El despecho de la gentuza

Compartir en:

Cuando hace unos meses, en plena efervescencia de los disturbios que azotaron las periferias urbanas de Francia, el entonces Ministro del Interior y hoy Presidente electo de la República se refirió a sus autores y propiciadores como “gentuza” (racaille), la intelligentsia progre puso el grito en el cielo, acusando a Nicolas Sarkozy de haberse excedido y haber manifestado un alto grado de intolerancia e incluso de racismo y discriminación. Hoy los hechos le han dado la razón: esa misma gentuza (apoyada por una nueva especie de idiotas útiles constituida por los jóvenes antisistema y por lobbies que tienen mucho que perder ante la nueva perspectiva política gala) ha armado una claramente orquestada serie de violentas algaradas, para manifestar su frustración por el hecho de que el líder de derechas haya ganado las elecciones. Con ello se han pintado de cuerpo entero: cómodamente instalados en un Estado debilitado y en retirada que les teme y del que viven sin mérito a golpe de subvenciones y prestaciones que paga la sufrida clase media francesa (agobiada por una presión fiscal de las más altas de Europa), habiendo hecho de sus barrios reductos de subversión y delincuencia (en los que hasta las fuerzas del orden temen entrar), no quieren, por supuesto, un gobierno que no va a seguir condescendiendo con esta situación escandalosa e intolerable; un gobierno que, si cumple con lo prometido y anunciado, va a ser lo más políticamente incorrecto que pueda pensarse en un país hasta hoy dominado por la ortodoxia izquierdista y sus dogmas acuñados en ese infausto mayo del 68, mito en el que, por supuesto, ya no cree nadie, ni siquiera sus propios profetas y santones, que hoy, cuarenta años después de levantar barricadas al grito de “prohibido prohibir”, calientan cómodamente curules en el Parlamento Europeo ganando sueldos no precisamente de mileuristas y viviendo como los burgueses conformistas y convencionales a los que tanto denostaron entonces.

Está claro que todos esos que se llenan la boca defendiendo a esos antisociales en nombre de la democracia y del pueblo se han quedado sin argumentos al haberse hecho patente que a éstos no les interesa la democracia sino sólo cuando les favorece. Se prestan al juego sin la menor intención de respetar las reglas si éstas no les son propicias. En el caso de las recentísimas elecciones francesas, está más que claro que la ciudadanía quería un cambio radical en la política, lastrada por decenios de cultura contestataria, deletérea de los valores tradicionales de una Francia antaño orgullosa de su grandeur, pero que en los últimos tiempos miraba su pasado con complejos de culpabilidad, su presente con resignada desgana y su futuro con pesimismo. La altísima proporción de participación de los electores es ya de por sí un dato que apunta a esa voluntad de cambio y el hecho de que ese cambio se haya confiado a Sarkozy por una amplia mayoría y una clara ventaja respecto de la candidata socialista denota el desprestigio de las fórmulas de la izquierda, que sólo lograron postrar a la República en el marasmo típico de las sociedades seriamente enfermas. Los franceses fueron desde sus siglos clásicos tradicionalmente cartesianos: sólo admitían lo que veían claro y distinto. Desde mayo del 68 la distinción y la claridad, tanto a nivel intelectual como político, desaparecieron sumergidas por la retórica y la práctica progre del todo vale, del relativismo y del permisivismo, que enarboló una izquierda envalentonada y prepotente, a la que una derecha apocada, vergonzante y timorata no se atrevía a desafiar… hasta que aparecieron Le Pen y, más tarde, Sarkozy. La diferencia entre uno y otro es que mientras el primero ha pregonado un extremismo demagógico y sin auténtica raigambre en la tradición francesa, el segundo ha propuesto un discurso realista, coherente y sensato, pero al mismo tiempo enérgico y sin falsos pudores, premiado por la confianza de sus compatriotas, a quienes tranquiliza la impecable ejecutoria política de su autor.

La tarea de Nicolas Sarkozy no se promete fácil: se trata de reconstruir el amor propio de un país cuya identidad estaba puesta en entredicho; un país que fue determinante en la formación de Europa desde los tiempos de Clodoveo y Carlomagno; un país al que se debe, junto con Alemania, el primer gran impulso de unión de Europa (gracias a los católicos Robert Schumann y Konrad Adenauer); un país que civilizó una gran extensión de nuestro planeta, que hoy habla la lengua de Racine. También se trata de acabar con las lacras que han debilitado al Estado, hasta el punto de apartarlo de su fin propio, que es el que justifica su existencia o sea velar por el bien común, lacras como el asistencialismo indiscriminado, el desprecio del principio de subsidiariedad, la inseguridad ciudadana, la indefensión frente a los violentos, las políticas disolventes de la sociedad en sus bases fundamentales (sobre todo la familia). En algunos aspectos Sarkozy no va a ser popular, pero tampoco ha pretendido serlo (ahí está su valiente discurso de Bercy) y no parece que los franceses vayan a preocuparse tanto por ello como que sea un presidente eficaz, a despecho de los indeseables que han salido a las calles a hablar el único lenguaje que conocen: la violencia.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar