El fracaso del Estado de las Autonomías ha supuesto para algunos pueblos españoles una absurda discriminación, al mismo tiempo que una auténtica decepción, por no cumplir con las expectativas de recuperación de su perdida soberanía. Es por ello, que la “autonomía de compromiso”, equivalente a una mera descentralización administrativa, no presupone una garantía autodeterminativa para esos pueblos, principio reconocido por el Derecho internacional pero aplicado arbitraria e interesadamente en Europa.
El derecho a la autodeterminación no implica necesariamente la opción por la independencia o la secesión, sino la posibilidad que tiene un pueblo de dotarse de un régimen propio de autogobierno y de elegir la forma de relacionarse con las colectividades nacionales circundantes. Afirmada la existencia de un pueblo, definido el grupo étnico cualificado y delimitado su territorio, la llamada “autodeterminación interna”, no es sino la fase siguiente de un proceso lógico y consecuente.
Sin embargo, en un Estado como el español, en el que siglos de convivencia han creado una serie de vínculos entre los distintos pueblos y nacionalidades que lo forman -lazos algunos de ellos rechazables por haber sido impuestos por la etnia predominante-, no puede hablarse de una aplicación ilimitada de la autodeterminación, sino de su ejercicio condicionado a los derechos adquiridos por los distintos grupos. No pueden entenderse las actitudes pasivas que contemplan el rebrote de los separatismos de los pueblos ibéricos airados, y se recrean en la resistencia a abordar una reforma estructural del Estado, una refundación de su ordenación territorial, que pasa necesariamente por poner fin al fracasado Estado autonómico como “federación inacabada” y comenzar la construcción de un auténtico Estado federal.
La tradición federal española, que concebía los Estados regionales como pilar y fundamento de un nuevo Estado español, ha tenido siempre gran fuerza. Pero el modelo de inspiración federal debe ser una estructura organizativa basada en la pluralidad cultural y el tratamiento diferencial, contrapuesta, pues, al actual modelo autonómico, repleto de agravios comparativos, privilegios forales y discriminaciones históricas. El Estado federal se articula sobre una pluriétnica “nación política” -España- y una diversidad de “naciones culturales” que pactan entre sí en una relación o plano de igualdad.
Ahí es donde precisamente radica el éxito o el fracaso de un federalismo español. Un proyecto federal puede ser concebido, bien como compromiso entre distintos grupos políticos con el objetivo de activar una descentralización considerable -opción ésta limitada y condicionada-, o bien como pacto entre las distintas nacionalidades para refundar el Estado desde sus propias soberanías, renunciando, al mismo tiempo, a la “autodeterminación externa” en beneficio de la unión federal.
El principal problema de este modelo sería la determinación de los sujetos colectivos o nacionales con derecho a federarse. Condicionar el proyecto federal español a la frágil “teoría de las cuatro naciones” -España, Galicia, Euskal-Herría y Països Catalans- sería condenarlo el más rotundo de los fracasos, porque se estarían trasladando los mismos males que afectan al Estado autonómico a un modelo concebido precisamente para superar dichas deficiencias y discriminaciones. En cualquier caso, la consolidación paulatina de diecisiete comunidades autónomas, cuyos procesos de autoidentificación parecen irreversibles, no permite siquiera optar por un sistema tan simple y reduccionista. Con todo, nacionalistas vascos y catalanes coinciden en oponerse a un federalismo global -si bien siempre desde un criterio más estratégico que ideológico-, puesto que una federación generalizada supondría la “homogeneización e igualación competencial” y ello sería impensable para unas nacionalidades “privilegiadas”, acostumbradas al juego de la presión y de la negociación directa con el Estado.
Ninguna de las soluciones apuntadas -federalismo generalizado o “a la carta” o federalismo restringido a las “cuatro naciones”- parece alternativa con la suficiente congruencia como para fundamentar un proyecto federal realista y respetuoso con nuestra tradición ibérica. La primera de ellas porque equipara a las auténticas nacionalidades con otras que no son sino meras divisiones administrativas, geográficas o económicas; la segunda porque, al partir de un catálogo cerrado o “numerus clausus”, implica de hecho una discriminación y la postergación definitiva de otras naciones histórico-culturales, con iguales o mayores derechos, pero que no cuentan con un potencial humano y económico suficiente -traducido en términos de rentabilidad fiscal o electoral- como para erigirse en virtuales factores presionantes.
Una solución intermedia, basada principalmente en criterios históricos y culturales, podría diseñarse en función del siguiente esquema: reconstitución étnica y territorial de las nacionalidades mediante refrendos populares en las comarcas afectadas; formación de las nacionalidades por áreas afines (Galicia, Asturias-León, País Vasco-Navarra, Castilla, Aragón, Cataluña y Andalucía); establecimiento de un estatus autónomo especial para las islas en razón de su insularidad y de sus peculiaridades socio-económicas; otorgamiento de un estatuto de capitalidad a Madrid -área metropolitana- en su condición de capital o distrito federal; y refundación del Estado mediante un “pacto federal” consensuado, con firme compromiso de unión y renuncia solemne a la autodeterminación incondicionada.
Desde luego, el modelo propuesto es difícilmente asumible por el actual ordenamiento jurídico-constitucional, por lo que el primer e inevitable paso para la refundación consistiría en una profunda reforma -revisión total- de la Constitución española, lo cual, por otra parte, no entrañaría ningún problema de forma -la intangibilidad de la Constitución es un mito- sino de voluntad política. En tanto esa ambiciosa reforma no se materializase, algunas medidas de carácter transitorio -necesarias y sencillas de ejecución- serían la territorialización del Senado y la autonomía fiscal. Pero los principios de una operación constitucional de tal calibre deben surgir de una redefinición de la soberanía, esto es, del reconocimiento del “poder autoconstituyente” de los distintos pueblos y nacionalidades, así como de la igualdad originaria de todos ellos.
El mito de la autodeterminación
La “autodeterminación“es el derecho fundamental de los pueblos, constatada su existencia como tales y definido el grupo étnico y territorial, a elegir su propio “estatuto político”, esto es, a disponer de sí mismos en un plano jurídico-organizativo en relación o frente a otros pueblos o Estados. Este derecho tiene un contenido multidimensional: la autoafirmación” o acto por el cual una comunidad se constituye como pueblo y se proclama existente frente a los demás; la “autodefinición” o indicación del grupo humano cualificado que constituye dicho pueblo; la “autodelimitación” que implica el derecho del pueblo a determinar sus límites territoriales; la “autoorganización” o disposición de un poder constituyente para dotarse de un estatuto político; y la “autogestión” que comprendería lo que se conoce por autonomía o autogobierno. A veces, incluso, se especula con la existencia de dos tipos de autodeterminación, “interna” y “externa”, en función de que el pueblo en cuestión se otorgue cierta autonomía estática dentro de un Estado superior o que opte soberanamente por su pertenencia o exclusión estatal, lo cual incluiría, lógicamente, el derecho de secesión. El cuadro debe completarse con una referencia, con frecuencia olvidada, al derecho de “autoexplotación”, esto es, el derecho de los pueblos a disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales como medios autóctonos de subsistencia.
El derecho de autodeterminación tiene su primera proclamación formal en el “principio de las nacionalidades” inspirado por el presidente norteamericano Wilson, si bien no ligaba dicho principio a las diferencias étnicas entre los pueblos sino a la identificación entre soberanía nacional y voluntad popular. Los dos fundamentos objetivos entre los que se movía la autodeterminación eran, por un lado, la aparición de autonomías intraestatales y, por otro, el proceso de descolonización. La Carta fundacional de las Naciones Unidas (1945) instituía el principio de libre determinación de los pueblos, si bien en su dimensión de reconocimiento del derecho de autogobierno de los pueblos y no del derecho de secesión. La Declaración sobre Descolonización (1960) primaba la “unidad estatal” sobre el ejercicio de la independencia, aunque en el caso de las “colonias” dicho principio se aplicaba sobre cada territorio. Los Pactos sobre Derechos Humanos (1966) afirmaban rotundamente que “todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación“y que “todos los pueblos tienen el derecho de disponer de sí mismos”, determinando libremente su estatuto político y fijando libremente su desarrollo económico, social y cultural.
