Casi parece un mecanismo fisiológico, como el de la sístole y la diástole: tras la sin igual expansión de Europa por todo el planeta desde que los intrépidos navegantes españoles y portugueses se lanzasen en el siglo XV a descubrirlo todo, llegó la contracción acomplejada que seguimos padeciendo hoy. Según ha dictado la conciencia democrática universal, los europeos son los culpables de todos los males y han de pasarse el resto de su existencia –que, por otra parte, no se prevé larga– autoflagelándose.
La más reciente manifestación de este fenómeno ha sido el derribo de la estatua de Cristóbal Colón por los regidores de Los Ángeles siguiendo la estela de otros muchos lugares de las dos Américas. La Venezuela de Chávez, la Argentina de Fernández y los Estados Unidos de Trump, unidos en la misma cruzada antieuropea y antiespañola. La iniciativa partió de la demócrata Hilda Solís, exsecretaria de Comercio con Obama. Solís, de ascendencia nicaragüense y mexicana, calificó el derribo como un "acto de justicia restauradora". Junto a ella se ha destacado su compañero de filas Mitch O’Farrell, miembro de la tribu Wyandotte e impulsor de la sustitución del día dedicado a Colón por el del recuerdo a los pueblos indígenas. O’Farrell ha legado a la posteridad frases tan jugosas como la de que "está claro que Colón no descubrió América porque aquí ya vivían millones de indígenas". ¿Tan difícil es comprender que descubrir significa conocer y dar a conocer algo cuya existencia se ignoraba? Por eso fueron los españoles los que descubrieron la existencia de los americanos, no los americanos los que descubrieron la de los españoles.
Al parecer, la única oposición, arrollada por la marea indigenistamente correcta, provino de un concejal de origen italiano, Joe Buscaino. Hecho digno de mención, pues los italianos están demostrando ser los únicos interesados en preservar el recuerdo colombino, a mayor gloria de su nación de origen, lo que dice mucho a su favor y muy poco al de los acomplejados españoles de las últimas décadas (del gobierno actual, mejor ni hablar). Pero esto no elimina la injusticia de la reivindicación italiana, pues inferir una paternidad italiana del descubrimiento de América a partir del probable aunque no probado origen genovés de Colón –de un Colón embarcado en carabelas españolas, con marinos españoles, en un viaje organizado por los reyes españoles con objetivos políticos españoles– implica el mismo disparate que considerar que el país que puso al primer hombre en la luna fue Alemania porque el que dirigió la construcción de los cohetes de la NASA fue Wernher von Braun.
El caos mental del discurso indigenista e hispanófobo es muy denso, pero sirvan estas pocas líneas para apelar a la cordura de Solís, O’Farrel y otros similares. Tan solo consultando un par de buenos libros de historia salta a la vista que, de todos los imperios que en la historia ha habido, sólo uno se caracterizó por proclamar desde el principio la dignidad de los nativos, inventar el derecho de gentes, germen de los actuales derechos humanos, y limitar el poder de conquistadores y gobernantes.
Ya desde Isabel la Católica (1503) se estableció por ley la obligación de tratar a los indios "como personas libres y no siervos" y no "consentir que ninguna persona les haga mal ni daño ni otro desaguisado alguno". Carlos I, entre otras medidas (1542), tomó la de encargar a los gobernantes "muy gran atención y especial cuidado sobre todo de la conservación y buen gobierno y tratamiento de los indios", así como que a los que se excedieren con ellos se les castigase "con todo rigor conforme a justicia". Y su hijo Felipe II ordenó en 1593 que "castiguéis con mayor rigor a los españoles que injuriaren, ofendieren o maltrataren a los indios, que si los mismos delitos se cometiesen contra los españoles". ¿Qué paralelo puede encontrarse en cualquier otro imperio, anterior o posterior? Como reconoció el historiador Leland D. Baldwin en su The Story of the Americas (1943), "la política española hacia los indios se concibió y llevó a cabo con una humanidad que fue casi totalmente extraña a los pioneros anglosajones".
Las Leyes de Indias estuvieron inspiradas desde el principio en la necesidad de proteger a los indígenas del maltrato de quienes, por su poder gubernativo y militar, pudieran caer en la tentación de explotarles. Por eso se puso a los indígenas bajo la protección de la Corona. Y por eso se creó la institución del Protector de los Indios, uno de los cuales fue el celebérrimo fray Bartolomé de las Casas, que, lamentablemente, ha pasado a la historia por sus desquiciados escritos, hoy no tomados en serio por nadie que no sea una víctima ignorante de la bienintencionada propaganda escrita hace medio milenio.
