No te quites la mascarilla, mantente a metro y medio, huye del prójimo, delata al refractario, tiembla ante la presencia invisible del virus, obedece a las autoridades, enciérrate… Cápsula, bozal, miedo. “Doblegar la curva”, dicen los tecnócratas de la catástrofe. Qué va: somos nosotros los doblegados. Libertades cercenadas, economías depauperadas, socialidad deshecha, poder omnipresente. Y sobre todo, pánico. Hemos entrado en la Era del Pánico. En realidad, llevamos veinte años instalados en ella, pero quizá sólo ahora lo vemos con entera claridad. Esa es la gran novedad de nuestro tiempo.
Vosotros, millennials, lo ignoráis porque no habíais nacido, pero hubo un tiempo, allá por los noventa del pasado siglo, en que todo era distinto. El mundo, o sea Occidente (porque sólo Occidente se considera a sí mismo “el mundo”), vivía en la cresta de la ola del progreso y de la abundancia, del optimismo y de la riqueza, que es como el mundo moderno mide la felicidad. Sólo unos pocos descarriados decían –decíamos- que esto no podía acabar bien. ¿Por qué? ¿Por la riqueza y la abundancia? No: por el tipo de sociedad que se había construido sobre esos ídolos. “Vivimos en el jubiloso fin de la Historia”, decían los bardos del nuevo orden parafraseando a Fukuyama: el hundimiento del comunismo y el triunfo universal del mercado anunciaban la parusía de la modernidad. Ninguno de esos bardos quiso leer la segunda parte del libro de Fukuyama: “El último hombre”. Porque, en efecto, el precio que había que pagar por el triunfo final de la modernidad liberal era ese: la consumación de una humanidad necia y estéril, esa que Nietzsche caracterizó como “el último hombre” y que ríe boba, satisfecha de sí misma, ante su propia incapacidad para otra cosa que no sea el inmediato bienestar.
La conquista del mundo de los objetos a manos del individuo llevaba implícita la renuncia a todo lo demás, a las identidades colectivas, a la voluntad de hacer Historia, a lo político, a lo sagrado
Era del vacío, imperio de lo efímero, lo llamó Lipovetsky: la conquista del mundo de los objetos a manos del individuo llevaba implícita la renuncia a todo lo demás, a las identidades colectivas, a la voluntad de hacer Historia, a las viejas comunidades, a lo político, a lo sagrado, a todos los lazos que antaño unían a los hombres, sacrificado todo ello en el altar de la emancipación individual absoluta y del consumo incesante, cada vez a mayor velocidad, de todo cuanto fuéramos capaces de producir. Al heroísmo de la destrucción de la segunda guerra mundial le sucedió el heroísmo de la reconstrucción de la posguerra, y a éste, al final, un mundo blando que ya no necesitaba héroes. El mundo del individualismo pleno y de la abundancia sin fin de objetos para consumir: eso era finalmente el paraíso del hombre moderno o, más precisamente, hipermoderno. ¿No era enormemente gozoso? A cambio de eso, bien valía la pena dejar atrás aquellas otras antiguallas. La era del vacío, sí. Pero ahí estaba precisamente el problema: en el vacío.
Y en eso llegó el pánico. El pánico no es el miedo. El pánico es mucho más –y mucho peor. El miedo es humano. El miedo es una reacción primaria del instinto de supervivencia. El miedo se puede superar. Tiene miedo el marinero ante la tempestad, pero navega; tiene miedo el soldado que asalta el parapeto enemigo, pero avanza; tiene miedo el montañero que mira abajo y siente el vacío bajo sus pies, pero sigue subiendo. Con el miedo se puede hablar. El miedo habla el lenguaje de los hombres. Pero el pánico es otra cosa. La palabra “pánico” viene del dios griego Pan y hace referencia al terror extremo que Pan inspiraba en los imprudentes que se aventuraban en sus bosques. El terror pánico es paralizador, irracional, sobrehumano, una fuerza oscura que se apodera del alma y atenaza la voluntad. Contra el miedo, uno puede levantarse: hay armas para eso. Contra el pánico, por definición, no: el pánico te desarma.
Lo que hoy vivimos con la pandemia del SARS-Cov-2 es literalmente pánico. Nada podemos hacer contra un enemigo al que no podemos ver ni tocar, un mal al que sólo conocemos por sus devastadores efectos: los muertos, el miedo colectivo, la depauperación económica, el caos social, el abuso político de autoridad. ¿Cuándo se había visto a un enemigo así? Algo empezó a vislumbrarse hace muchos años, es verdad, con el azote del VIH, el Sida, aquel enemigo silencioso que contagiaba y mataba. Pero, después de todo, el virus del Sida afectaba sólo a una porción determinada de la población; la sociedad del bienestar seguía siendo mucho más fuerte que el VIH. Aún pensábamos que podríamos hacer frente a cualquier cosa. Hoy, ya no.