Ahora bien, ninguno de estos instrumentos internacionales expresan el alcance del concepto “pueblo” ni el procedimiento que habrían de seguir los pueblos para ejercer ese derecho de autodeterminación. Por ello, la autodeterminación debe entenderse proclamada como un derecho cuyo titular es el pueblo del territorio del Estado y no el pueblo de una etnia interna, excepto en los supuestos de aquellos pueblos que reciben explícitamente la categoría de “colonizados”, entendiendo como tales aquellos territorios sometidos a un Estado o “metrópolis” pero separados geográficamente -sin continuidad territorial- y con signos evidentes de dependencia y servidumbre económicas. Y cuando se habla de la autodeterminación de pueblos no coloniales, entonces el derecho se matiza o condiciona a tres principios: el democrático, según el cual la soberanía y la voluntad popular corresponden al conjunto del pueblo del Estado; el étnico, por el que una concesión de autonomía al grupo étnico diferenciado supondría ya un ejercicio autodeterminativo; y el estatal, a través del cual se garantiza la unidad e integridad territorial del Estado, con absoluto rechazo de cualquier pretensión secesionista.
Respecto a la Constitución española, mucho se ha discutido en torno al reconocimiento implícito del derecho de autodeterminación. Y los resultados siempre han sido unánimes: tal derecho no se encuentra constitucionalizado expresamente ni puede sustraerse mediante una interpretación extensiva. El mismo preámbulo de la Constitución se abre por referencia a la “nación española” y al “uso de su soberanía”, aunque posteriormente aspira a la protección de todos los “pueblos de España”. El artículo 1.2 residencia la “soberanía nacional” en el “pueblo español”, lo cual implica que existe una sola nación y un sólo pueblo, y no una pluralidad de grupos o comunidades humanas con soberanía compartida que, mediante un pacto, acuerden cohabitar bajo la misma estructura estatal.
Si bien el artículo 10.2 de la Constitución establece que sus derechos se interpretarán de conformidad con las normas internacionales, resultan inaplicables los Pactos que reconocen el derecho de autodeterminación respecto a los posibles “pueblos” que integran España, pues la Constitución sólo reconoce la existencia de un pueblo -el español- soberano y con poder constituyente, el cual habría ejercido ya su derecho autodeterminándose a través de la Constitución, los refrendos y consultas electorales sucesivas.
Sin embargo, el artículo 2 de la Constitución reconoce, dentro de la “indisoluble unidad de la nación española”, la existencia de comunidades o grupos humanos asentados territorialmente y diferenciados culturalmente, pero tal reconocimiento se agota jurídicamente con la garantía del derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones”. Como puede comprobarse, el rotundo reconocimiento del “autogobierno” se compensa con la energía con que formula la unidad e indivisibilidad de la “patria común”. En cualquier caso, el concepto constitucionalizado de “nacionalidad” haría referencia a las colectividades territoriales, culturales o históricas que integran la superior “nación española”, como justificación de la concesión de la autonomía, y no a un interés constituyente por conectar con el “principio de las nacionalidades” y su consecuencia directa el “derecho de autodeterminación”. Y por si hubiese alguna duda, el artículo 8 encomienda a las Fuerzas Armadas la defensa de la integridad territorial española, de forma que si alguna “nacionalidad” pretendiese ejercer un presunto derecho de autodeterminación, se encontraría no sólo ante la ruptura del ordenamiento constitucional, sino ante la contundente acción del ejército en cumplimiento de su misión superior.
Por último, nos encontramos con la disposición adicional primera de la Constitución, la cual ampara y respeta -no reconoce ni promociona- los derechos históricos -no los define- de los territorios forales -no los identifica-, que podrán ser actualizados -no dice cómo- en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía. Esta absurda e inoperante declaración de inspiración “foralista” es totalmente extemporánea, fuera del actual contexto político (sólo favorece a una parte de las comunidades forales) y, desde luego, excluye cualquier interpretación favorable al derecho de autodeterminación, cuyo ejercicio parece descartado cuando se alude al “marco constitucional”.
