El feminismo de antes luchaba por promocionar los derechos de las mujeres. El actual neofeminismo ha pasado a negar las nociones mismas de masculinidad y de femineidad. ¿Cómo explicar esta transformación?
Se ha producido en dos tiempos. En un primer momento, las feministas de tendencia universalista (las que conciben la igualdad como sinónimo de mismidad) quisieron mostrar que las mujeres son “hombres como los demás”. Se trataba, por ejemplo, de probar que no hay ningún oficio reservado por naturaleza a uno u otro sexo, que puede haber mujeres soldados, mujeres pilotos de avión, etc. ¿Por qué no? Pero evidentemente, si deja de haber “oficios de hombres”, todos los oficios se convierten en unisexuales. Al mismo tiempo, se exigía paridad en todas las áreas, presuponiendo que ambos sexos tienen no sólo las mismas capacidades, sino también los mismos apetitos y aspiraciones. Este requisito se ha ido extendiendo gradualmente hasta lo absurdo, ¡aunque todavía no abundan las basureras o los comadrones! Por supuesto, la falta de paridad sólo se presenta como chocante cuando se ejerce en beneficio de los hombres: que la magistratura esté feminizada en el 66% (más del 86% entre los jóvenes de 30 a 34 años), que el personal de la Educación Nacional lo esté en el 68% (un 82% en la enseñanza primaria) no provoca la más mínima protesta. Cuando hoy se mira un telefilm policiaco, ¡hasta resulta difícil imaginar que también hay hombres en la policía nacional!
Las cosas han empeorado con la ideología de género, que, negando que el sexo biológico sea un factor determinante en la vida sexual, hace de él una “construcción social” y lo opone a la multiplicidad de “géneros”. La idea general aquí es que al nacer, todo el mundo es más o menos transexual. Ya habrá notado usted la importancia de lo “trans” en el discurso LGBTQI+: aunque los verdaderos transexuales son sólo una pequeña minoría, el uso de la visión del mundo queer hace posible afirmar que todo está en todo y viceversa. A los niños de cuatro o cinco años se les dice que pueden elegir su “género” como mejor les parezca.
Así pues, se niegan las nociones de masculinidad y femineidad, pero al mismo tiempo, bajo la influencia de la corrección política, se resucita constantemente lo masculino para ponerlo en la picota. Por un lado, se afirma que lo biológico no determina absolutamente nada, mientras que, por otro, se afirma que el hombre es por naturaleza un violador potencial y que el patriarcado (la “cultura de la violación”) está de alguna manera inscrito en sus genes. Se impugna la idea de lo “eternamente femenino”, pero se esencializa al macho con el argumento de que siempre ha sido agresivo y “dominante”.
¿Nos orientamos entonces hacia una devaluación general de la masculinidad?
Sí, incluso cabe decir que se ha declarado la guerra contra el cromosoma Y. No sólo hay que perseguir el “sexismo” hasta en sus manifestaciones más inocuas, ya que habría continuidad de “acoso” hasta el “feminicidio”, sino que hay que hacer todo lo posible por lograr que los hombres renuncien a su hombría —a lo que ahora se llama “masculinidad tóxica”. Ayer las mujeres querían ser “hombres como los demás”; hoy son los hombres los que deben aprender a convertirse en “mujeres como las demás”.
Nueva consigna orwelliana: el hombre es una mujer.
La masculinidad se convierte en una condición patológica. Nueva consigna orwelliana: el hombre es una mujer (Dios también, sin duda: lesbiana, además). Por lo tanto, los hombres deben feminizarse, dejar de “comportarse como hombres”, como se les recomendaba antaño, dar rienda suelta a sus emociones (se recomiendan lágrimas y jeremiadas), acallar su gusto por el riesgo y la aventura, decantarse por los productos de belleza (lo cual complace mucho al capitalismo y a la sociedad de los propulsores de cochecitos de bebé) y sobre todo —sobre todo— nunca considerar a las mujeres como un objeto de deseo. E ésta una nueva versión de la guerra de sexos, donde el enemigo es llamado a redimirse deshaciéndose de su identidad.
Las marisabidillas de la escritura inclusiva y las amazonas del girl power lo que ahora exigen son hombres que se unan a la “interseccionalidad” de las luchas “descoloniales”, que comulguen en una virtuosa devoción con las “vencedoras” del fútbol femenino, que militen por la “ampliación de la visibilidad de las sexualidades alternativas” y se movilicen contra la “precariedad menstrual”, esperando sin duda en convertirse en un generalizado conjunto andrógino en un mundo transformado en gineceo regido por Big Mother, el Estado terapéutico prescriptor de conductas. ¡Basta de “cisgéneros”! ¡Paso a los “no binarios”, a los “géneros fluidos” que han logrado extraerse de los estereotipos del universo “heterocéntrico”!
Esta es la razón por la que a nuestra época no le gustan los héroes y prefiere a las víctimas. Vea cómo, durante las ceremonias del fin del centenario de la Primera Guerra Mundial, se intentó “desmilitarizar” el evento, celebrando el “retorno de la paz” para no tener que hablar de victoria. ¡Como si los poilus[1] sólo quisieran poner término a los combates, sin preocuparse de quién terminaría ganando la guerra! De lo que no cabe duda es de que las clases trabajadoras admiran espontáneamente el heroísmo de un coronel Beltrame o el de los dos comandos muertos en Malí, Cédric de Pierrepont y Alain Bertoncello. El espíritu de la época, en cambio, pide reconocerse en el travesti Bilal Hassani, “representante de Francia” en Eurovisión y titular del “premio LGBTI” del año. No se trata exactamente de la misma humanidad.
Habla usted de la devaluación del heroísmo. Pero entonces, ¿cómo explicar la moda cinematográfica de los “superhéroes”? ¿Es una forma de compensación?
Sin duda, pero no es lo esencial. Se ha de tener en cuenta que, en realidad, el superhéroe no es ningún héroe exponencial, sino que es incluso todo lo contrario del héroe. El héroe es una figura trágica. Es un hombre que ha elegido tener una vida gloriosa pero breve, en lugar de una vida cómoda pero anodina. El héroe es un hombre que sabe que un día u otro tendrá que dar su vida. No hay nada de ello en los Iron Man, Superman, Spiderman y demás tristes producciones de DC o Marvel. No son héroes porque son invencibles, no sienten el más mínimo miedo, no hay nada trágico en ellos. Son superhombres sólo desde el punto de vista de la testosterona. No son, propiamente hablando, más que “hombres incrementados”, tal como se los imaginan los defensores del “sobrehumanismo”. Estamos a mil leguas de Aquiles o de Siegfried.
Entrevista efectuada por Nicolas Gauthier.
© Boulevard Voltaire
[1] Literalmente, “los peludos”: denominación con la que se designa en Francia a los soldados franceses de la Gran Guerra. (N. del T.)
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