El rebaño inmune

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Los poderes sanitarios están enojados al ver la cantidad de gente que no quiere vacunarse; miles de personas se niegan a ser inoculadas con sus inyectables, con los productos de unos colosos farmacéuticos que no van a responder de los daños que puedan ocasionar sus medicamentos, todos ellos en fase experimental, no lo olvidemos. Lo que sorprende al profano en estas materias, como es mi caso, no es que algunos miles prefieran esperar o no pincharse esos fármacos, sino que millones vayan alegremente a los espacios habilitados y se dejen inocular algo cuyos efectos a medio y largo plazo son desconocidos. Más aún cuando la vacuna de AstraZeneca ha sido suspendida en países tan poco sospechosos para el buen demócrata como Dinamarca y Noruega. Sin embargo, la mayor parte de nuestros conciudadanos sigue acudiendo en masa a los vacunaderos. Desde luego, en eso de la inmunidad de rebaño, hemos cumplido con creces la segunda parte de la expresión, ya se verá qué pasa con la primera.

Vacunarse con un producto experimental tiene algo de salto en el vacío. No sabemos si al final de la caída nos espera un colchón o nos descalabraremos contra una capa de cemento. Es para pensárselo, sobre todo cuando se nos advierte que la vacuna tampoco es seguro que inmunice ni que nos impida contagiar a los demás. De hecho, el virus ataca a poblaciones vacunadas, como pasa en Hungría, donde se había contenido la epidemia antes de las vacunas y donde ésta se ha disparado justo después de un eficaz, masivo y ejemplar proceso de inoculación.

Pero no todo es salud física. Existe una enfermedad espiritual que es más grave. El hombre, antaño un compuesto de cuerpo y alma, hoy se ha quedado en simple cuerpo, no sólo para la medicina, sino también para el propio ser humano. El europeo medio ha asumido su naturaleza de homme-machine que pensó La Mettrie en el siglo XVIII y obra en consecuencia, tal y como este philosophe  dedujo con una lógica tan cartesiana y tan francesa. A la máquina biológica sólo le queda un fin en la vida, practicar L’Art de Jouir, dedicar sus años de vida al goce de los placeres físicos y evitar en la medida de lo posible el dolor. De aquí a la Philosophie dans le boudoir de Sade sólo hay un pequeño paso. Y lo hemos dado. La máquina de gozar refuerza a cada día mejor su naturaleza animal, que corre parejas con la humanización de los animales.

Reducido a su mera condición biológica, a ser un cuerpo, a objetivarse en carne y sangre, esta hipóstasis del homo oeconomicus liberal acaba convirtiéndose en una res en todos los sentidos de la palabra, en cosa y en pécora. Es tan cuantificable y estabulable como las gallinas, los corderos o las vacas. Todo el siglo XX fue un terrible experimento en ese sentido, desde la política hasta el urbanismo, ¿o no es la arquitectura funcionalista un método de construcción de gallineros humanos? No le faltaba instinto a George Orwell cuando tituló Rebelión en la granja a su gran novela anticomunista. Sin duda, la socialdemocracia resultó la forma más eficiente de ganadería humana ensayada en el siglo pasado; por eso los grandes poderes han optado por ella. En este régimen político la comunidad nacional desaparece, sustituida por una suma de cuerpos sin espíritu, donde la persona se vuelve individuo, átomo, mota de polvo, partícula bípeda e implume carente de todo tipo de lazos de sangre, religión y cultura. Simple mónada de producción y consumo, deviene cuerpo aislado en busca del placer y de la seguridad, porque la necesita para conservar su físico, el único de sus atributos que puede considerar verdadero. Como supongo que habrá observado el paciente lector, la expresión “es mi vida”, suele ser la más habitual entre nuestros contemporáneos, la justificación esencial de la mayor parte de sus decisiones, el argumento irrefutable contra el que no cabe respuesta. De ahí su obsesión por conservarla, por mantener al máximo sus funciones físicas con las dietas tan sanas como obsesivas, o con la manía del deporte. Incluso se llega al suicidio por eutanasia para evitar el inevitable dolor, una condición implícita en la existencia y que le da sentido pleno. Todo con tal de no estar un segundo a solas, en el reposo pascaliano de una habitación silenciosa, no vaya a ser que se acabe pensando en la muerte, en el sufrimiento, en la enfermedad, que tarde o temprano aparecen y son la condición misma de la vida, esa que lo justifica todo. Mejor olvidar lo real y aturdirse en lo virtual o en la inmersión en la masa; el individuo es gregario por naturaleza, lo que, sin embargo, no le impide estar más solo que cualquier ermitaño.

