Los lectores de "El Manifiesto" se mojan

Penúltima carta palestina sobre lo de Gaza y el realismo político

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Mil gracias de nuevo a los lectores que han multiplicado sus comentarios sobre mis textos acerca del conflicto palestino. En un país como el nuestro, donde el debate público prácticamente ha desaparecido, es muy gratificante comprobar que hay muchísimas personas dispuestas a debatir desde posiciones intelectualmente razonables y formalmente corteses, sea cual fuere su opinión. Y como el debate continúa, nada sería más inoportuno que cerrar el grifo. Ante todo, me van a permitir aclarar una posición que ha demostrado ser muy polémica: la del realismo político.

Es interesante comprobar la mala recepción de los criterios realistas en política. Mucha gente los interpreta como un puro cinismo, como algo inmoral. Ahora bien, esto es ignorar la larga y noble tradición del realismo político, que, por cierto, es particularmente rica en España desde los tiempos de Saavedra Fajardo y Álamos de Barrientos, y cuya principal virtud reside precisamente en que garantiza la claridad del juicio —también del juicio moral— frente a intereses espurios camuflados de bondad. El caso que nos ocupa es un buen ejemplo.
 
Hay lectores que refutan mi posición y apelan a la verdad, la honestidad, la generosidad, la justicia, la razón, etc. No me cabe la menor duda de que estos lectores no camuflan nada, sino que son sinceros. Ahora bien, se trata de unas verdad, honestidad, generosidad, justicia y razón que el enunciante pone en su propio plato de la balanza y niega enteramente al contrario. Las consecuencias son muy graves. Así planteadas las cosas, la galaxia verdad-honestidad-generosidad-justicia-razón debería llevarnos a defender a un grupo terrorista como Hamas o, alternativamente, a un Estado que sistemáticamente incumple sus obligaciones legales, como es el de Israel. Porque es eso, y no otra cosa, lo que está en juego ahora mismo. Y de este modo, al final del proceso, terminaremos justificando el mal objetivo —el terrorismo y la ilegalidad, respectivamente— en función de una interpretación subjetiva del bien. Esto nos devuelve al punto de partida de mi primer artículo: la realidad del conflicto palestino es que, a estas alturas, los criterios de carácter ético —¿quién tiene la verdad?-- ya no nos llevan a ningún lado, y precisamente por eso aconsejaba yo recurrir al criterio realista, que es la defensa del propio interés.
 
Esta defensa del propio interés no es en modo alguno una traslación del egoísmo individual al plano colectivo. Más bien es todo lo contrario. En política —en la política cabalmente entendida—, el interés propio es siempre una formulación del interés colectivo, comunitario, es decir del bien común —otro viejo concepto que habría que rescatar—, y por tanto es una forma evidente de altruismo: para mí, como nación, será bueno lo que es bueno para los míos, mis ciudadanos. Hoy los políticos han desvirtuado esto: consideran interés propio no el bien común, sino el bien de su partido o de su grupo de poder o de interés. Por eso la democracia se ha corrompido.
 
Esto no quiere decir que los criterios morales sean superfluos en el plano de la política mundial. Lo que quiere decir es esto otro: un criterio moral cuya consecuencia es lesionar a mi gente —por ejemplo, fomentando el poder de un grupo terrorista o respaldando el incumplimiento de la ley—, al cabo será una perversión funesta de la moral, porque produce un mal disfrazándolo de bien. Un buen ejemplo es lo que ocurrió en la primera guerra del Golfo, cuando Occidente, por criterios de tipo económico y un mal cálculo geoestratégico, apoyó a Sadam Hussein frente a Jomeini: en nombre de la necesidad de frenar al radicalismo islámico, porque amenazaba a nuestra seguridad, se dio alas a un régimen autoritario y violento al que luego hubo que frenar porque fomentaba el radicalismo islámico y amenazaba nuestra seguridad. El resultado es que desde hace treinta años nuestra seguridad está amenazada por el radicalismo islámico. Brillante, ¿verdad?
 
Hay también un bien común en la política mundial, sin duda. Pero salvo en casos muy concretos —e históricamente excepcionales— en los que es posible identificar a un agente como encarnación de un mal objetivo e irreductible, conviene tentarse mucho la ropa antes de definir ese bien común en términos que impliquen el derecho a aniquilar al prójimo. Por eso el criterio del propio interés colectivo —nacional e internacional— sigue siendo un recurso intelectualmente válido: ofrece un horizonte material y práctico de trabajo que busca ante todo salvaguardar a las personas. Considerar esto como una forma de cinismo revela una pérdida del sentido de la realidad; es todo lo contrario.
 
Lo que yo voy viendo es que el conflicto palestino ha puesto de relieve una especie de pensamiento-yihad (en los dos bandos) que nos saca completamente de quicio. Eso por no hablar de lo patético que puede llegar a ser que un país menor sople las fanfarrias de la justicia universal, como cuando en 1914, en esta España nuestra, no hubo casino de pueblo ni corral de aldea que no declarara la guerra a Alemania o a Inglaterra, según las preferencias de los lugareños. No seguiré por ahí porque no quiero ser hiriente, pero sí me parece importante llamar a la serenidad de juicio.
 
Sólo quiero recordar una cosa: las guerras más mortíferas, crueles y salvajes de todos los tiempos, las que más han amenazado a más gente en toda la Historia humana, han sido las guerras “morales” libradas desde la Revolución francesa, y siempre, todas ellas, en nombre de principios absolutos que cada uno de los bandos se atribuía en exclusiva y, por tanto, negaba al otro. La aplicación de principios abstractos universales y absolutos al terreno de la política internacional ha conducido a negar la humanidad del enemigo. Esto es demencial.
 
Y una última nota: por mucho que moleste a quien fuere, lo cierto es que quien ha planteado una reivindicación de poder —no de verdad, justicia, razón ni nada de eso: de poder— sobre Al Andalus, es decir, sobre el territorio de mi gente, es el radicalismo islámico. Aquí no soy yo quien ha designado al enemigo, sino él quien me ha designado a mí. No me deja otra opción que tomar medidas.
 
A partir de aquí es posible inclinarse por unas u otras soluciones, orientar el juicio hacia determinadas salidas o sus contrarias, respaldar a uno u otro de los contendientes después de un proceso de negociación, pero sólo a partir de aquí, no antes. Porque si la decisión se toma antes de reconocer el paisaje, antes de dibujar el tablero —y en eso incurren inevitablemente las posturas guiadas por apriorismos ideológicos—, las posibilidades de que las piezas le caigan a uno sobre la cabeza son numerosísimas. Las cabezas que recibirán el impacto no serán las de los mandamases, sino las de la gente del común, tanto aquí como allí. Y vuelta a empezar.
 
En todos los comentarios de los lectores subyace un asunto crucial: qué política mundial podemos predicar los españoles, los europeos, en unos tiempos en los que ya no pintamos nada. Si los lectores no se cansan de escribir aquí sus opiniones, a eso podemos dedicar un próximo artículo.

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