Zanjando la polémica

La "libertad de costumbres", esa conquista de la modernidad

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“¡Ah, malévolos pecadores, desenfrenados libertinos que, amparados por los medios anticonceptivos, sois incapaces de toda templanza y continencia sexual! Ahí tenéis vuestro castigo: el terrible sida, al que pretendéis combatir, por lo demás, con esos preservativos que no hacen sino expandir el mal al facilitar su principal causa: la promiscuidad sexual”, dice (o piensa) en su fondo el pensamiento conservador.

El verdadero problema, con otras palabras, no es ni el sida, ni el condón; el problema de fondo es la libertad de costumbres, “el amor libre”, como dice mi buen amigo Jesús Laínz (junto con el hecho —se lamenta— de que las damas ya no llegan vírgenes al lecho matrimonial y los caballeros no pueden efectuar salaces chanzas al respecto): he ahí el razonamiento que, desde las declaraciones del Papa hasta las del Arzobispo de Granada, subyace, pero casi nunca se expresa con tal claridad, a todo el pensamiento conservador sobre la cuestión. El que Jesús Laínz haya tenido el coraje de expresarlo con tan contundente franqueza es algo que hay que agradecerle con toda sinceridad.
¿Qué decir ante ello?… Fundamentalmente, darle un disgusto a Jesús (y a todos los demás): basta enfundarse un preservativo para que la temible plaga deje de ejercer los saludables efectos que, en orden a preservar las buenas costumbres, habría podido ejercer. La posibilidad, en efecto, de que, rompiéndose un preservativo, los disolutos promiscuos nos veamos infectados por la plaga es tan remota como que andando por la calle —decía el otro día un avispado lector— le caiga a alguien un rayo sobre la cabeza.
La cuestión fundamental
Quedan, más allá de la polémica inmediata, cuestiones fundamentales. La principal: ¿cómo es posible que, durante siglos, los hombres (y las mujeres) hayan podido condenar, al menos en el discurso oficialmente establecido, ese maravilloso potencial erótico que, arrebatándonos en éxtasis, nos acerca a los dioses y nos aleja —contrariamente a lo que pretende la sandez conservadora— de los animales? ¿Cómo es posible que semejante prodigio, el más gozoso de todos, haya podido ser asimilado al “pecado”? Y como me van a replicar (conozco a mis amigos carcas) que no están para nada en contra de una “sana” sexualidad “rectamente” entendida, preciso: ¿cómo es posible no considerar que el erotismo es tanto más “sano”, tanto más “recto”, cuanto más abundantes e intensas, más apasionadas y diversas son sus relaciones, ya sean heterosexuales, bisexuales u homosexuales?
“Oiga, depravado individuo, ¡está usted olvidando —añadirán— que la sexualidad tiene que ver con algo que se llama procreación y preservación de la especie!” Por supuesto. Y por ello tenían las actitudes conservadores algo firme a lo que agarrarse hasta que la revolución operada por los anticonceptivos ha hecho cambiar en el siglo XX toda la situación, permitiendo procrear cuando se desea procrear, y entregarse al éxtasis erótico cuando a él quiere alguien entregarse.
Un éxtasis —se objetará con razón— harto relativo, cuando la multiplicidad y la facilidad de relaciones sexuales, cuando el “amor libre”, como diría Jesús Laínz, va acompañado en tantos casos de su desapasionada banalización, de su mecánica repetición, de su vulgarizada frivolidad. Es verdad, el diagnóstico es certero. Ahora bien, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo podría la vida sexual de nuestros hombres y mujeres no verse contaminada por aquello mismo que, día a día, está corroyendo su vida en general?
Porque lo que degrada la libertad de costumbres es exactamente la misma banalidad, la misma vulgaridad, la misma frivolidad —exactamente el mismo nihilismo— que impera en todos los demás ámbitos de una época capaz de devastar incluso lo que —en sí mismo— constituye una de sus más altas conquistas, una de sus, ¡ay!, bien escasas grandezas.
Pero si alguien no quiere tener nada que ver con tal conquista y con tal grandeza, que no se preocupe: nadie va a obligarle ni incitarle en lo más mínimo a contrariar sus castas opciones. Ahora bien, que nadie pretenda tampoco que vuelva a imperar en la sociedad la moral tradicional que durante siglos la diezmó. La pretensión, por lo demás, sería tan grotesca como inútil. Como bien dice Jesús Laínz, y ahí tiene toda la razón, nadie, ni en África ni en Europa, va a dejar de ponerse un preservativo (ni siquiera los propios católicos, añado yo) porque así lo promulgue la Santa Madre Iglesia.

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