En definitiva, la Constitución española no reconoce el derecho de autodeterminación “plena” a sus pueblos o nacionalidades, sino aspectos incompletos de la misma -que algunos denominan “autodeterminación interna”- como es el “autogobierno” del artículo 143. El ejercicio pleno de la autodeterminación comprendería una serie de complejas operaciones o mecanismos que se tornan como procedimientos racionales y operativos, al mismo tiempo que como garantía de lo que, en definitiva, no es sino el ejercicio de la plenitud democrática a través del derecho de autodeterminación: proclamación de los pueblos con tal derecho; delimitación de sus territorios con referendos en las regiones o comarcas conflictivas; formulación de referéndums autodeterminativos; elección de un estatus político (unión, federación, secesión); reproducción del referéndum periódicamente en función de los resultados del primero. Como es natural, ningún Estado ha previsto un procedimiento similar, llevando la democracia hasta sus últimas consecuencias.
El Estado Federal: la defensa de la diversidad
El federalismo, como teoría política, es la búsqueda de la unidad en el respeto a la pluralidad, es la negación de lo absoluto y la afirmación de la relatividad. El federalismo no es, en definitiva, el precursor del unitarismo, ni la solución al separatismo, sino la defensa de la diversidad. De esta forma, como España es una “nación política” -un Estado plurinacional- integrada por una diversidad de “naciones culturales”, la forma de expresar un sentimiento de unión comunitaria nacido desde la dispersión organizada es, precisamente, el federalismo.
Tradicionalmente, han existido cuatro grandes fórmulas con las que se han afrontado los problemas planteados por la plurinacionalidad de los Estados modernos que, como España, han fracasado en su intento de configurarse como nación homogénea y sin fisuras. Así, el centralismo, el foralismo, el regionalismo y el federalismo. Mientras la solución del Estado regional o la del autonómico se basa en el reconocimiento de varias regiones históricas o nacionalidades culturales, sobre las que se opera una descentralización del poder estatal, la perspectiva del Estado federal arranca de diversas naciones políticas soberanas que, en aras de su relativa unidad, pactan entre sí para constituir un nexo estatal de unión sobre el que delegan algunas competencias intercomunitarias, reservándose para sí el núcleo de poder que las caracteriza como auténticas naciones.
Esta descripción es, no obstante, una de las versiones del federalismo: el federalismo como “pacto”, según el cual un Estado federal se formaría por la unión de naciones preexistentes. Frente a la construcción estatal tan típica del medievo que seguía un movimiento de arriba hacia abajo, este tipo de federalismo de corte pactista, apoyado en una visión contractualista de la sociedad, reivindica un sistema político diseñado desde abajo para formar una unidad de tipo superior.
No puede confundirse el “pacto” como origen o fuente de un Estado federal, como elemento jurídico-institucional previo a la formación política del Estado, con la constitución federal que da soporte a ese nuevo Estado. Para Proudhon, “federación (del latín foedus), es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etc, es un convenio por el cual uno o varios jefes de familia, uno o varios municipios, uno o muchos grupos de municipios o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de llevar uno o muchos objetos particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva”. Entre el “foedus” latino y el “pacto” aragonés, Pi y Margall definía la federación como un proceso a través del cual “los diversos grupos humanos, sin perder su autonomía en lo que les es peculiar y propio, se asocian y subordinan al conjunto de todos los de su especie para todos los fines que les son comunes”.
Sin embargo, la evolución del constitucionalismo irá adulterando progresivamente la idea del “pacto federal”. La constitución de un Estado compuesto -como es el caso español- no se fundamenta ya en el pacto entre naciones, sino en la soberanía popular, en eso que se quiere llamar “poder autoconstituyente” y que, en realidad, no es otra cosa sino la decisión colegiada y consensuada de las fuerzas políticas, que están obligadas a utilizar aquellos eufemismos para salvaguardar su legitimidad y la del Estado mismo.
Actualmente, el Estado federal no se concibe, pues, como fundamento de un determinado sistema de organización política, sino como un modelo de distribución territorial del poder que, en función de las características o necesidades de cada país, adoptará formas distintas. Esas formas particulares que intentan armonizar un mínimo equilibrio estatal con la obligación de descentralizar no obedecen ya a un diseño preestablecido, sino a la necesidad de dar respuesta a determinadas circunstancias históricas, culturales o lingüísticas.
De ahí que se diga con frecuencia que un Estado unitario descentralizado, como sería el caso del autonómico, no puede evolucionar hacia otro de corte federal, pues para ello sería necesaria la disolución del Estado y la existencia de una pluralidad de soberanías políticas confluyentes. Para ello hay que distinguir entre “federalista” y “federal”. La Constitución española no es una constitución federal; no es federal su organización del poder ni ha asumido la terminología propia de los Estados federales (Estados miembros o federados, Pacto federal, Constituciones federales, Cámara federal). El Estado federal se caracteriza por fundarse en un pacto de entidades preexistentes con un poder constituyente originario, mientras que en el Estado de las Autonomías sólo se reconoce la autodisposición del pueblo español, constituyendo la autonomía una concesión o delegación del Estado español.
Ciertamente, el Estado español no puede ser “federalista” en cuanto su proceso de construcción ha sido radicalmente distinto -España es una unión monárquica y no un pacto entre reinos-, pero sí puede ser “federal”, esto es, adoptar el modelo de estructura federal, sea de tipo subsidiario o cooperativo, y aunque para ello deba renunciarse a ese original momento fundacional que proporcionaba la idea de “pacto”. Ahora bien, una “constitución federal” del Estado español debería respetar un contenido mínimo: composición por entes territoriales con competencia políticas, legislativas y ejecutivas; igualdad de posibilidades iniciales entre territorios; distribución de los medios financieros; participación de una Cámara de representación territorial; mecanismos de solución de conflictos entre territorios o de éstos con el Estado.
El espíritu del federalismo, contrario a la misma esencia y justificación del Estado nacional, se fundamenta en lo que podríamos llamar el “principio federal” que, a su vez, describe una conducta política determinada. El Estado federal debe partir de la idea de lealtad y confianza entre las partes federadas basadas, no en relaciones de subordinación sino de cooperación: el compromiso federal se completa así por la coordinación entre naciones iguales, compromiso además que está en constante evolución, revisión y readaptación y que se explica por el carácter dinámico de un proceso que no se cierra jamás.
Si de lo que se trata es de superar las deficiencias, agravios y discriminaciones del actual Estado autonómico, el objetivo federal puede alcanzarse por cualquiera de los medios señalados: como pacto entre naciones iguales, como estrategia consensuada entre las distintas fuerzas políticas o como técnica de descentralización y organización territorial del poder. En este último caso, cabría esgrimir -ante la urgencia del cambio- que no importan tanto los medios utilizados como el fin perseguido.
En el actual marco histórico -en los comienzos de un siglo que será patrimonio de las naciones sin Estado- existen dos vías de “huída hacia adelante”: la primera, la reforma constitucional y la profundización del Estado de las Autonomías, agotando el modelo de distribución competencial por igual entre todas las comunidades, haciendo desaparecer las provincias, posibilitando la autonomía fiscal y territorializando el Senado; la segunda, asumir de una vez por todas la estructura federal, lo que implicaría una delimitación previa de los pueblos con derecho a federarse, una redefinición de la soberanía o poder autoconstituyente de cada uno de ellos, el reconocimiento de la igualdad originaria y la refundación del Estado español con una nueva Constitución. En resumen, federalizar con urgencia, antes de que se agraven las desigualdades entre los pueblos de España y se tornen irreversibles y conflictivas o, incluso, antes de que se produzca el definitivo -y traumático- desmembramiento de lo que fue el Estado español.
España es un complejo histórico-político donde confluyen diversos pueblos y naciones dotados de un primitivo poder y de una legítima soberanía, unidos en una entidad o soporte estatal superior que se aproxima “espiritualmente” al federalismo, pero al que le faltan precisamente los mecanismos esenciales de cooperación, integración y distribución que caracterizan a los Estados federales. De lo que debemos ser conscientes es que, a diferencia de las federaciones en proceso de formación, la española deberá iniciarse por la vía inversa: un proceso de “devolución” de los poderes y derechos territoriales desde el centro a la periferia, aunque el impulso de esta iniciativa haya de partir de los pueblos más alejados del corazón insensible de la que durante algún tiempo se llamó, orgullosa y presuntuosamente, “Nación española”.
Federación por áreas: simetría y diversidad
El federalismo se fundamenta, originariamente, en la igualdad de las partes federadas. La esencia del llamado “principio federal” consiste precisamente en un compromiso dinámico de relaciones igualitarias -por parte del Estado federal- y de lealtad y confianza -por parte de los Estados federados-. En otras palabras, subsidiaridad frente a subordinación, cooperación frente a discriminación. El llamado “Estado federal asimétrico” no es sino un invento de reciente cuño destinado a premiar políticamente a unos pueblos en detrimento de la soberanía de los demás. Y repartir parcelas de soberanía con criterios de servidumbre no sólo cuestiona los tradicionales principios del federalismo, sino que se encuadra en la práctica más totalitaria del centralismo chantajista que sobrevive bajo la máscara de un pobre autonomismo.