¿Cuándo se inauguró la Era del Pánico? ¿Cuándo empezó a extenderse entre las opulentas sociedades occidentales la sensación de que estamos inermes ante un enemigo exterior? En realidad, si veis el asunto con perspectiva, todo esto comenzó con los atentados de la Torres Gemelas de Nueva York, el 11-S de 2001. La primera reacción fue de viejo estilo: señalar a un enemigo, y era evidente que ese enemigo era el islam. Pero no, no podía ser: un mundo construido sobre la ilusión de la universal equivalencia y de la homogeneidad planetaria, sobre la convicción de que el destino de toda la humanidad es converger en el modelo occidental, no podía aceptar que hubiera algo –una civilización, un credo, lo que fuera- incompatible con el proyecto del mundo global. Así que pronto -¿os acordáis?- los que mandan en el mundo dejaron de hablar de “terrorismo islamista” e inventaron el “terrorismo global”. Terrible fórmula, sin embargo: “terrorismo global” quiere decir que el enemigo está en todas partes y en ninguna, que no tiene rostro y tiene todos los rostros, que en cualquier momento puede aparecer en cualquier parte y matar a cualquiera. Esquizofrenia colectiva: controles abusivos en los aeropuertos, reforzamiento de estructuras policiales, guerras en desiertos lejanos y, al mismo tiempo, discurso de apaciguamiento y tolerancia para con el buen musulmán. No se puede mirar al enemigo al rostro ni decir su nombre, pero ni un sólo instante se puede bajar la guardia. Esto ya no era miedo: esto ya era pánico.
¿No era bastante? No. Enseguida vino a sumarse otro fantasma: el del cambio climático. “El Ártico se quedará sin hielo en 2020”, nos decían los profetas del cambio climático en 2003. “En realidad será en 2030”, nos dijeron un poco más tarde. Y algunos años después nos precisaron: “será en septiembre de 2044”. El hecho es que el deshielo del Ártico es inminente, siempre inminente, un año tras otro, durante decenios, mientras Internet se llena de mapas imaginarios donde se ve el planeta inundado por las aguas en la certidumbre indubitable de que todos vamos a morir de un calentón global. El premio Nobel de Al Gore en 2007 significó la consagración universal del pánico climático, la adopción del cambio climático como discurso de poder, que enseguida lo transformó en “emergencia climática”, como antes había inventado el “terrorismo global”. Y en espera del siempre inminente Apocalipsis, los gobiernos del mundo orientan sus políticas al ritmo que marcan instancias transnacionales a las que nadie ha elegido, pero que han sido señaladas por la Providencia para redimirnos de la condena del clima. Nuevos impuestos “verdes”, desmantelamiento de las viejas estructuras productivas y sustitución por otras de nuevo cuño, desvío de los recursos públicos hacia el rumbo que marcan los grandes emporios privados. Y las masas, presas del pánico, no pueden sino aplaudir al redentor.
¿Cabía más pánico todavía? Sí. La próxima pandemia también es inminente. Venían diciéndonoslo desde mucho antes de la Covid-19. Ya se dijo hace diez años, cuando la gripe A, un episodio que todo el mundo parece haber olvidado (nada mejor para imponer el pánico que hacernos olvidar la última vez que tuvimos miedo). Entonces todavía había barreras; hoy, ya no. El coronavirus nos acecha y esta vez hay, además, serios indicios de peligro supremo. Los medios de masas recogen el peligro, lo amplifican y retorna a la sociedad multiplicado por mil. Más allá de las consideraciones epidemiológicas, lo más interesante es la explotación económica y política del episodio para que el poder apriete aún más el dogal: estados de alarma, suspensión de derechos, censura informativa, mutilación de soberanías, vacunación obligatoria, convulsión económica y rápida reorientación del mercado global hacia el punto que marcan los dueños del dinero, que son, por supuesto, los mismos que mandan en las vacunas y en los medios de comunicación masivos e incluso en las soberanías mutiladas. Y el pueblo, presa del pánico una vez más, vuelve a aplaudir al redentor.
Advertencia: esto no quiere decir que no haya peligros. Claro que hay peligro terrorista, claro que hay desastre medioambiental, claro que hay amenaza vírica. Pero todas esas cosas, de una manera u otra, han existido siempre.
Lo que ahora ha cambiado, lo que define a nuestra era, es que los hombres parecemos incapaces de mirar de frente al enemigo
Lo que ahora ha cambiado, lo que define a nuestra era, es que los hombres parecemos incapaces de mirar de frente al enemigo; que el poder está más dispuesto que nunca a utilizar todo eso en su propio beneficio, estrechando las cadenas por nuestro bien (siempre es por nuestro bien), y que los individuos –porque ya no hay comunidades ni familias ni pueblos, sino sólo individuos- están dispuestos a inclinar la cerviz. Ya no hay miedo. Hay, estrictamente, pánico.
Contra los viejos tiranos, comunistas o capitalistas o lo que fuera, pero de carne y hueso, con rostro y cuerpo, siempre cabía la insurrección personal, como aquel chino ante el tanque de la plaza de Tienanmen. Hoy ya no. El “terrorismo global”, el “cambio climático” o la “pandemia” no tienen cuerpo ni rostro. Son enemigos invisibles, fantasmas, ilusiones que no se pueden aprehender; enemigos ante los que uno ya no puede rendir heroicamente la vida. Ni siquiera cabe huir, porque fatalmente te atraparán. Sólo cabe hacerse un ovillo y rezar al dios del poder para que venga a rescatarte. En esto hemos quedado.
¿No os dais cuenta? Hemos pasado de la Era del Vacío a la Era del Pánico. Y eso ha sido posible, precisamente, porque antes del pánico ya sólo quedaba aquí vacío, porque no habíamos dejado nada, porque habíamos permitido que se cargaran todo lo que hace hombre al hombre: dioses, tierra, hijos, pueblo, identidades… Y aquel hombre último, postrero, engranaje feliz de la máquina, ha sido ahora incapaz de agarrarse a nada porque, sencillamente, nada había ya.
Zaratustra auguraba que después del último hombre podría venir el superhombre. No hace falta tanto, en realidad. Nos bastaría con volver a ser lo que siempre fuimos. Por lo menos, de momento. Mirar al peligro de frente. Salir cuanto antes de esta Era del Pánico que nos hace esclavos. Y, por supuesto, no volver nunca más a la Era del Vacío.
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