Hacia una soberanía popular digital

Democracia directa: ¿la gran solución?

Tradicionalmente reivindicada por la izquierda, el sistema de "democracia directa", como contrario de la "democracia representativa" que rige en la mayoría de los Estados occidentales (donde los representantes acaban por constituirse en una oligarquía político-financiera), también está siendo asumido por una nueva derecha cada vez más alejada de caducos planteamientos aristocráticos o meritocráticos que nada tienen que ver con los principios jerárquicos de una comunidad orgánica.

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¿Cómo han de tomarse las decisiones que afectan a toda una población? Esta pregunta se ha planteado periódicamente desde tiempos clásicos. Los atenienses podían reunirse “todos” y votar directamente sobre las cuestiones. Pero ¿quiénes eran “todos” los ciudadanos con “derechos políticos”? Pues claro, una minoría aristocrática –descendiente de los antiguos invasores indoeuropeos- que sólo representaba aproximadamente el diez por ciento de la población total. El resto eran productores y siervos.

Pero sigamos. Ya entonces, la mayoría de los pensadores opinaban que un sistema democrático como éste era siempre preferible a la otra opción: una tiranía. En encarnaciones más recientes de la democracia, el tamaño de la población hizo inviable tener en cuenta la opinión de cada ciudadano en cada decisión. Para solventar esto, fueron instaurados sistemas de democracia representativa, en los que la población elige cada cierto tiempo a unos representantes que se encargan de votar sobre los asuntos que se vayan planteando. En realidad, el tamaño de la población no es el único motivo para la existencia de representantes. Los Founding Fathers de Estados Unidos, por ejemplo, veían en lo que llamaban una “verdadera democracia” —es decir, una que no tuviera representantes— el peligro de la tiranía de la mayoría: las minorías se verían totalmente vulnerables ante los deseos de la mayoría. Otra objeción a que los ciudadanos opinen directamente es que puedan no tener la capacidad intelectual suficiente para comprender la complejidad de los asuntos de estado. Y por último, entre los profesionales de la política se acepta tácitamente que ciertos aspectos relacionados con intereses y/o seguridad nacionales no pueden ser de dominio público, ya que esta transparencia desvelaría información sensible a terceros, además de restringir la capacidad de acción del gobierno.

Hoy en día existe un movimiento por la democracia directa, también llamada democracia pura o no-representativa, que comenzó siendo reivindicada por la izquierda radical, pero que está siendo asumida por una nueva derecha disidente de la aplicación oligárquica del neoliberalismo. Siempre tomando el “modelo suizo” como ejemplo a imitar (¿democracia local?, ¿democracia federal?), el ensayista francés Yvan Blot ha revolucionado el pensamiento conservador respecto a las “esencias de la democracia” con sus libros La démocratie directe y L’oligarchie au pouvoir, proponiendo un retorno a la función soberana del pueblo.

Los defensores de la democracia directa señalan que la tecnología actual hace que sea igual de sencillo computar millones que decenas de votos. Es decir, cada tema que en una democracia representativa se vota en una cámara, digamos en un parlamento, podría votarse sin gran complicación a nivel de una región o de una nación. La tiranía de la mayoría no tendría por qué ser una amenaza siempre que existiese un cierto grado de debate y consenso, algo que de hecho se hace cada vez más factible gracias a las diversas plataformas —foros, blogs, medios de comunicación interactivos— que recientemente han comenzado a surgir. Que la gente corriente no sea capaz de comprender los temas y decidir lo que más le conviene ha sido siempre un argumento de los que se han opuesto a una mayor democratización de cualquier sistema de gobierno. Y sin embargo, la correlación entre lo que podríamos llamar nivel de democracia de un país (entendida como la homogeneidad de la distribución de peso político entre la población) y su desarrollo social no podría ser más clara: sólo hace falta comparar los países más democráticos como Suiza (donde cincuenta mil firmas fuerzan un referéndum vinculante) con los más autoritarios, digamos Corea del Norte o Venezuela. Finalmente, no está nada claro que ocultar los aspectos más oscuros de la política contribuya al bien de la población. En general, se puede decir que todos los argumentos a favor de los representantes, excepto el de la inviabilidad de computar muchos votos, dependen de que, por alguna circunstancia sin determinar, los representantes sean personas más justas, más sabias o más capaces que el ciudadano medio. Pero esto parece más bien un argumento a favor de la oligarquía.

