El mundo moderno está racionalizado demoníacamente. Sus consecuencias inmediatas son la desacralización y la desmitificación que pueden ser -y frecuentemente lo son- contestadas en forma de lamentaciones genéricas contra la técnica incontrolada, protestas contra la moderna organización económica e, incluso, manifestaciones de los “nuevos bárbaros” del irracionalismo sumido en la oscura noche de los tiempos legendarios. “Nos encontramos -afirmaba Mircea Elíade- frente al deseo y la esperanza de regenerar el tiempo en su totalidad, es decir, de poder vivir en la eternidad, mediante la transfiguración del tiempo en un instante eterno”.
La cuestión del mito figura entre las más tempestuosas en la historia de las civilizaciones. La tradición dominante en la antigüedad clásica enfrentaba mito y “logos” como los polos contrapuestos de la fábula y la verdad, si bien no faltan en la actualidad los defensores de la función metafísica y religiosa del mito. Frente al juicio desfavorable de la filosofía acerca de la religión popular y el politeísmo, los que propugnan “el retorno al mito” se remiten a la tradición platónica que ve en él una integración de la razón, probable y verosímil, aunque no demostrable. El mito constituye, desde luego, una forma de expresión natural del pensamiento metafísico para descubrir el hecho de la trascendencia irrumpiendo misteriosamente en la Historia. Jaspers puso punto y aparte a la polémica, al reivindicar el valor perenne de los mitos, los cuales pueden combatirse o eludirse, pero no pueden ser sustituidos más que por otros esquemas mitológicos.
En esta época conflictiva y exigente de racionalismo y tecnicismo científico, surgen tendencias míticas que satisfacen mejor, con su lenguaje de símbolos, imágenes e hierofonías, las necesidades siempre latentes de la fe y el sentimiento. Precisamente, uno de los problemas más urgentes de nuestro tiempo está en el intento de hacer discurrir el flujo intelectual y el espíritu crítico por la actitud conservadora del sentido común, sin despreciar por ello la gran reserva de energía emocional situada en los niveles menos racionalistas de la inteligencia humana. Y es que la inteligencia no es más que un elemento del propio ser, que no puede ignorar la profunda realidad del inconsciente, el comportamiento biológico, los mitos, símbolos y leyendas, como experiencia de lo sagrado, no sustituible por “la razón pura”.
La Historia es cíclica, con procesos de mitificación y otros de desmitificación, y no rectilínea con una dirección única y un fin absoluto. Las grandes religiones y las ideologías más vitales atraviesan constantemente una fase mítico-mágica, golpeada después por otra ético-racional que desea purificar y desmitificar los centros ideológicos de las toscas simbologías: los grandes movimientos de secularización sólo son etapas de un enorme proceso de profanación de lo sagrado, tras las que renace una vocación mitológica, siempre reprimida pero no extinguida.
El mito tiene un encanto que no puede romperse, excepto con otro nuevo, y también un valor interpretativo de la existencia y del ser. El hombre contemporáneo, desarraigado y desencantado, sumergido entre la nada y la angustia, vaga por caminos que no conducen más que al silencio y a la oscuridad. Desde este punto de vista, la historia del hombre puede ser considerada como la historia de la destrucción del mito, pero es válido esperar que en su interior resurja, como contrapeso ideal, un nuevo mito, adaptado y no consumido en el tiempo, para afrontar y guiar una nueva situación histórica que ya está golpeando las puertas de la civilización.
En esta “nueva Edad Media” en la que se encuentra sumergida Europa, un renovado mito se abra paso, el de la “nación europea”. La “nación” es un sentimiento difícilmente racionalizable o reducible al sentido o a la razón. El mismo hecho nacional parte siempre de un mito fundacional, impreciso y por tanto manipulable. La “nación” está siempre rodeada de mitos, símbolos y leyendas. Es la propia naturaleza histórica la que crea las naciones, la política hace lo propio con los Estados. De ahí que una nación no pueda dotarse de un soporte estatal en tanto la naturaleza no se transforme en política.
Y por eso también, sólo las naciones donde una minoría política ha llevado a cabo la difícil tarea de “racionalizar un sentimiento”, puede dotarse de una interiorizada comunidad nacional. Dicha tarea es sumamente compleja, puesto que la cuestión nacional se encuentra siempre acechada de enemigos dignos de un irracionalismo peligroso, como son la identificación de la “nación” con la raza o con la lengua. La nación es un mito y como tal no puede explicarse mediante parámetros racionalistas. La nación se siente a través de la sangre, el suelo, el paisaje, la costumbre, la familia, mediante una abstracción de sentimientos ancestrales, a veces incluso salvajes.
La “nación” constituye por si misma un auténtico sistema mitológico que arranca del concepto “etnia” como realidad comunitaria histórico-cultural para dar legitimidad a la razón del ser nacional, el hecho constitutivo de la nacionalidad. Se produce aquí un fenómeno de retroalimentación: el mito nacional constituye precisamente el núcleo fundacional de la nación. Ahora bien, el “mito nacional” no es algo que se invente o se construya, sino que se “descubre” como algo real que subyace en la misma esencia de la “nación”, pero que debe sustraerse de su estatismo para dotarle de ese sentido fundacional, creador, primigenio. La nación, por tanto, no es un producto ideológico, pero necesita de la política para poder transformar el mito en algo inteligible. Y aunque en la mayoría de las ocasiones, sea mínima la coincidencia entre ese milenario pasado mítico y la verdad histórico-científica, lo determinante es la reconstrucción del pasado, la recreación de una memoria colectiva.
Precisamente, la identidad de un pueblo consiste en la reunificación de los “lugares comunes” o rasgos diferenciales que se expresan socialmente y se afirman nacionalmente frente a otra identidad, bien por exclusión, bien por negación, o bien por coexistencia. La identidad colectiva adquiere su relevancia social como principio orientativo de la acción social, con referencia y en contraposición a otro u otros grupos. Es el “nosotros” frente a los “otros”, o “ellos”. Los rasgos distintivos -científicamente verdaderos o falsos sobre los que se apoya la identidad y, sobre todo, su discurso racionalizador- se constituyen como diferencias, y aun cuando el propio discurso los catalogue como rasgos objetivos lo hace siempre con relación a otro grupo sobre el que predica la posesión de un rasgo diferente.
Pues bien, el núcleo fundacional de la “nación europea”, como producto de naturaleza histórica, implica el “eterno retorno al mito” (¿quizás el mito indoeuropeo?) y se manifiesta en una constante redefinición de la identidad colectiva. La “nación europea” surge en un momento determinado por evocación de un mito de naturaleza trágico-heroica (¿quizás el nacimiento de la Europa romano-germánica?) y va adquiriendo su forma a través de su respectivo ámbito histórico y de la toma de conciencia de la identidad colectiva. Esto es, la “nación europea” existe como fenómeno independiente de la voluntad humana -es algo metafísico, irracional- pero sólo alcanzará a constituirse como tal cuando el pueblo europeo adopte el espíritu de identidad formulado por una élite o intelligentsia nacional-europeísta. Y en ello estamos.