de Víznar. Durante siglos hemos practicado el deporte nacional del sarcasmo, de la envidia y autodefenestración por no tener un lugar de peregrinaje como tienen los angloparlantes con la iglesia shakesperiana de Stratford Upon Avon o con la Abadía de Westminster. Nos hemos mortificado por tener ilocalizables, o en fosas comunes a poca distancia unas de otras, lo que queda de los genios de nuestro Siglo de Oro universal: Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca. Nos hemos molido a palos los unos a los otros echándonos en cara que hemos extraviado, que no hemos buscado y encontrado estos históricos y mitificados huesos. Y ahora que nos ponemos a la faena y nos acercamos a cajas de madera con las iniciales M. C. resulta que hacerlo también era una solemne tontería. No hay quien entienda a este país.
Parece ser que es casi una blasfemia remover los osarios y pretender montar un “circo turístico” con un monumento que ni siquiera puede demostrar científicamente con el ADN que efectivamente eso es lo que queda de Cervantes y su mujer. ¿Y por qué no?
Siempre que puedo me gusta alojarme en el barrio de las Letras madrileño: me gusta pasear por el hedor castizo y fariseo de las mismas calles por las que vivieron, escribieron, se enamoraron y murieron los genios a los que admiro. Y no dudo de que más de uno se quiera aprovechar, y se aproveche, de un tirón turístico de lo que hasta ahora era el tranquilo convento de clausura donde se enterró a Cervantes por no tener dinero. Y ya sé que tampoco podemos asegurar a ciencia cierta que los huesos escogidos sean los mismos que dieron vida al caballero de la triste figura. Pero, en el fondo, qué más da. Es más, utilizando el mismo argumento de que lo único que se puede hacer para honrar la memoria de Cervantes es leer su obra, si con este “invento funerario” se consigue que alguien, de cualquier parte del mundo, que acuda a visitarlo lea, aunque sólo sea un fragmento, la obra cervantina: si ocurre eso, el dinero gastado y el “montaje” visitable ya estará justificado.
Cualquier excusa es buena, yo mismo tuve que escribir una novela sobre un biógrafo maldito de Cervantes para leerme completas, por primera vez, y con más de cuarenta años, las aventuras de nuestro ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Utilizando el argot taurino, para algunos, hemos pinchado en hueso con toda esta historia de la búsqueda de los restos de Cervantes. Y yo digo que pinchando los huesos cervantinos ni mucho menos hemos pinchado en hueso, porque habrá más de uno que por sus supuestos huesos se convertirá en un huesudo lector.
© Tribuna de Diario Sur