Sí. Porque tenemos buena memoria histórica y recordamos con incredulidad la noticia de que el magnífico aeropuerto del Arafat, ese mismo que los samuelitos bombardearon por la incorrección política de salirles directamente de la punta de sus descapotados prepucios, esas pistas para el avión de aquel tipo, habían sido costeadas con buenos dineros españoles. Ya sé que se trata de ese fenómeno melindroso llamado “cooperación internacional” que consiste en quitarles los dineros a los pobres de los países ricos, para regalárselo a los ricos de los países pobres. ¿Ven? La memoria juega malas pasadas y nos zahiere a los más desfavorecidos. Porque, nosotros, los rifeños, no llegamos de Suiza, ese país idílico en el que fumigaban a los inmigrantes antes de dejarles entrar, con muchos melindres y muchos tiquismiquis, no les fueran a transmitir miseria. A servidora y a su jarca nunca les fumigaron “a la fuerza”, al menos en la Iberia vieja. En el Rif sí nos fumigábamos, pero a voluntad, por higiene y porque éramos muy mirados y muy pulcros, reminiscencias de las termas romanas ocultas y enquistadas en algún lugar del cerebelo.
Y eso que los cortes de agua eran continuos y el líquido elemento, cuando surgía del grifo, lo hacía achocolatado y, por supuesto, era tan poco potable que los españoles, temerosos de las epidemias estivales del cólera, nos inventamos que a aquel potingue infecto habían de dársele tres hervores y salpimentarlo con un chorrito de lejía para potabilizarlo. Era mentira. Cada verano llegaba el cólera y siempre se contabilizaban bajas, sobre todo entre los niños. Años más tarde, los españoles de Melilla, en plan progresía, importaron las vacunas y había que trasladarse allí para inmunizarse y recibir el papel de vacunación, de lo contrario no te dejaban subir en el melillero, que es el navío mágico que enlaza con la península. ¿Que si yo me vacuné? Por supuesto, en cada campaña, para poder cruzar la frontera, y por culpa de la jodida vacuna murió algún que otro vecino, bueno, por la vacuna y por agoniosos. El hecho es que “todo” el mundo aspiraba a ese certificado de vacunación que abría todas las puertas, pero infinidad de moros temían a la aguja más que al piojo verde y preferían comprar los papeles a vacunarse. Eso suponía un negocio de apariencia lucrativa y más de un despabilado llegó a ponerse tres y cuatro veces en las colas de sanidad para obtener cada vez “la papela”, que es como se llamaba el documento, para luego vendérselo a los medrosos. Lógico, el multivacunado contraía la enfermedad y moría entre cagaleras y bebiendo agua, contaminada, por supuesto.
Cólera y banderillazo en el brazo. Piojo verde y banderillas en el omóplato. ¿Que por qué denominaban así a las fiebres tifoideas? Se lo pregunten a los primeros españoles que desembarcaron en nuestro Protectorado y cuyos cadáveres, envueltos en sábanas blancas, a la manera moruna, llenaban los camiones de los muertos que recorrían las calles atendiendo al trapo atado en las ventanas de las casas. Mi abuelo el caló y mi padre vivieron las grandes epidemias, yo un poco menos, pero también sudaba de terror ante una deposición algo más líquida de lo habitual. O ante cualquier sensación de náuseas. La hepatitis era endémica y enfermé dos años consecutivos. La difteria estaba ahí y me vacunaron clavándome cruelmente una aguja en la barriga. Para la viruela inmunizaba un médico español con la señal imborrable en el muslo o en el brazo.
Todos nosotros “sabíamos” y “palpábamos” que sobrevivir era todo un mérito y que tan solo salían adelante los más fuertes en aquella tierra cruel, donde los morillos tenían sarna y tiña que ocultaban con gorrillos de lana, y las niñas espiábamos angustiadas cualquier roncha en nuestras manos. Había miedo. Y nos enseñaron a convivir con él, a darle su espacio, a que, cuando hacían la prueba de la tuberculina, muchas de nosotras apareciéramos con el temido ronchón en el brazo y “nos pasaran por rayos” y los análisis y la ínfima prevención. Al llegar a España lo hicimos infinitamente puteados y con un picor residual que nunca desaparece, demasiados piojos en la infancia, demasiadas noches durmiendo con la cabeza liada en un trapo blanco y el olor del ZZ atascado en las fosas nasales. Palabras malditas y proscritas, liendrera, piojos, sarna, pitiriasis versicolor, cavernas en los pulmones, viruela, gastroenteritis, tifus, lepra… ¡Ssssss! ¡Las niñas no hablan de esas cosas!
Llegamos con la lección de la supervivencia trabajosamente aprendida y aquella infecta realidad prendida en las pupilas, pero también con un saludable gazpachuelo de la testiculina del caudillo Abdelkrim, el son de la chirimía cuando desfilaban nuestros Regulares ondeando sus capas blancas, los crepúsculos arrebatados del Rif con las gaviotas chillando en cheljaoui y la placidez de las palomas de Nador, orondas y satisfechas, engordadas a fuerza de picotear y nutrirse de los vómitos con tropezones de los borrachos, que importaban bebidas prohibidas por la frontera. De allí, del sur, de “lo nuestro” no vinimos melindrosos, sino españoles sin raíces, ávidos de Patria, sin un punto geográfico de referencia al que regresar por las fiestas de la patrona, sencillamente nada… Sin retorno. Pero con unos valores viejos, dificultosamente mamados, cosidos en el alma con cordón de saco, igual que cosían los rifeños las bocas a los legionarios después de haberles cortado los cojones en combate y hacerles desayunarse con ellos. Y los legionarios viceversa, es decir, aguja, cordón y criadillas sanguinolientas a la boca del moro.
Y aquí estamos, hambrientos de arquetipos, con la aorta bombeando las palabras “Dios y España”, nosotros, los hispanorrifeños. Melindres, los mínimos.