Defensa de la nación española

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(Texto presentado en los II cursos de verano de la Fundación DENAES, Santander, 18.7.08)

Creo que todos estaremos de acuerdo en que España padece una grave crisis nacional. No nos amenaza ningún poder extranjero, ni las estructuras sociales y legales se han desplomado con estrépito, ni hay revueltas en las calles, pero la conciencia de crisis nacional es evidente. Quizá, para empezar, por el propio hecho de que cada vez menos compatriotas nuestros poseen tal conciencia. Las peores enfermedades suelen ser las que no se ven. Esa es nuestra situación. Por así decirlo, nos estamos vaciando desde dentro. No se percibe, en términos generales, un compromiso ciudadano con España como nación, y eso afecta tanto al español de a pie como a las elites políticas, financieras, mediáticas o culturales, que son sin duda las que más responsabilidad tienen.
 
Por eso, entre otras cosas, hacía falta crear algo como la Fundación para la Defensa de la Nación Española, a la que me honra pertenecer desde su mismo origen. El trabajo de esta Fundación ha demostrado que hay muchos españoles, amantes de su patria, conscientes de que ha llegado el momento de decir una palabra en su defensa. Pero también ha demostrado, a contrario, que el diagnóstico que alentó el nacimiento de la Fundación era correcto: hay que defender la nación porque pocos son los que están dispuestos a mover un dedo en su defensa.
 
Ahora bien, aunque sea evidente que padecemos una crisis nacional, me parece muy importante enfocarla desde la perspectiva adecuada, sin distorsionarla ni deformarla. Los españoles tendemos a ver las cosas desde nuestro propio ombligo. No somos los únicos, ciertamente, pero en nosotros es especialmente habitual. Por eso, muchas veces, observamos nuestros problemas y pensamos que son específicamente nuestros. De ese ombliguismo han salido grandes males, y quizá convenga traer aquí el ejemplo del primer tercio del siglo XX: sumidos en una enorme crisis que afectaba a toda la civilización occidental (revoluciones, totalitarismos, exterminios en masa, guerra mundial), las mentes españolas más preclaras dieron sin embargo en consagrar el “problema de España” como único horizonte de nuestras vidas. Creo que no debemos cometer hoy ese mismo error.
 
Un problema general
 
Aceptado que atravesamos por una seria crisis, creo que hay que distinguir cuidadosamente entre los rasgos que son específicamente nuestros, españoles, y los que son comunes a las otras naciones europeas. Porque esta crisis nuestra, en buena medida, la comparten otras muchas naciones europeas. No es sólo una crisis española; al menos, no del todo. Si miramos a nuestros vecinos, por encima y por debajo de los discursos oficiales, veremos una muy semejante falta de tensión nacional. No es cuestión de banderas, sino de voluntades: en todas las naciones europeas se observa una progresiva merma del compromiso ciudadano; se habla de crisis de lo social, de crisis de la representación, de crisis de la conciencia democrática y del impulso cívico y, por supuesto, de crisis del patriotismo. ¿Qué está pasando?
 
Lo que está pasando es que ha muerto una cierta idea de entender la pertenencia nacional. La clave está en quién ha encarnado, materializado hasta hoy la idea nacional, es decir, el Estado. El Estado moderno ha sido el instrumento privilegiado de la conciencia nacional en los dos últimos siglos: en él, en su solidez, veíamos reflejada la convicción de que pertenecíamos a una comunidad política, a una nación. Con alguna frecuencia nos pedía la vida, y casi siempre nuestro dinero, pero, a cambio, nos permitía gobernar nuestro destino colectivo con las armas, con las leyes, con la economía, con la educación… Yo no comparto la idea de Gellner de que la nación es una creación ideológica del Estado moderno; más bien creo que el Estado moderno ha sido una consecuencia lógica de la evolución de las identidades políticas en la modernidad, y que después, eso sí, el Estado ha creado su propia idea de nación, una idea muy poco sublimada y muy material, asentada sobre cosas bien visibles como el ejército, la moneda, las fronteras y el voto. Ahora bien, es que son precisamente esas cosas bien visibles las que han dejado de verse.
 
