Qvo vadis Monarchia?

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El cambio del año civil es siempre ocasión propicia para hacer balances. Uno que se impone es el de la Monarquía, institución que en los últimos tiempos ha experimentado cambios que podríamos considerar críticos, en el sentido de que en ellos se está jugando la supervivencia del sistema. Veamos: la Monarquía está basada en una ficción y en una tradición correspondiente. La ficción consiste en considerar que unas determinadas familias (llamadas dinastías) tienen un especial carisma que les permite presidir los destinos de sus pueblos respectivos, siendo el nacimiento el hecho determinante que hace a un dinasta. A alguien podría extrañar que se pueda basar una forma de gobierno en una ficción, pero también es el caso de la misma democracia, cuyo fundamento es el mito del llamado “contrato social” excogitado por Rousseau en el siglo XVIII.
El tal contrato social nunca se dio históricamente y sin embargo es el fundamento de un sistema político que en el lapso de sólo un siglo se convirtió en aplastantemente mayoritario (cierto que por factores extrínsecos a su naturaleza y valor). Antes de la Gran Guerra, en Europa sólo había tres repúblicas (Francia, Suiza y San Marino); hoy, de los 45 países que componen nuestro continente, sólo diez son monarquías (sin contar la papal del minúsculo Estado de la Ciudad del Vaticano, que es sui generis). La institución se halla en franco retroceso y las actuales circunstancias inspiran más bien pesimismo sobre su futuro. Y esto es atribuible al fallo en el segundo elemento del que hablábamos como básico de la monarquía: la tradición. Para mantener la ficción hay que respetar la tradición que la envuelve y la preserva. Si se descuida este principio se disuelve el encanto. Cabe, pues, que nos interroguemos con alarma: ¿a dónde va la Monarquía?
 
La Corona en España
 
Es nuestro cometido con las presentes líneas hacer un repaso a la situación presente de la Realeza, especialmente en Europa, aunque no descuidaremos una referencia a las monarquías extra-europeas. Dado que estamos en los días en los que el rey Don Juan Carlos I cumple 70 años, vamos a empezar por España, que es el único caso contemporáneo de restauración exitosa de una corona. No hace falta insistir en el hecho de que si hay hoy en nuestro país un sistema monárquico de gobierno ello se debe a la voluntad omnímoda del anterior Jefe del Estado, que lo impuso a un país otrora ciertamente devoto a sus reyes, pero definitivamente alienado en época contemporánea a toda afección a la institución.
 
Cuando en 1947 Francisco Franco declaró a España constituida en Reino y en 1966 dio la Ley de sucesión, nadie –para decirlo en modo coloquial– daba un duro por la monarquía. Fue la decisión personalísima del monárquico convencido que era el Caudillo la que la trajo de vuelta, cuando los altos cuadros del régimen le eran desafectos y hasta hostiles (como en el caso de amplios sectores falangistas), cuando al pueblo se le daban un ardite las testas coronadas, cuando la misma Iglesia –tradicional apoyo del trono– se mostraba prudentemente escéptica. En el momento en el que Don Juan Carlos jura su altísima investidura ante las Cortes aquel 22 de noviembre de 1975 (estando Franco aún de cuerpo presente) ya se hablaba de él como que pasaría a la Historia con el apelativo de “el Breve”: en el fondo no lo querían los hombres del franquismo y los otros, los que preparaban la revancha, se aprestaban a derribarlo en cuanto fuera viable. Lo que pasó fue que el nieto de Alfonso XIII, educado en la escuela de la supervivencia, supo jugar hábilmente a dos barajas y se transformó de Rey del 18 de Julio en Rey por la constitución de 1978. Esto es simplemente la constatación de un hecho y no constituye, en principio, un juicio valorativo, sobre el que volveremos más adelante.
 
