Un par de cosas sobre María San Gil y el PP

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María San Gil, líder del PP en el País Vasco, ha dicho que se baja del tren de Rajoy y compañía. Una inmediata ola de simpatía ha cruzado España; simpatía hacia esa valiente mujer, por supuesto. Pero que nadie se haga ilusiones. Como este escriba, cuando trabajó para el Gobierno, no juró guardar secreto sobre las deliberaciones del consejo de ministros, ni de la comisión de subsecretarios y secretarios de Estado ni de la asamblea mayor de bedeles, es posible contar una historia que pesa mucho más que una anécdota. Va de María San Gil. Y por ella.
 
Ocurrió hace algunos años. El PP gobernaba con comodísima mayoría absoluta. El problema vasco, no obstante, se agudizaba por la deriva radical del PNV, la deserción del PSOE del “bloque constitucional” y la fuerte campaña anti Aznar dirigida desde Prisa. Era preciso mostrar a la opinión pública vasca que el Gobierno de Aznar no daba la espalda a aquellas tierras, sino que invertía en el País Vasco cuantiosas cifras de los presupuestos generales del Estado.
 
Los que trabajábamos en puestos directivos de la Administración comenzamos a recibir llamadas de la oficina de María San Gil. Nos pedían algo simple para cualquier burócrata bien organizado: cifras de inversión en las tres provincias vascas, por concepto y año. También pedían algo más difícil, pero no imposible: ver dónde y en qué se podía aumentar la inversión. Algunos enviamos el material prácticamente a vuelta de correo (electrónico). Muchos, sin embargo, ni se dignaron contestar. Recuerdo con perfecta claridad los comentarios despectivos de algunos capitostes de la Administración: María “sólo es una secretaria, ¿quién se ha creído que es?”. A ella no le llegarían esos comentarios, supongo, pero sí le llegó el desdén: escasísimas respuestas a su petición.
 
María se enfadó, como es lógico. Protestó ante quien debía hacerlo: Aznar en persona. Semanas después de aquella primera petición, todos los subsecretarios del Gobierno –las gentes que de verdad administran el Presupuesto- recibieron una inesperada convocatoria: el Gran Bigote los convocaba en La Moncloa. Cuando los tuvo a todos reunidos, Aznar hizo entrar a una invitada especial: María San Gil.
 
Aznar les habló claro: tenían que dar a María lo que ésta pidiera; pronto y sin excusas; era una orden. Fue digno de verse: cuando se conoció la “aznarada”, los mismos que desdeñaban a la heroína del PP en Guipúzcoa, puro frente de guerra, se deshacían ahora en elogios a aquella mujer que, evidentemente, sabía qué terreno pisaba. No sé si María San Gil logró toda la información que necesitaba. Lo que sí me consta es que meses después, pasado el susto de aquella intervención del Gran Bigote en carne mortal, a más de uno volví a escucharle comentarios despectivos hacia María, doblados ahora, además, con el rencor de quien se había visto humillado.
 
Sería difícil explicar a aquellos rencorosos que la vida se ve de distinta manera cuando te han matado a un amigo ante tus mismos ojos, cuando todos los días te levantas pensando que cualquier cosa puede pasar, cuando a todas horas te cruzas en la calle con una, dos, cien miradas que no pueden ocultar su instinto homicida. Y cuando todo eso te pasa por defender las siglas bordadas en el mullido cojín donde el rencoroso apoya sus riñones. La próspera tranquilidad de los burgueses suele construirse sobre el sacrificio de unos héroes a los que el burgués, inevitablemente, termina desdeñando. Pero con ese desdén estúpido firma su sentencia de muerte.
 
El PP puede ser un partido. Tiende, empero, a no serlo. De hecho, suele comportarse como un club de señoritos, sobre todo desde que ocho años de gobierno hicieron nacer una pequeña elite de profesionales de la política que nunca han tenido que patearse un mercado para pedir un voto, enfrentarse a una asamblea de vecinos para explicar las propias posturas, ya no digamos poner la cara para que te la partan en un municipio batasuno. Esa elite de señoritos es la misma que ahora juega a las estrategias y se quita de encima “caspa derechista” para parecer más simpática, más “progre” a ojos de la prensa del enemigo.
 
“Todos somos María San Gil”, ha dicho ahora alguno de los que, sin embargo, le clavarían encantados el puñal de las grandes purgas. Si esa gente gana en las actuales querellas del PP, ese partido merecerá morir. Y cuando ya nadie se acuerde de los señoritos, todos seguiremos teniendo presente el ejemplo de María San Gil.

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