Hoy ninguna nación europea, ni siquiera las que tienen armas nucleares, gobiernan enteramente a sus ejércitos. Tampoco ninguna puede fabricar su propio dinero, que es un arma decisiva para gobernar la propia economía. La extensión planetaria de una única civilización económica –eso que se llama “globalización”- ha borrado fronteras y voluntades nacionales. Y en el plano interior, la propia sociedad moderna ha caminado hacia estructuras cada vez más heteróclitas, muy semejantes a aquello que Weber llamaba “constelaciones de intereses”. El Estado moderno, en fin, ha entrado en quiebra bajo la acción de fuerzas que escapan con mucho a su control.
 
Los Estados han visto cómo se aspiraban simultáneamente sus competencias tanto por arriba como por abajo. Por arriba, a través de instituciones multinacionales que han pasado a determinar la economía y la guerra. Por abajo, a través de procesos de progresiva descentralización no sólo territorial, sino también social y corporativa, que han deshecho la posibilidad de imprimir una dirección a la comunidad política. No digo que esto sea ni bueno ni malo –ese sería otro debate-. Digo, simplemente, que esto es lo que hay. Que esto nos está pasando a todos, no sólo a los españoles. Y que, en esas condiciones, la idea de nación ha perdido los puntos de referencia materiales que hasta ahora le daban sustancia.
 
Y nuestro problema
 
Esto, ya digo, es el paisaje general. ¿En qué consiste nuestro drama? En que, sobre ese paisaje, nosotros añadimos nuestros propios males; éstos sí, específicamente nuestros, y que venimos arrastrando desde hace más de un siglo. A mi modo de ver, esos males son sobre todo dos: el separatismo de determinadas regiones y la deserción de la izquierda. No quisiera demorarme en el examen de algo que es sobradamente conocido, de manera que me limitaré a una somera descripción.
 
Los separatismos: desde finales del siglo XIX, diferentes regiones han conocido el surgimiento de fuerzas separatistas que han hecho de la independencia propia –y, por tanto, de la destrucción de España- su objetivo prioritario; tales fuerzas más o menos vigorosas según las épocas, fueron tácitamente reconocidas por el sistema democrático nacido en 1978 como únicos representantes válidos de sus respectivas regiones, abriendo así el camino para la consolidación de unas oligarquías políticas de carácter nacionalista que hoy están más cerca que nunca de conseguir su objetivo.
 
La deserción de la izquierda: también desde finales del siglo XIX, pero sobre todo en los últimos cincuenta años, la izquierda española ha pensado que la idea de nación, la noción de patria, el concepto mismo de España, eran argumentos retóricos de la derecha, de la Iglesia, de la Corona, del Ejército o del franquismo para consolidar su poder, y que su lugar, el lugar de la izquierda, tenía que estar enfrente de todas esas cosas; por esa vía, la izquierda ha llegado a ver como aliados objetivos a cualesquiera corrientes que alentaran la mengua de la nación española, ya mediante la execración sistemática de nuestra herencia histórica (la Reconquista, el Descubrimiento, etc.), ya mediante la reivindicación de esferas de poder dibujadas contra la comunidad nacional española.
 
Estos dos males han estado siempre presentes en la democracia española, pero, como nadie ignora, se han visto súbitamente reforzados por la política del propio Gobierno de la nación en los últimos años. Semejante política, en un contexto mundial de disolución de los Estados nacionales, ha sido como echar gasolina al fuego. Hoy nos quemamos. La quiebra general del Estado moderno en toda Europa hace más difícil tratar de plantar cara a la disolución en España; la disolución, en España, acentúa en nuestro caso el efecto global de desaparición de las viejas identidades nacionales. La confluencia de ambas fuerzas nos coloca ante un escenario desesperante: esto no da ya más de sí.
 
Ahora bien, ¿qué es “esto” que no da ya más de sí? ¿Es realmente España? Y España, ¿entendida cómo? Todo este proceso de disolución que estamos viviendo, con esas dos fuentes, ¿nos conducirá necesariamente a la extinción de España como agente en la Historia universal, a la desaparición de lo español como una forma específica de estar en el mundo?
 
¿Qué es lo que queremos salvar?
 
Yo creo que no. O, al menos, no necesariamente. Me parece que aquí hay que hacerse una pregunta incómoda –incómoda porque inevitablemente da lugar a polémica, a división-, y es la siguiente: ¿Qué es lo que queremos salvar?
 