La transición no fue irreprochable ni mucho menos perfecta. Hay quienes reprochan a Don Juan Carlos el haber traicionado a su benefactor y mentor (en nuestra modesta opinión, Franco sabía a quién ponía en el trono y preveía su futura actuación, opinión corroborada por el propio testimonio del Rey en sus conversaciones con Luis de Vilallonga para su biografía) al acabar descartando los Principios Fundamentales del Movimiento, que juramentara dos veces. Sobre esto no es el caso de insistir a estas alturas, a treinta años de haberse consumado la transformación de un régimen en otro completamente distinto. Sí podemos decir que, salvo ciertos aspectos fundamentales en los que no podremos nunca transigir (la introducción del divorcio y del aborto, por ejemplo), la vida política española transcurrió hasta hace poco sobre el tácito consenso de un toma y daca más o menos razonable que permitió una convivencia sin crispaciones y una estabilidad aceptable, incluso bajo gobiernos socialistas. No es lo que se puede decir ahora, bajo el zapaterismo, que ha reabierto viejas heridas ya restañadas (Ley de la Memoria Histórica) y ha causado nuevas en el tejido social de España (atentados a la familia tradicional, imposición del adoctrinamiento estatal a través de la Educación para la Ciudadanía, etc.).
 
El símbolo y la tradición
 
En un contexto en el que las monarquías ya no son lo que eran en el pasado, quedando reducidas a funciones de representatividad y arbitrio (que, de todas maneras, no es poco), las distintas casas soberanas han debido afrontar un proceso de adaptación. Hoy los reyes ya no toman decisiones de gobierno ni presiden gabinetes (al menos en Europa), pero su importancia como figuras simbólicas se ha acrecentado en un mundo cada vez más dominado por la imagen. En este sentido cobra especial relevancia la tradición monárquica, que se rige por su propio y privativo estatuto, distinto de lo que establecen los parámetros sociales en boga. Dicha tradición está fundada sobre una cierta desigualdad (no ontológica, por supuesto, sino histórica) de los dinastas respecto del resto de los mortales, que los hace acreedores de determinados privilegios.
 
Éstos no son debidos a la persona sino al rango y tienen su contrapartida en ciertos deberes que les son peculiares y que, fuera del específico ámbito monárquico, serían insufribles en nuestros días por cualquier otra persona. Los que viven en la esfera exclusiva del mundo de la realeza tienen privilegios porque tienen imperativos especiales; de modo análogo a como todo ser humano tiene derechos porque tiene deberes. No se comprende una cosa sin la otra. Este principio se respetó por lo general en el estamento regio hasta más o menos la generación a la que pertenece nuestro monarca y que tiene su decana ilustre en Su Graciosa Majestad Británica Isabel II del Reino Unido. La situación ha cambiado por lo que toca a sus herederos, pero la responsabilidad ha de rastrearse en los propios padres, que, quizás inspirados en una falsa contemporización con el espíritu moderno, aflojaron las reglas en los que ellos mismos fueron educados, sin percatarse que estaban abriendo la caja de Pandora.
 
Don Juan Carlos I, a nuestro modesto entender, ya comenzó con un error: la supresión de la antigua corte. Se le alabó en su momento por creer que ello evitaría la formación de camarillas próximas al poder, las que tanto daño hicieron en pasados reinados. No se consideró, sin embargo, que los cargos cortesanos en España se habían convertido ya en época de Alfonso XIII en meramente honoríficos y sin gravamen para el Estado (porque el servicio de los nobles en palacio corría por cuenta de los agraciados). Las camarillas en torno al Rey no han dejado de aparecer, pero, vinculadas como se encuentran al poder del dinero, han acabado por salpicar con su desprestigio a la misma Corona. La regia prole, por muy “democrática” y “pública” que haya sido su educación, no ha dejado por ello de moverse en los círculos de la preponderancia económica, dando una imagen de jóvenes “pijos” y no la de la prestancia augusta de quienes están por encima de lo crematístico. Ello hubiera sido evitable mediante el filtro de una corte inteligentemente dispuesta, pero se prefirió innovar y los resultados están a la vista.
 