El dinero y el sexo son los dos objetivos fundamentales en esa vida tan importante del hombre socialdemócrata. Pero para obtenerlos precisa de una seguridad radical, porque el instinto de conservación de su cuerpo se lo exige. Por eso necesita también una serie de verdades tranquilizantes o, al menos, de un hechicero, un mago, un sanador, un taumaturgo que apacigüe los miedos que su inconsciente proyecta sobre el vacío en el que se desenvuelve algo que llaman vida pero que debería denominarse existencia, simple estar ahí de un objeto arrojado a un mundo que carece de sentido, que no produce más símbolos que las imágenes con las que necesita ser constantemente estimulado. Ese papel lo ejerce el médico, el sacerdote de nuestro tiempo, que ya nada tiene que ver con los viejos galenos de familia o con los médicos de pueblo que conocimos en nuestra infancia. El médico ahora es un ejecutor de protocolos, un veterinario de humanos, que utiliza un lenguaje incomprensible, parecido al de los alquimistas, para tratar de explicar lo que se sigue percibiendo como espíritus malignos, aunque ahora los llamemos virus, y frente al que nos defendemos con inútiles y tranquilizadores rituales de pureza, ni más ni menos que como en los años de la Peste Negra. El paciente, que eso es el individuo a lo largo de toda su existencia, se objetiva ante el funcionario de bata blanca como una terminal humana conectada a una red informática, como un número adscrito a una tarjeta de plástico, con la que se accede a una serie de datos, estadísticas y análisis. Cualquiera que conozca como se efectúa el seguimiento del ganado por nuestras infinitas administraciones sabrá de qué estoy hablando. Cosificado, el paciente es un objeto que yace en una de las centenares de camas que se alinean en los hospitales gigantes de los hormigueros urbanos. En su absoluta despersonalización, se vuelve número en una pantalla, archivo de texto.

Evitar la enfermedad —y también la pobreza— se convierte en el objetivo básico de un cuerpo desprotegido, que trata de mantener en el mejor estado posible aquello en lo que se fundamenta su existencia objetiva, que determina su ser. Lo cual le convierte en un enfermo imaginario crónico y en un cliente perpetuo de las farmacias. Y, por supuesto, allí está la Mamá Estado socialdemócrata para proteger su muy preciada existencia y evitar que haga tonterías. Ella le cura, le alimenta, le guía y desvía en su sexualidad (no otra cosa son las políticas de género) para limitar su reproducción y le doma y hasta le castra, para evitar que salga de su asfixiante gineceo. De ahí la hostilidad de la socialdemocracia por la iniciativa personal, por la aventura, por el pensamiento independiente, por el valor, por la curiosidad intelectual y por todo lo que tenga un relente masculino. Un apacible matriarcado es el mejor régimen para una granja avícola. Gallos pocos, sólo los necesarios. Aquiles no puede escapar del serrallo de Licómedes.

En semejante producto antropológico, una epidemia como la que padecemos, que no es nada comparada con una buena peste medieval, el cólera o las gripes asiáticas de pasadas décadas, produce un pánico inaudito entre un rebaño que ve amenazada su existencia y que hará lo que sea por defenderla. Igual que el perro atemoriza a las ovejas y las hace seguir por la cañada, así las administraciones sanitarias sirven de mastines a los grandes rabadanes mundiales. Hace ya muchísimo tiempo que al ser humano se le trata como una res y se le despieza. Los órganos y tejidos humanos se utilizan como los repuestos de un coche, hasta tal punto que a muy poca gente le indigna que el aborto sea una industria que aprovecha esos organismos para realizar experimentos que habrían espantado a las conciencias más cristianas de nuestros abuelos. Recordemos que las grandes empresas farmacéuticas son la propiedad favorita de la élite mundial, en especial de Bill Gates, conocido por sus afanes extincionistas y que se ha manifestado en más de una ocasión favorable a la reducción de la población mundial mediante vacunas que sirvan también para esterilizar. Como astuto empresario que es, Gates sabe perfectamente que el miedo puede forzar a sus potenciales clientes a comprar lo que sea para preservar su cuerpo, para mantener su vigor sexual y para alejar ese enemigo al que se ignora pero que nadie, ni siquiera Gates, puede evitar: la muerte. 

La pandemia es el primer castigo que nos inflige el Dios Planeta, esa entelequia teológica forjada con una serie de mitos cuya función principal es la de justificar una dominación. Los despobladores nos consideran una plaga y nos van a empobrecer y a despojar de toda característica humana, desde la identidad a la propiedad. Todo con el fin de reducir nuestro número y de paso, por supuesto, para que ellos puedan obligarnos a consumir los productos que engordan los beneficios de sus balances, desde la carne artificial hasta un ersatz de la leche materna, porque estos ecologistas multimillonarios, tan preocupados por el calentamiento y los ecosistemas, pretenden sustituir nuestra alimentación tradicional por sus productos industriales de laboratorio. Con su condición de bestia sin identidad plenamente asumida, el hombre moderno sólo puede esperar que le traten como a ganado. Y eso hacen los plutócratas que han comprado la OMS. No nos debe extrañar que nos diezmen y nos lleven al matadero. La salud no es negocio. Lo que da dinero es la enfermedad, porque sólo ella desencadena un pánico que ciega el sentido crítico y hace al individuo transigir con lo que sea, pese a los riesgos que pueda suponer el consumo de ciertos productos. Hay quien dice que lo que se está inyectando a los sumisos súbditos de la socialdemocracia mundial no es una vacuna, sino una terapia génica. No entiendo de eso, pero las vacunas cuestan mucho y una vez diseñadas y fabricadas son un negocio redondo. Sobre todo si tienen tan dudosa efectividad como las que ahora se imponen, que van a requerir por lo menos dos dosis y quien sabe si un pinchazo o dos de refuerzo todos los años. Eso se llama, con bárbara y fea expresión, fidelizar al cliente. Curarlo, inmunizarlo, darle seguridad, pero por breve tiempo. Nada de remedios definitivos ni de panaceas. Antes es preferible un bálsamo de Fierabrás como la AstraZeneca que un compuesto eficiente que arruine las perspectivas de negocio de las Big Pharma, siempre a la búsqueda de enfermos crónicos.

En eso ha acabado el hombre máquina de la Ilustración radical, en un cuerpo de obsolescencia programada. En una res conducida por el miedo hacia los rediles del matadero del Bienestar.

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