El enemigo bueno (Memorias del Rif)

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En el nombre de Dios será Insha`Alá, pero de pequeñas nos enseñaron en la escuela, y también el santón del Marabo, que el único enemigo bueno es el enemigo muerto. Y les digo que en el Marabo, una suerte de pequeña ermita blanqueada y moruna de Nador, mi pueblo, el santón era un hombre de Dios. Hach, por más señas, porque había peregrinado a la Meca, pero no en vuelos charter, como los moritos pijos de ahora, sino en una de esas inmensas barcazas que salían de mi pueblo en el mes sagrado del Ramadam y tardaban tropecientos años y otras tantas fatiguitas en llegar a la ciudad santa. Volvían los lugareños agotados, pero con derechos adquiridos y los turbantes blancos como la nácar. Así fue y regresó el santón, al que llamábamos respetuosamente Hach y que no aceptaba donativos en dirhams, sino que prefería que compráramos sus plegarias con aceite, y si era con una lata grande y roja de aceite Lesieur, mejor aún, porque se motivaba más en los rituales de limpieza de los yins. Ya saben, los demonios que poseen a las criaturas por mor de un “trabajo” o de un mal de ojo y se ven cuando el hombre de Dios se asoma a tu oreja.

Vale, el santón debía de hacer “algo” con el aceite, porque tenía que comer, pero yo le vi rezar con auténtica devoción y por una sencilla botella de plástico de las baratas, cuando mi mucama, Camla, me llevó para que el hombre lanzara fulminaciones hacia los argelinos, cuando la guerra. ¿Qué están preguntando ahora? ¿Que si el santón era un Ufkí, un brujo? No. Pero sus mañas sabía. Nuestro Ufkí familiar era otro, más acreditado, rifeño puro y de nombre Sí´Alí. En nuestro Rif inmenso, a la vera de acá del río Muluya, en la tierra donde aún existían reminiscencias y arquetipos de creencias prohibidas, más antiguas que los ríos y las montañas, o se convivía pacíficamente con la magia y la hechicería, o no se podía vivir. Porque todo se convertía en un puro sobresalto y la vida misma era un inmenso presagio. No cuentan las crónicas, sino que yo lo vi, cómo el cielo del atardecer, con el sol muriendo tras la Restinga, se tiñó de rojo, los vientres de las nubes se asalmonaron y las gaviotas enloquecieron; mi mucama se pasó varias veces las manos por los ojos y “supimos” que el crepúsculo anunciaba sangre. Aquella misma noche, los aviones argelinos bombardearon la ciudad de Oujda, que era la referencia social afrancesada y exquisita de todo el Rif.

¿Que les cuente retazos de guerra moruna? Sí, les digo que hoy aún me pinchan y no sangro al recordar aquel anochecer, cuando habíamos obtenido licencia de mi estricta madre para acudir al cine a ver un musical llamado “Las noches del Universo”. Estábamos disfrutando de la proyección y chupando cañadú cuando, entre furiosos abucheos, paró el filme y se comenzaron a oír las sirenas. Los niños nos levantamos de inmediato, con la lección bien aprendida; sonaban las sirenas y en menos de cinco minutos se cortaba la luz de todo el pueblo, mientras las calles eran recorridas por mejannies y polices en bicicleta para que la gente se recogiera en sus casas. Se diría que todo Nador había tenido “algún” mal augurio, porque la amenaza era real. Llegamos a casa con prisas y nos topamos en el portal con una pareja de mejannies que habían acudido a aconsejar tanto a mi familia como a los pocos españoles que nos escapáramos a Melilla mientras la carretera fuera segura. Mi padre, de nuevo, se negó. El era hijo de la tierra y “sentía” aquella guerra como propia, además tenía la malsana sospecha de que, si huíamos de las bombas, vendría algún desaprensivo a robarle su más preciado tesoro, que era el picú (ustedes lo llamarían pick-up), junto a una selección de discos de “Los cinco latinos”. Mi progenitor, amamantado con leche aguada y destetado con calostros de camella, no se fiaba ni de su sombra y si te daba la mano, después se contaba dos veces los dedos. Su obsesión era que alguien iba a aprovechar la coyuntura bélica para despojarle del picú y que si aconsejaban a los españoles que nos fugáramos a Melilla, era porque estaban “seguros” de que iban a bombardear la carretera desde Nador hasta Farhana, nos matarían y aprovecharían que estábamos muertos para robarnos las casas. Y encima, pobrecitos, hartos de estar muertos, nos darían sagrada sepultura en el pequeño camposanto cristiano, y como el padre Adolfo no cobraría, seguro que no rezaba ni un gorigori, si un caso una cutre cruz de madera y al día siguiente la normal profanación por parte de los muslimes, maniáticos ellos, que mearían nuestras tumbas y se llevarían las cruces para hacer brujerías. ¡Ayya! ¡Qué vida tan incómoda para una niña!