Personalmente, creo que si lo queremos salvar es el Estado, este artefacto, oprobioso para unos, glorioso para otros, que ha transportado hasta hoy la identidad nacional –si es esto lo que queremos salvar, creo que nuestra tarea estaría condenada al fracaso. Apelo al proceso antes descrito: ya no hay ningún Estado en condiciones de transportar la identidad nacional; ésta, allá donde sobrevive, ha pasado a reposar más bien en las convicciones sociales, en las costumbres comunitarias, en las inclinaciones individuales… A partir de ahí pueden reconfortar al Estado, fortalecerlo, como ocurre en los Estados Unidos –pero, incluso en este caso, tengamos en cuenta que es el único Estado que aún puede decir que tiene algo a lo que es posible llamar voluntad nacional.
 
También creo insuficiente formar barrera en torno a construcciones de orden jurídico-político formal como, por ejemplo, la Constitución. No es que no estime positivamente el hecho de que haya una Constitución, y que ésta contemple el concepto de soberanía nacional, como ocurre en España, pero justamente el caso español ilustra mejor que ningún otro las limitaciones de la “nación constitucional”. De nada sirve que se reconozca un concepto –por ejemplo, el de la unidad nacional, o el de la soberanía de los ciudadanos- si ese concepto no se materializa en una realidad política, digo más: una realidad pre-política, previa a las posiciones de los agentes en la vida pública. Y está muy bien proponer que se refuercen los mecanismos constitucionales que garantizan la unidad nacional, es decir, la supervivencia de la nación, pero esto, en una visión de largo plazo, creo que ocupa un lugar accesorio, complementario. La ley no se cumple si sus garantes no consideran preciso cumplirla. Nuestra Constitución, ya digo, es el mejor ejemplo.
 
Si lo que hay que salvar no es el Estado, ni tampoco estrictamente el texto constitucional, ¿qué es entonces lo que hay que salvar? A mi modo de ver, lo que hay que salvar es la supervivencia de España como agente histórico. Más que un Estado, y más que un sistema democrático más o menos perfectible, España es ante todo y sobre todo una realidad que se ha proyectado en la Historia. Yo creo que esto es lo verdaderamente importante. Es una realidad que incluso trasciende al propio concepto de “nación política”, tal y como lo hemos conocido en la modernidad. En este punto, y para clarificar las cosas, quisiera traer la ya conocida diferencia entre nación política y nación histórica, bien explorada tanto por Gustavo Bueno como por Dalmacio Negro. El de “nación política” es un concepto moderno que puede sustanciarse en esto: la comunidad política se reconoce en una asamblea de individuos libres e iguales que proclama sus derechos y hace de la nación el ámbito de los mismos; aquí el Estado es un instrumento privilegiado. La “nación histórica” es otra cosa; no es un concepto de carácter político, sino de carácter pre y metapolítico (“cultural”, si lo prefieren ustedes).
 
España es un perfecto ejemplo de “nación histórica”. Entre los españoles, la conciencia de unidad, de pertenecer a algo común, apareció antes incluso de que el término “nación” tuviera significado político y, desde luego, antes de que esa palabra adquiriera su significado moderno. También, por supuesto, antes de que pudiera hablarse de “nacionalismos”, “nacionalidades” o “realidades nacionales” en ninguno de los viejos reinos y territorios que iban a conformar España. Los españoles supimos que formábamos una unidad de carácter político antes de que nadie llamara a eso “nación”; eso es lo que quiere decir “nación histórica”.
 
Patriotismo cultural
 
Lo que me hace ser moderadamente optimista sobre la supervivencia de España como agente histórico es precisamente esa cualidad de “nación histórica”. Nuestra cualidad nacional se fue forjando a lo largo del tiempo, a caballo de los acontecimientos; no hubo un documento firmado en un determinado momento y que proclamara el nacimiento de la nación española, sino que ésta fue conformándose como una realidad de hecho a partir de un camino común. En esa trayectoria, los elementos unitarios, de integración –lengua, religión, corona, territorio-, fueron prevaleciendo sobre los elementos disgregadores, de dispersión. Hubo una conciencia de unidad territorial, jurídica e idiomática con Roma; hubo una conciencia de unidad religiosa y cultural a partir de la expansión del cristianismo; hubo una conciencia de unidad perdida tras la invasión musulmana y de unidad recobrada durante la Reconquista; hubo una conciencia de unidad política bajo la Corona de la monarquía hispánica y tal conciencia pasaría a ser una constante de la vida colectiva durante siglos, hasta hoy. Y una Constitución puede cambiarse o vulnerarse, y un Estado puede hundirse, pero una conciencia de pertenencia común a una tarea de siglos es algo mucho más difícil de borrar.
 