La última moda federalista en nuestro Estado encuentra su débil justificación en la despreciable “teoría de las cuatro naciones”, según la cual existen cuatro pueblos con derecho a federarse: España, Cataluña, Galicia y Euskadi. El resto de los pueblos o nacionalidades se integrarían, como regiones de mayor o menor autonomía, en la españolidad diversa y heterogénea. De esta forma quedaría perfectamente diseñada aquella peculiar asimetría: cuatro Estados federados y una larga lista de regiones asimiladas. Y es que el nacionalismo catalán -con el apoyo de varios medios de comunicación- sólo demuestra su entusiasmo con aquellas iniciativas de organización territorial que no pretendan el “café para todos”, esto es, que sitúen a la comunidad catalana por encima de las demás, a excepción tal vez de Euskadi y Galicia, en base a un “hecho diferencial” que no se atreven siquiera a describir o explicar con elementos racionales.
La federación asimétrica a cuatro bandas que persiguen algunos partidos españolistas -como mal menor- y nacionalistas -como algo natural- es simplemente uno de los sistemas posibles si se piensa -claro está- bajo exclusivos criterios lingüísticos. Habría que dilucidar, además, si el Estado federado de Cataluña incluiría también los territorios catalanoparlantes de Baleares, Valencia y Aragón. En cualquier caso, produce cierta desazón contemplar cómo el catalanismo pasa del federalismo igualitario a la presión negociadora insolidaria, para terminar finalmente en ese ente monstruoso del federalismo asimétrico.
Y sin embargo, una razón indiscutible despunta y subyace en las teorías de carácter piramidal: resulta imposible construir una federación sobre la base consolidada de diecisiete Comunidades Autónomas. Entonces, ¿qué criterios adoptar para predeterminar los pueblos o territorios con derecho a federarse? De la mano de la Constitución se podría reiterar la fórmula de aquellos “territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía”, sistema inoperante que resulta demasiado restrictivo y que coincidiría con el criterio de la delimitación lingüística y con la teoría de las cuatro naciones.
Con otros argumentos históricos podría construirse también una impecable teoría de los cuatro reinos -León, Castilla, Navarra y Aragón- para cimentar sobre la misma una federación de manual de historia medieval, aunque resultase decididamente extemporánea. Otra solución sería retornar a los viejos límites regionales despreciando, por tanto, los territorios creados “ex novo”, pero eso iría contra los derechos constitucionales adquiridos por algunos de ellos. Y otro sistema consistiría en la convocatoria de referendos en los territorios autonómicos actuales para que sus ciudadanos, democrática y ejemplarmente, decidieran en ejercicio de su soberanía cuál debería ser su “estatuto político” -región, comunidad autónoma, Estado federado- dentro del Estado español, pero ello entrañaría el peligro del cantonalismo (pensemos en Cartagena, el Bierzo, la Franja, etc) y del provincialismo (recordemos las viejas disputas Las Palmas-Tenerife, Cáceres-Badajoz, Oviedo-Gijón).
El problema se noa aparece, en principio, sin una óptima solución. A falta de válidos referentes contemporáneos, podríamos trasladar la experiencia histórico-jurídica de la Corona de Aragón a la totalidad de la española actual. Se trataría de diseñar una federación por áreas basada en criterios etno-históricos: 1) Área astur-galaica, que incluiría Galicia, Asturias y León (León provincia y parte de Zamora); 2) Área castellana, que comprendería las dos Castillas, Cantabria, Rioja, parte de Murcia y Madrid excepto área metropolitana que se configuraría como capital federal; 3) Área vasco-navarra, que integraría Euskadi y Navarra; 4) Área catalano-aragonesa, que englobaría Aragón, Cataluña, Baleares, Valencia y parte de Murcia; y 5) Área extremo-andaluza, incluyendo Andalucía, Extremadura y algunas zonas del sur de Murcia y de la Mancha. El cuadro se completaría, como hemos dicho, con el distrito federal de Madrid, capital común del Estado, y con el otorgamiento de un “estatus” insular especial para las Canarias.