Tenemos que reconocer que la democracia es un sistema en evolución, que nunca se ha cerrado, ni siquiera con la eterna polémica entre democracia representativa y democracia participativa. Probablemente la elección de representantes fuera antaño una de las mejores opciones para el funcionamiento de una sociedad; pero la tecnología actual está modificando esto, como tantas otras cosas. Si queremos hacer más democrático nuestro sistema, lo primero que debemos efectuar es un cambio de paradigma respecto a las personas que entre todos “contratamos” –elegimos o designamos– para realizar ciertas funciones político-administrativas: alejarnos de la primitiva idea del liderazgo y acercarnos a otra de “función pública”, servidores públicos que acaten nuestras instrucciones, no que tomen las decisiones por nosotros. Es importante señalar que esto no implica una pérdida de libertades del individuo en favor de la mayoría. Al contrario, dadas las plataformas adecuadas para el debate, será posible una mayor proyección de las ideas, necesidades e inquietudes de cualquier miembro de la comunidad.

Pero también necesitaremos algún sistema que permita gestionar las decisiones comunes. En este mundo de redes sociales, software libre y creciente desilusión con la clase política, la democracia directa puede ser una opción viable de transición de lo que ahora llamamos democracia representativa a un sistema puro, no sólo más equitativo, sino probablemente más eficaz: la auténtica soberanía popular, un populismo democrático.

El sistema de democracia directa podría ejercerse a través de medios informáticos y/o telemáticos on-line que permitan a cualquier ciudadano (identificado por su documento electrónico de identidad o firma digital) proponer ideas y/o votar por las de otros. Tal sistema podría identificar propuestas de temática similar para que el proponente pueda saber si su idea ya está allí, y en tal caso añadir simplemente su voto. Cada cierto tiempo, las propuestas que más votos hayan acumulado serían sometidas a referéndum a través del mismo sistema. Una forma de gestión de este tipo podría aplicarse simultáneamente a varios niveles (local, regional, nacional, continental). Consultas puntuales sobre los grandes temas o decisiones, consultas periódicas para refrendar la labor de los gobernantes, consultas fiscalizadoras para censurar hechos y obras, consultas decisorias para derrocar o remover un gobierno, consultas vinculantes para nombrar o renovar a los miembros de las principales instituciones… Un sueño que, lamentablemente, no escapa de la utopía: nuestras oligarquías político-financieras nunca admitirán una soberanía de este corte.

Ahora bien, nuestra posmodernidad política, marcando los necesarios límites, también extraería beneficios balsámicos de la democracia directa. De hecho, es un poderoso antídoto contra la separación entre gobernantes y gobernados y la consiguiente desafección política. Solo percibiendo de forma tangible la contribución directa a la toma de ciertas decisiones se consigue conjurar el peligro de que las instituciones aparezcan como una imposición heterónoma. Las consultas previenen asimismo la oligarquización de la política, dando oportunidad al pueblo de pronunciarse en materias fundamentales.

Es más, el presunto valor divisorio que algunos atribuyen a los referéndums puede tornarse justamente en su contrario en el seno de las sociedades relativamente homogéneas, pues las falsas dicotomías entre partidos, de utilidad solo domesticadora y de resultados disolventes para la convivencia, podrían ser barridas por voluntades mayoritarias coincidentes.

Nota de la Redacción:

Un grupo escindido del movimiento alemán “Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente” (Pegida) ha anunciado este lunes la creación de una nueva organización de carácter "revolucionario-conservador" y que se situará "a la derecha de la derecha política” alemana. Su cabeza visible es la dimitida portavoz de Pegida, Kathrin Oertel, que ha explicado que "no tenemos nada que ver con nazis ni con hooligans" y que asegura no estar relacionada con los partidos políticos de la extrema derecha alemana, como son el NPD o “Alternativa para Alemania” (AfD). Además desean diferenciarse de Legida, otra rama de Pegida surgida en la ciudad de Leipzig, que presenta un discurso más radical y que ya ha protagonizado disturbios violentos contra la policía local.

La nueva formación ya tiene nombre: se llama "Democracia Directa para Europa" y su objetivo, al menos abiertamente, no es competir con Pegida. Su primera manifestación tuvo lugar en Dresde y centra sus protestas contra los obstáculos a la libertad de opinión en Alemania y en defensa de democracia directa en las decisiones que se tomen en Europa.

"La Unión Europea ha sido construida con un constante déficit de legitimidad democrática y eso debe cambiar. Los ciudadanos queremos decidir y rechazamos que nuestro futuro se decida a nuestras espaldas, como va a suceder ahora en las negociaciones con Grecia", ha dicho Oertel. Asegura que seguirán prestando atención a asuntos como la inmigración y el asilo, pero desean centrarse en las carencias políticas de la Unión Europea y están decididos a "hacer mucho ruido aunque no quieran escucharnos". 

¿Qué mejor forma de ensayar la democracia directa que empezar precisamente por la poco democrática Unión Europea?

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