Cuando Jean-Paul Sartre escribía sobre la desesperación, la angustia y la nada, no hacía sino un ejercicio de retórica, pues, según confesó en cierta ocasión, jamás había estado desesperado. Otra cosa es que el padre del existencialismo, arrebatado por ese “misticismo de las palabras” del que siempre gustó, fuera capaz de engendrar en el ánimo de sus negros prosélitos de las caves parisinas esa angustia y esa desesperación.
Del mimo modo, supo mover a multitud de individuos de su época hacia el “compromiso”. Gracias a un libro publicado en Francia el siglo pasado, titulado Une si douce Occupation (Albin Michel), del historiador Gilbert Joseph, sabemos que Sartre fue un hombre especialmente comprometido con la persecución de su propio éxito, aunque para ello, de la mano de su perenne compañera Simone de Beauvoir, tuviera que comprometerse –valga la redundancia– con los nazis durante la ocupación de Francia. “Yo estaba enfrentado a la Gestapo mientras en París Sartre representaba sus obras con la autorización de los censores alemanes”, dijo en su día André Malraux con harta razón.
Aunque algunos de los hechos que Gilbert Joseph apunta en su obra ya fueron avanzados por el periodista Paul Johnson en su obra Intelectuales (Javier Vergara Editor), sus afirmaciones no dejan de constituir un auténtico barril de dinamita depositado en el pedestal del antiguo mito “nauseabundo”. Sartre y la Beauvoir –santa patrona del feminismo radical– vivieron sin preocupaciones durante la ocupación alemana; es más, si la guerra supuso para muchos franceses la muerte –también para el escritor y compañero de Sartre Paul Nizan–, para el autor de La náusea aquélla se reveló como la oportunidad inigualable de hacerse un nombre. Después se fabricaría sin escrúpulos una leyenda heroica encarnada en su falsa participación en la Resistencia.
Sartre fue movilizado en 1939 y alistado en la sección meteorológica del cuartel general del Escuadrón de Artillería del Ejército, donde se dedicaba a la nada belicosa tarea de lanzar globos de aire caliente para ver de qué lado soplaba el viento: toda una metáfora de su intuición para trepar más tarde. Por cierto, en el Ejército, según señala Johnson en la citada obra, “Sartre era conocido por no bañarse jamás y ser asquerosamente sucio”. El 21 de junio, fue hecho prisionero e internado en un campo. El “angustiado” pensador presumiría posteriormente del heroísmo demostrado durante el internamiento. El historiador Gilbert Joseph demuestra, sin embargo, que Sartre escribió una obra de teatro titulada Bariona, varias de cuyas escenas estaban destinadas a ridiculizar a los judíos, que empezaban a ser víctimas del Holocausto. Joseph subraya en Une si douce Occupation: “Sartre hace hincapié en que todos los gestos sean exactos, según la imaginería antisemita, a fin de que el público comunique con esos clichés”. La obra fue representada en un campo de prisioneros y, a decir del historiador galo, ante semejante espectáculo sobre los judíos, los centinelas alemanes se morían de risa.
Liberado en marzo de 1941 tras ser clasificado como “parcialmente ciego”, Sartre se dirigió a París, donde consiguió trabajo como profesor de filosofía en el Lycée Condorcet, cuyo personal estaba entonces o en el exilio, o en la clandestinidad, o en los campos de prisioneros. Joseph consigna: “Todos los camaradas de Sartre estaban convencidos de que recibía la recompensa por Bariona”. Los inspectores escolares –controlados por las autoridades nacionalsocialistas– informaron a su favor argumentando que su enseñanza era “excelente”. Como quiera que el escritor no había participado jamás en la política anterior a la guerra –ni siquiera en el Frente Popular de 1936–, su nombre no aparecía registrado en ninguna lista germana. Para los ocupantes, Sartre estaba “limpio”.