En la España imperial, y por mandato del gobierno, se debatió si se tenía derecho a la posesión de América. Los teólogos y juristas españoles, con Francisco de Vitoria –fundador del Derecho Internacional– a la cabeza, cuestionaron la validez de la donación de América por la Santa Sede por no considerarla dueña de la Tierra, las justas causas para hacer la guerra a los indios y la legitimidad de la conquista de territorios previamente habitados. ¿En qué otro imperio, anterior o posterior, tuvo lugar un debate semejante? ¿En que otro imperio los gobernantes ordenaron a sus ejércitos detenerse para discutir durante años si se tenía derecho o no a continuar avanzando?
Una de las injusticias más grandes cometidas nunca contra nación alguna ha sido cargar a España con la fama de inhumana a pesar de su extraordinario afán de humanidad. "Hemos purgado el error de haber descubierto América, de haberla colonizado más generosamente de lo que cuentan los historiadores extranjeros con un criterio protestante imbécil, y tan fanático o más que el católico", lamentó hace un siglo Pío Baroja.
En un artículo publicado en agosto de 2017, el mencionado Mitch O’Farrell afirmó lo siguiente sobre los misioneros españoles:
"El propósito de las misiones fue someter a los nativos americanos al poder español, convertirlos a la fuerza al cristianismo, arrebatarles sus tierras y esclavizarles para que las trabajasen. Los indígenas californianos carecieron de derechos y se les consideró subhumanos. Actividades salvajes como cazar indios por diversión duraron siglos bajo el dominio de España, México y los Estados Unidos".
Pasando por alto estos dos últimos Estados, el error sobre el poder español es fácilmente documentable. Limitémonos a dar la palabra a la máxima autoridad sobre las tierras fronterizas anglo-españolas, Herbert E. Bolton, catedrático de la Universidad de Berkeley (The Mission as a frontier institution in the Spanish-American Colonies, 1917):
"Las misiones funcionaron como agencias fronterizas de España. El primer objetivo de los misioneros fue sembrar la fe. Pero, junto a ello, exploraron las fronteras, promovieron su ocupación y defensa, así como la de los asentamientos, y enseñaron a los indios la lengua española, buenos modales, los rudimentos de la tecnología europea, de la agricultura e incluso del autogobierno. No sólo eso, sino que las misiones se ocuparon de la conservación de los indios, en contraste con su destrucción, tan característica de la frontera angloamericana. En las colonias inglesas los únicos indios buenos fueron los indios muertos. En las colonias españolas se consideró que merecía la pena preparar a los indios para esta vida y para la siguiente".
Junto a las misiones, no podemos olvidar las universidades. He aquí las palabras al respecto del egregio historiador californiano Philip W. Powell (Tree of hate, 1971):
"El récord español de unos veintitrés colegios superiores y universidades en América, con sus 150.000 graduados (incluyendo el pobre, el mestizo y algunos negros), hace que la posterior conducta de los holandeses en las Indias Orientales, y por tanto, en tiempos considerados más avanzados, aparezca, sin duda, con signos de franco oscurantismo. Los portugueses no establecieron ninguna universidad en Brasil ni en ninguna otra posesión de ultramar. El total de las universidades establecidas por Bélgica, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia durante periodos más recientes de colonialismo afroasiático, desmerece, sin duda, al confrontarlo imparcialmente con el récord anterior de España".
Respecto a la esclavización de los indios que mencionó O’Farrel, evidentemente ignorante de las Leyes de Indias, se trata de una letanía cada día más repetida en la otra orilla del Atlántico. Sobre ello acaba de observar Elvira Roca Barea lo siguiente:
"Vamos a cargar con la esclavitud. Todavía no se está viendo demasiado porque no ha habido mucha producción bibliográfica por parte de las universidades anglosajonas, pero se verá. El imperio español terminará por tener la culpa de la esclavitud".
Sobre tan jugosa cuestión nos limitaremos a mencionar los datos demográficos que recogió Alexander von Humboldt durante su largo periplo americano entre 1799 y 1804. En primer lugar indicó que, a pesar de haber sido España la potencia hegemónica en América durante tres siglos, y en buena medida la monopolizadora del comercio, los esclavos transportados a sus inmensos territorios representaron el 6% del total. El 94% restante lo aportaron ingleses, holandeses, franceses y portugueses. En segundo, en los territorios españoles los esclavos representaban, en aquellos años iniciales del siglo XIX, el 4% de la población, frente al 16% en los Estados Unidos o el 90% en las Antillas francesas e inglesas. Por otro lado, la cantidad de esclavos manumisos era muy superior en la América española (18% en Cuba, por ejemplo) que en otros territorios (3% en los Estados Unidos). El motivo era la costumbre de los españoles de conceder en su testamento la libertad a sus esclavos. Finalmente, Humboldt subrayó que la legislación negrera española estaba muy lejos del catálogo de tormentos, suplicios y mutilaciones previstos en los códigos de Francia e Inglaterra. Debido a "la paternal suavidad de los códigos españoles aplicados a los negros y la naturaleza patriarcal de la familia española", el arriba citado Leland D. Baldwin señaló que los negros vivieron mucho más satisfechos bajo dominio español que bajo cualquier otro, sin revueltas comparables a las habidas en las colonias británicas, francesas u holandesas y luchando junto con sus amos españoles contra los invasores de otras naciones.