La noche de los presagios tempranos, acudieron unos sefarditas vecinos a nuestra terraza para ver, en el horizonte negro como la pez, el resplandor anaranjado del bombardeo sobre Oujda. “¿Y si llegan hasta aquí?”. El judío, que tenía una tienda de colchones, era hombre juicioso: “Antes de tirar las bombas cerca de una ciudad española como Melilla, bombardearían Segangan. Esos argelinos también tienen miedo de Franco”. Mi mucama recitaba improperios  e imprecaciones: “¡Hijos de un perro y de una hiena sarnosa!” “En sus bocas puercas chorrea el jalufo (cerdo) y comen revueltos con las mujeres”. ¡Misin fidiej! Palabrota en chelja premiada con un lavado de boca con lejía.

Pero no piensen que vivimos la guerra acojonados, todos sabíamos que el Sultán había traído brujos y ufkires del Atlas y de todo Marruecos para maldecir a los argelinos, y que nuestros soldados iban “trabajados” y con las chaquetas puestas todas del revés para que, cuando llegaran las balas enemigas, se confundieran y dieran la vuelta al no encontrarles. Pero, pese a la seguridad, en la terraza mi Camla encendió el infiernillo, aromatizó el carbón con hierbas santas y quemó en él el papel doblado que nos había escrito el santón con sangre de borrego; también azuzó las brasas en torno a un murciélago reseco de los que se compraban en el zoco a las mujeres de la Montaña, pero apestó y mi madre la riñó. A mi madre, madrileñita ella, todo aquello le venía inmensamente grande y sospechaba que los hijoputas argelinos se habían ensañado en arrasar “precisamente” la perla de la corona de Oujda, que eran los almacenes Lafayette y, de paso, la cafetería Colombo que era donde las francesas pieds noirs y las ispaniolías tomábamos el te en nuestras raras excursiones cosmopolitas.

El mejor enemigo, el auténticamente bueno, es el enemigo muerto. He escrito en uno de los fragmentos de tripa trabajada que algún amable paisano me sigue trayendo desde mi tierra, las palabras sagradas del libro, con inmenso respeto, pidiendo la fulminación de nuestros enemigos de hoy, que son los que traen el terror a las almas de los inocentes benditos de Dios. Aún constándome que en mi país de origen son personas talentosas y con mucho fundamento, yo reafirmo lo que los allí paridos pensamos de forma unitaria y abrumadora: el único terrorista bueno es el terrorista muerto. Previo paso por la cárcel de Kenitra, por supuesto. ¿Qué dicen? ¿Que ustedes no gozan de siniestras prisiones tipo Kenitra? No importa, le piden el favor a Mohamed VI y pasaportan para allá a todos los etarras; verán como, si tienen la suerte de catar algún día de la semana un mendrugo de torta de pan, aprenden a eructar cumplidamente por el privilegio, y aunque no sea uno de esos eructos de buena jarera, de los que alimentan a un pobre para un mes, los criminales sabrán dar las gracias por el regalo ¡Abdulilá!

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