Con esta solución obtendríamos un número razonable de Estados federados -cinco o seis- unidos entre sí por lazos históricos, culturales y lingüísticos, con una población suficiente en términos cuantitativos y con una capacidad económica versátil y multisectorial. Además, dentro de cada Estado federado podrían conservarse -y nos remitimos de nuevo al modelo de la Corona de Aragón -las diversidades territoriales en orden a sus pluralidades culturales, jurídicas e institucionales, basadas en el respeto mutuo y la coordinación de intereses comunes. Este proceso sería especialmente dinámico, puesto que empujaría a cada territorio integrante a una sana competitividad con sus vecinos, a fin de que ninguno de ellos alcanzase una prepotencia absorbente y homogeneizadora. Desde luego, este sistema tiene numerosos obstáculos y dificultades, aunque no más que las otras fórmulas apuntadas. Pensemos, por, ejemplo, en la creación de modernos satélites, en la colonización territorial o en la consolidación de anunciados proyectos expansionistas. Quizá, el mayor de ellos sería la formación de grandes espacios autocentrados y autosuficientes que podrían suponer un auténtico desafío para la misma supervivencia del Estado federal español.
La federación ibérica: Una reedición del Pacto de Tortosa
El Pacto de Tortosa de 1869 constituyó un ejemplo de pactismo federalista en forma de compromiso ideológico entre las fuerzas republicanas de las “tres antiguas provincias de Aragón, Cataluña y Valencia, incluidas las islas Baleares”. La alianza política de los territorios integrantes de la Corona de Aragón sirvió de modelo federal a castellanos, andaluces y vasco-navarros y culminó en la propuesta del pacto nacional auspiciado por Pi i Margall desde Madrid. La iniciativa arrancaba de las “libertades” de la llamada confederación catalano-aragonesa para representar un federalismo histórico y no separatista. En definitiva, se trataba de crear un Estado basado en unas “regiones unidas por su situación topográfica, solidarias en sus más preciados intereses, confundidas por sus recuerdos históricos, semejantes, si no iguales, en carácter y costumbres, émulas dignas en su pasión por la libertad”.
Sin embargo, el actual Estado autonómico, con su pluralidad, diversidad y desigualdad entre las diecisiete comunidades, se ha convertido en un monstruo incontrolable con vocación de cadáver insepulto. La teoría estatalista de las cuatro naciones (España, Catalunya, Euskadi y Galicia) compite en disparates con la conocida del “café para todos”. Si la solución autonómica era la alternativa para evitar a toda costa el modelo federal, lo más razonable hubiera sido respetar, al menos, la estructura regional precedente. En su lugar, se crearon comunidades híbridas (Castilla y León), otras se desmembraron (Cantabria, La Rioja), otras se inventaron (Castilla-La Mancha), y otras (Madrid) se resignaron a la soledad. Al mismo tiempo, se impedía la fusión -o federación- de entidades territoriales históricamente hermanadas, con la excepción del procedimiento previsto para la integración de Navarra en Euskadi.
Ahora bien, las teorías sobre la constitución territorial de las comunidades o estados que podrían formar parte de una futura federación ibérica o hispánica, son innumerables, complejas y, la mayoría de las veces, contradictorias: cuatro, la escasez; diecisiete, la abundancia. Sólo la formación de “áreas” comunes o afines entre pueblos vinculados étnica, histórica y lingüísticamente da como resultado un número equilibrado pero -desafortunadamente -, y por encima de la metapolítica, priman siempre los intereses localistas (leoneses, cántabros, extremeños, riojanos, murcianos), expansionistas (catalanes, vascos, gallegos) e, incluso, de talante indiferente (aragoneses, castellanos).
Veamos si no. León hubiera tenido perfecto derecho a constituirse en comunidad autónoma, al margen de Castilla, pero sus propios inspiradores dudan de su composición provincial: amplia (León, Zamora y Salamanca) o reducida (sólo León), elevándose también voces sobre su vinculación a Asturias (en el norte) o a Galicia (en El Bierzo). Castilla, por su parte, bien podría aspirar a una dimensión imperial -la del antiguo superreino- o ideal (Castilla la Vieja, incluyendo Cantabria y La Rioja, las provincias de Cuenca y Guadalajara, así como Madrid excepto su área metropolitana). En este último caso, entre la comunidad castellana y la andaluza quedarían una serie de territorios heterogéneos sin adscripción clara: Extremadura, Toledo, La Mancha y Murcia, con los que se podría inventar -precedentes no faltan- una comunidad híbrida extremo-castellano-andaluza.