Ustedes me dirán: “¡Pero es que hoy se está borrando!”. Bien, es cierto. Y ese es, a mis ojos, el verdadero problema y, por tanto, el punto donde hay que atacar. Una nación como la nuestra puede sobrevivir incluso sin Estado; como sobrevivió, por ejemplo, la nación alemana (entiéndase la “nación histórica” alemana) entre la disolución del Imperio germánico y la unificación prusiana. Pero no puede sobrevivir si desaparece del horizonte –o, más precisamente, del interior- de la gente, de las personas, el sentimiento de pertenecer a algo hermoso y grande y que vale la pena continuar. La supervivencia de la nación histórica depende esencialmente de que las personas y las comunidades estén dispuestas a prolongar una herencia común. Sin esa voluntad, nada es posible; nuestra huella se difuminará, quizá convertida en otra cosa, como se extinguió la Atenas de Pericles, la Grecia de Alejandro o la Roma de los césares. Quizá ese sea nuestro destino; en todo caso, reivindico nuestro derecho a dar la última batalla.
 
Quiero entender, pues, la nación como depósito de una identidad política comunitaria que se ha extendido a lo largo de los siglos. Aquí caben muchas cosas: una lengua (pero también todas las lenguas que se hablan en nuestro espacio político común), una herencia cultural, una cierta manera de entender la solidaridad entre todos los españoles, también una urgente defensa de la necesidad de redescubrir un bien común. A esta actitud de defensa de la nación histórica no puedo ni quiero llamarla nacionalismo, pues de ella no se deduce una doctrina que convierta a la nación en eje único de la vida pública. Pero sí puedo y debo llamarla patriotismo, porque su horizonte es el amor a la patria, a un ámbito de vida y de experiencia decantada a lo largo de los siglos, que nos ha visto nacer y que deseamos abrazar con la naturalidad y la libertad con que uno abraza a sus padres. Patria o Matria, lo mismo da. En un momento histórico de descomposición de los viejos Estados modernos, de conformación de nuevos bloques de poder y de transnacionalización de las grandes apuestas, creo que la pregunta que debe preocuparnos es cómo hacer para que sobreviva la nación histórica, es decir, para que España siga existiendo como agente en la Historia universal.
 
A este tipo de patriotismo se lo puede adjetivar como “cultural”, pues su norte es la pervivencia de una cierta forma histórica –la española- de estar en el mundo. También se lo puede adjetivar como “identitario”, pues descansa sobre el propósito de mantener y afianzar lo español como identidad comunitaria. Esto no quiere decir que renuncie a lo político –y me interesa subrayar esto para deshacer equívocos-, pues esa identidad cultural no sobrevivirá si renuncia a hacerse presente en la organización de la vida pública, en el campo de la discusión y de la decisión. En todo caso, lo político es una herramienta complementaria. Antes o al mismo tiempo, este patriotismo tiene que volver a circular en nuestra sociedad: en los programas de enseñanza, en los medios de comunicación, en las conversaciones de la gente; sacarlo de los espacios donde se hoy se confina, especialmente en los acontecimientos deportivos. Y si ese patriotismo se vive de manera libre y espontánea, será perfectamente posible invertir el curso de las cosas. En los últimos años hemos visto numerosas manifestaciones de este género. Son un signo esperanzador.
 
En definitiva, y resumiendo, yo creo firmemente que España es viable. Y aunque no lo fuera, creo que pelear por su viabilidad sería una buena misión, una de esas cosas que dan sentido a la vida. Ahora bien, creo también que debemos olvidar la clásica imagen moderna de la nación como identidad política asentada sobre un Estado autosuficiente, un Estado capaz de imponer por sus propias fuerzas no sólo su soberanía, sino también su destino. Utilicemos esta figura: la identidad histórica es el jinete y el Estado es el caballo. Pues bien, creo que hay que ir pensando en otro caballo; el que tenemos ya no da más de sí. ¿Cuál sería el caballo que nos haría falta ahora? Me parece que este puede ser uno de los grandes temas de reflexión de quienes nos sentimos patriotas y no sentimos vergüenza al emplear esa palabra. Yo, aquí, he llamado al caballo “patriotismo cultural”. Lo propongo como punto de discusión.
 
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