¿Quién fue Eva Perón? Esa mujer surgida de las profundidades del Sur, en la última frontera, donde todavía se respiraba la memoria de los gauchos, donde Europa enviaba sus millones de inmigrantes. Lejos, muy lejos de izquierdas y derechas, lejos, muy lejos del sentido del mundo, pero cerca de la injusticia.
Hay momentos históricos en los que la magia acude. Quizá por eso se hacen difíciles de explicar. El paso por el mundo de Eva Perón fue uno de esos momentos. Fueron pocos años, menos de diez. Ocurrió en el marco de un proceso político, pero dentro de él, significó un fenómeno metapolítico.
Una niña desterrada al olvido, en un pueblo pequeño y somnoliento de la provincia de Buenos Aires, navega la pampa interminable. La gran llanura la lleva hacia el puerto, donde van también las riquezas en los ferrocarriles ingleses. ¿Dónde guarda esa niña la fuerza de una revolución, la identidad de un pueblo, la rebelión, esa voz única que se escucha una vez y se recuerda para siempre?
Todos quieren adjudicarse ahora el mito. Las derechas y las izquierdas. Algunos prefieren imaginarla como un hada benefactora; otros, como las izquierdas latinoamericanas, pretenden asimilarla a sus luchas e ideologías. ¿Es tan difícil aceptar la identidad de un mito, de una revolución? En el fondo, parece imposible para los hombres y mujeres de hoy “sentir” las profundas y mágicas fuerzas que antaño eran fáciles de percibir.
Alrededor de Eva Perón, trabajaron personas provenientes de distintas ideologías. La convergencia fue mágica. La fuerza y el empeño para avanzar y defender la revolución, estaba más allá del análisis político común y corriente de las izquierdas y las derechas.
Mientras una hermosa joven se quemaba en su propia hoguera revolucionaria, un pueblo moría con ella y un líder se quedaba solo, porque sabía que la rueda de la revolución había dejado de girar.
¿Cuál fue el sentido de esa revolución? Quizá mostrar al mundo que una mujer, quemada en cáncer y en morfina, puede sobrevivir al “capitalismo foráneo” y al “marxismo apátrida” y a todos sus hijos putativos.
Hasta no hace mucho, siempre había un altar y una vela encendida como señal de lealtad y como símbolo de fe en los lejanos caseríos. Así se soportaba un tiempo amargo, sin nada ni nadie en quien respaldarse.
Eva Perón es un mito. El tiempo no mata los mitos. Es cierto que a veces se esconden y esperan sin apuro que la rueda gire, que todo se apague, para poner a prueba la existencia de la luz. Luego vuelven de su silencio. Hubo que morir con ella para resucitar un día del olvido, en las muchedumbres de América y de Europa, que un día vieron la llama fugaz de nuestra revolución y que hoy están a la deriva.
Con ella murió su furia revolucionaria, disciplinada e inocente. Con su amor extraño, inmenso, con su tragedia de niña griega desterrada, olvidada en los últimos campos de la tierra. Quizá todavía haya pequeños altares, en los lejanos pueblos.
La nuestra fue una revolución de ruinas, de espacios sin tiempo, de sentimientos esenciales, de una identidad furiosa. Sólo tierra sublevada, girando, renaciendo, sin izquierda ni derecha, una sangre circular, un viento sagrado, un sudeste primordial. Una revolución vertical. La nuestra, fue la última revolución con identidad del Occidente. Ya no hubo otra. Las demás tuvieron que pedir prestadas sus banderas.
Ahora dicen amarla los que le decían puta en las reuniones sociales, temiendo que los escuche la servidumbre. Ahora todos, absolutamente todos los que la odiaron: los teóricos del marxismo, los del capitalismo, Hollywood, las estrellas de cine, los hipócritas de sacristía, los empresarios, los extremistas, los financieros, los imperialistas, todos los que la odiaron dicen amarla. También los que escribieron “viva el cáncer” en las paredes de Buenos Aires. Pero son los mismos.