Pero, sin duda, el área que mayor viabilidad merecería sobre el papel es la catalano-aragonesa. Y, sin embargo, serios obstáculos encontraría tal proyecto: por un lado, el imperialismo catalán (el pancatalanismo) que aspira a la incorporación de Valencia, islas Baleares y el Aragón oriental (además de Andorra y el Rosellón francés); por otro, las susceptibilidades aragonesa y valenciana, que observan recelosas al poderoso vecino, al que culpan -normalmente con razón- de usurpación histórica y lingüística y al que imputan -esta vez, con escasos motivos- su expolio económico. Cataluña no ha sabido explotar su papel predominante en la región pirenaico-ibero-mediterránea, para atraer con su fuerza a las comunidades limítrofes hacia un ambicioso proyecto de recreación de la antigua corona aragonesa: unidad política y territorial bajo el respeto a la diversidad cultural e institucional.
Lamentablemente, en esta España del “sálvese quien pueda” imperan más las actitudes cantonales, locales, comarcales, regionales o infranacionales, que las iniciativas de fundación o reconstitución de grandes comunidades históricas. Los vascos insisten en la formación de Euskal-Herría, aunque los navarros se oponen y algunas localidades cántabras, burgalesas y riojanas se apuntan al negocio. Los catalanes aspiran a sus hipotéticos Països Catalans, con la oposición militante de aragoneses y valencianos. El País Gallego se debate entre la absorción de las comarcas occidentales asturianas y leonesas y su acercamiento cauteloso al prófugo Portugal. Los castellanos intentan, con escaso éxito y menos énfasis, mezclar al montañés, al mesetero, al serrano, al ribereño y al mediterráneo, en una comunidad confeccionada a base de los deshechos y los despojos de lo que queda de España. Los andaluces no parecen aclararse entre su glorioso pasado islámico, tan apetecible al expansionismo bereber, o su condición de apéndice castellano, aunque posiblemente ello dependa -que nadie se ofenda, que las raíces del problema son ya centenarias- del lugar de donde emanen las subvenciones. Los aragoneses, en fin, están rodeados de vascos, catalanes, castellanos y, por si fuera poco, de franceses, pero su manifiesta debilidad no les impediría reclamar territorios irredentos que van desde Tudela y Soria hasta Lérida y Valencia.
En definitiva, la complejidad territorial y las rivalidades autonómicas actuales no parecen ser las mejores vías para la construcción de un Estado federal equilibrado. Si los mapas posibles no se trazasen caprichosamente en los despachos oficiales y dejasen a los pueblos pronunciarse democráticamente en refrendos puntuales sobre su pertenencia a una determinada región, comunidad o nación, las fronteras resultantes quizá no serían tan razonables o deseables, pero sí, al menos, más legítimas y realistas.
España podría constituirse en un Estado federal optando por uno de los siguientes modelos territoriales: el regional, esto es, fundado sobre las regiones históricas (Galicia, León, Castilla, Navarra, Aragón, Cataluña y Andalucía), si bien incorporando a cada una de ellas los territorios afines que restan o faltan en la relación, mediante plebiscitos populares; o el comunitario, es decir, aquel que aspiraría a una reconstitución histórica, étnica y lingüística, agrupando por áreas a regiones que, o bien forman parte ya de una misma nacionalidad subyacente, o bien hubieran podido llegar a fundar su propio Estado-nación si las circunstancias políticas del pasado lo hubiesen permitido. Según este último modelo, la organización federal española resultaría de los siguientes áreas comunitarias: la astur-galaica (Galicia, Asturias y León), la vasco-navarra, la catalano-aragonesa (Cataluña, Aragón, Valencia e islas Baleares), la andaluza y la castellana, otorgando a Madrid la capitalidad federal y a las islas Canarias un estatuto especial en razón de su insularidad. Un Pacto de Tortosa a lo grande.