París, en 1941, se encontraba repleto de intelectuales alemanes francófilos, como Karl-Heinz Bremer, Gerhardt Heller y Karl Epting. Estos y otros más influían en la censura y en los periódicos y revistas permitidos por el invasor, sobre todo en lo referente a las reseñas teatrales y literarias. Para estos intelectuales uniformados, las novelas y los dramas de Sartre eran muy aceptables, entre otras cosas porque se hacían eco de la influencia de Martin Heidegger, quien seguía fascinado por “las maravillosas manos del Führer”. Sartre no colaboró activamente con los invasores aunque escribiera para el semanario colaboracionista Comoedia, donde publicó regularmente una columna. Mas su producción teatral gozó del privilegio inaudito de la representación, precisamente en los grandes teatros controlados por los alemanes, según demuestra Gilbert Joseph, quien afirma también que el Pariser Zeitung y la revista Signal recibieron con simpatía las obras sartreanas.
Las fechas no mienten al respecto: El ser y la nada se publicó en junio de 1943; ese mismo año se estrenó Las moscas, y el 27 de mayo de 1944 fue representado el drama Huis clos en el Vieux Colombier. Además, la casa Pathé solicitó a Sartre que escribiera guiones cinematográficos, así que redactó tres, entre ellos Les jeux son faits. En 1943 Sartre estuvo relacionado con la creación de una muy influyente revista llamada Las letras francesas. Pero aquí no acaba la provechosa “guerra” sartreana: en la primavera de 1944 fue elegido miembro del jurado para el Prix de la Pléiade junto con Malraux y Paul Elouard. Incluso pronunció conferencias en el París ocupado, cosechando gran éxito con una serie de charlas sobre “Las técnicas sociales de la novela” en el otoño de ese mismo año. Así pues, las horas que había pasado escribiendo entre una nube de humo en el Café Flore y en el Boulevard Saint Germain fueron muy productivas para el escritor. Lo triste es que, como apunta Joseph, el mítico café era el local donde se daba cita la intelectualidad pronazi.
Aunque su filosofía, el existencialismo, era una teoría de la acción –el hombre como creador de su esencia, que no es previa a su existencia–, y a pesar de la leyenda que luego supo pergeñar junto a Simone de Beauvoir, Sartre no actuó sino dialécticamente con la Resistencia. Ayudó, sí, a crear un grupúsculo clandestino llamado “Socialismo y libertad”, pero, según uno de sus componentes, no fueron “un grupo de resistencia organizado, sólo un puñado de amigos que habían decidido a ser antinazis juntos y transmitir sus convicciones”. Un activista de la Resistencia, Raoul Levy, aseguró que lo que los componentes de “Socialismo y libertad” hacían en realida era un “mero parloteo alrededor de la mesa del té” y calificó al filósofo como “un analfabeto político”.
Liberada Francia, Sartre y sus amigos crearon Les Temps Modernes, cuyo primer número apareció en septiembre de 1945. En el mismo se publicaba un manifiesto exigiendo que los escritores se comprometieran con los problemas de su tiempo. Las palabras de ese manifiesto son hoy, sin duda, un bumerán retórico lanzado directamente a la cada vez menos gloriosa testa del filósofo: “El escritor tiene un lugar en su época. Cada palabra tiene eco. También cada silencio. Considero a Flaubert y a Goncourt responsables de la represión que siguió a la Comuna, porque no escribieron ni una sola línea para impedirla. Se podrá decir: no era asunto suyo. Pero, en ese caso, ¿era el juicio de Calas asunto de Voltaire? ¿Era la condena de Dreyfus asunto de Zola?”. Siguiendo la lógica del manifiesto escrito por Sartre, ¿no fue éste culpable del silencio cómplice ante la deportación de los judíos, al no escribir ni una sola línea en contra sino, al contrario, riéndose de ellos en la mencionada obra de teatro? ¿No fue responsable de la muerte de su amigo Nizan y de millares de compatriotas? Mucho más, pues disfrutó de la simpatía nazi.
De todas formas, Sartre se sinceró en parte en 1945 con estas palabras, quizá escandalosas, también cínicas: “Me entenderá la gente si digo que el horror era intolerable pero que nos adaptábamos bien a él… Nunca fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana. Lo que ocurre es que si, como dejó escrito en El existencialismo es un humanismo, “el existencialismo define al hombre por sus actos”, este antiguo monstre sacré queda –incluso sin necesidad de recurrir a sus absurdas teorías— muy bien definido como un eterno impostor.
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