En los años sesenta y setenta estuvieron de moda los métodos del Dr. Benjamín Spock, que preconizaba la educación en absoluta libertad y sin restricciones de los niños, a los que ni siquiera era aconsejable castigar por mal que se portasen. Los que fueron educados en dicha escuela fueron conocidos como “la generación Spock”, víctima del fracaso confesado por el propio creador del método. Pues bien, podríamos hablar propiamente de una auténtica “generación Spock” de príncipes, entre los cuales se encuentran tanto el Príncipe de Asturias como sus hermanas las Infantas. En el caso del primero, el apartamiento de las obligaciones inherentes a su rango ha sido más clamoroso que en el de sus hermanas, aunque no se puede excusar a estas últimas de haberse comportado en capítulos importantes más como niñas ricas mimadas que como damas de la realeza.
 
Don Felipe tuvo escarceos con algunas señoritas, irreprochables quizás como personas, pero inconvenientes desde el punto de vista de los principios que rigieron –y hasta prueba en contrario– rigen la política matrimonial de la dinastía borbónica española. Lo que sorprende es que se fuera tan rígido respecto de una hija de la aristocracia nacional como lo era la hija del marqués de Mariño, Isabel Sartorius y Cabeza de Vaca (sobre la que, a pesar de sus cuarteles nobiliarios, recaía la exclusión de la famosa Pragmática Carolina sobre matrimonios), y años después se saltara a la torera todo permitiendo el matrimonio del Príncipe con una periodista, casada y divorciada civilmente y que alguna vez hasta llegó a manifestar opiniones republicanas. Si un rey no puede controlar ni llamar al orden a su propio hijo y sucesor es que algo va muy mal en la Monarquía. No tenemos, por supuesto, nada personal en contra de Doña Letizia, señora de Asturias, porque, al fin y al cabo, no hizo más que aprovechar una oportunidad única y ganar la lotería, pero desde el punto de vista dinástico no era la dama adecuada y, por otra parte, quien tenía que ser consciente de su deber y no lo fue era el que se convirtió en su marido. Sabemos que el comportamiento de sus regios vástagos ha dado más de un quebradero de cabeza al Rey, quien, al fin y al cabo, está impuesto de su dignidad y del hecho de representar a una de las dinastías más antiguas e importantes de Europa.
 
Donde la Corona se la juega
 
Imaginamos que la reciente separación (denominada eufemísticamente “cese temporal de la convivencia”) de su primogénita ha sido para Don Juan Carlos I el puntillazo en el 2007, al que algunos ya han dado en llamar “annus horribilis” de la Casa Real Española (como el que tuvieron los Windsor en 1992), durante el cual hemos sido testigos de cómo la institución monárquica ha sido, como nunca, objeto de la irreverencia y la irrisión en sus principales representantes (recuérdense, por ejemplo, las declaraciones de Iñaki Anasagasti y la mofa caricaturesca del semanario Jueves). Lo que pasa es que, a diferencia del Reino Unido, España –como ya hemos señalado– no es un país particularmente afecto a la Monarquía y estos episodios son una señal seria de alarma que indica a nuestros Borbones que, para decirlo bíblicamente, se han de “ceñir los lomos”, preparándose a dar la batalla por la supervivencia.
 
El Rey ya ha empezado a dar muestras de sana iniciativa a este respecto. Su visita a Ceuta y Melilla, territorios españoles en África descuidados demasiado tiempo por miramientos incomprensibles a los sátrapas alauitas, fue un revulsivo de afirmación nacional. Todos aplaudimos también su reacción espontánea en Santiago de Chile, haciendo callar con autoridad a Hugo Chávez, cuando éste se despachaba con insolente desfachatez contra el ex presidente Aznar. Asimismo, no ha dejado de impresionar el mensaje navideño, en el que Su Majestad se ha mostrado particularmente contundente con temas como el terrorismo, abandonando un habitual tono anodino y de fórmula. En fin, su sorpresiva iniciativa de visitar en el último día del año a los destacamentos militares españoles en Afganistán ha sido un saludable espaldarazo a las Fuerzas Armadas, de las cuales es el máximo jefe y que son vocacionalmente –no se olvide– los garantes del orden interno además de desplegar su acción humanitaria en el exterior. El futuro dirá si estos pasos servirán sólo para abonar el prestigio personal de Don Juan Carlos I o redundan también en dividendos para la institución que él representa y que quisiéramos ver dignamente preservada.

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