Y con esto llegamos al cargo principal: el genocidio, crimen supremo. Porque Mitch O’Farrell ha proclamado que Colón comenzó "el genocidio más grande de la historia". Son muy numerosos los estudios realizados sobre las grandes mortandades de amerindios a causa de las enfermedades contra las que carecían de defensas debido a su largo aislamiento del resto de las tierras habitadas, como, por otro lado, constataron no pocos testigos directos. Además, un genocidio, por definición, exige la voluntad de exterminar una población, lo que, en el caso de los españoles, ni por iniciativa privada del más psicópata de todos ellos ni mucho menos aún por orden gubernamental, es sencillamente delirante.
Comencemos simplemente echando mano del sentido común. Los datos demográficos nos dicen que la América hispana cuenta hoy con 425 millones de habitantes, a los que habría que sumar los 57 millones originarios de ella pero afincados al norte del Río Grande. Éstos son los porcentajes de la suma de habitantes indígenas y mestizos de algunos países: Colombia 63%, Venezuela 57%, Chile 47%, Bolivia 88%, Ecuador 92%, Guatemala 82%, México 85%, Honduras 96%, Nicaragua 83%, Perú 85%, Panamá 90%. La verdad es que, como genocidas, los españoles fueron un desastre. Por su parte, de los 325 millones de estadounidenses, los nativos representan el 1,2%. Significativo contraste. ¿A qué podría deberse? Apuntemos la opinión del catedrático de la Universidad de California, Santa Bárbara, el eminente especialista en temas indios Wilbur R. Jacobs (Dispossesing the American Indian, 1972):
"La política española parece haber sido mucho más adecuada: desarrollar y explotar la superficie de la tierra y enviar el producto a casa. Los indios debían ser conquistados, convertidos y utilizados. Como en el caso francés, el indio tuvo un sitio en el esquema general del Imperio. La política británica, sin embargo, no dejó sitio para el indio. No fue considerado persona. Los británicos y los colonos tendieron a usar a los indios y después a eliminarlos o apartarlos. Al final no quedó sitio para el indio americano".
Y ya que más arriba habíamos mencionado la voluntad como elemento esencial de la definición de genocidio, quizá conviniese recordar que el presidente Andrew Jackson afirmó ante el Congreso en 1833 que las tribus de indios "no pueden existir rodeadas de nuestros asentamientos y en contacto con nuestros ciudadanos (…) Establecidos en medio de una raza distinta y superior, no les quedará más remedio que plegarse a la fuerza de las circunstancias y desaparecer". O que influyentes religiosos como el puritano Cotton Mather o el congregacionista Solomon Stoddard apremiaron a sus compatriotas a perseguir a los indios hasta "barrerlos como el polvo por el viento" y solicitaron a los gobernantes que se los cazara con perros, "como se hace con los osos". Aunque también podríamos recordar a Thomas Jefferson sosteniendo que el gobierno debía "perseguir a los indios hasta su exterminio o expulsarlos a lugares más allá de nuestra vista". O incluso a George Washington, quien sostuvo que "la extensión gradual de nuestros asentamientos causará la retirada tanto de los lobos como de los salvajes, ambos bestias de presa aunque difieran en su aspecto".
Palabras similares jamás salieron de los labios ni fueron escritas por ningún gobernante, eclesiástico ni rey español. "Los únicos indios buenos que he conocido estaban muertos". ¿Pronunció estas palabras un español? ¿O el general Sheridan?
¿Será temerario sospechar, pues, que la agitación, pasada y presente, de la leyenda negra antiespañola sirvió y sigue sirviendo para tapar las culpas de otros imperios, otras naciones y otros políticos?
Gore Vidal recordó hace ya tiempo que la hipocresía es una enfermedad típicamente anglosajona y protestante. No le den la razón, señores regidores de Los Ángeles: no se equivoquen con España y con Colón y reflexionen sobre el país del que son ustedes gobernantes. Y si quieren reivindicar la verdad y la justicia, quizá debieran empezar derribando la estatua de Washington.
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