Cuando el año 2007 va dando coletazos, en esta última semana entre nostálgica y entrañable, de espuma de luces navideñas, villancicos que luchamos por mantener, ante las iras del rojerío (al que, por cierto, felicito las fiestas y deseo que, de paso, se vayan a porculear a otras latitudes), en estos días de noches de paz; entonces y sólo entonces, que es ahora, me pueden las cualidades arquetípicas del alma rifeña, la lealtad inmensa, apasionada, a esta España nuestra, que me abrió sus brazos y me cobijó, sin importarle que llegara con menos raíces que un clavel de plástico. La inmensa gratitud a mi idioma, a mi Historia, a mi cultura cristiana. Y el afecto y el reconocimiento infinitos ante seres humanos, con características divinas, es decir, humanos multiplicados por cuatro, que, en algún momento y por esa casualidad que es el pseudónimo de Dios cuando no quiere firmar, entrecruzaron sus vidas con las de esta calorra rifeña, avarienta en sus amores a la Patria, enganchada sin remedio ni metadonas a la sangre roja que paseó por las venas del atlante y del neandertal, del celta y del ibero.
¿Que si todo esto va para referirles acerca de mis grandes maestros espirituales? Vale, pues sí. Porque los he tenido y los tengo. Y en esta época de florecer hermoso, con aroma a polvorón de canela, de nuestras tradiciones, me siento importante y privilegiada, porque ellos guiaron mis pasos y sus vidas fueron un libro que fotocopiar y aprender de memorieta, a fuerza de codos. ¿Que a quién estoy recordando con las lentillas empañadas por las lágrimas? Pues a mi padre y maestro espiritual, aquel que me enseñó la nobleza del espíritu castrense y el auténtico y maravilloso significado de la palabra “honor”. A mi General, Enrique Rodríguez Galindo. Sí, el multilaureado, el héroe de Intxaurrondo, el que tuvo los cojones de reventar con un puñado de valientes a más de cien comandos de los hijoputas piojosos de Eta. Al héroe bienaventurado, porque fue víctima de la injusticia y de la venganza más vil, artera, repugnante, nauseabunda, hipócrita, diabólica y chusmosa de la Historia de nuestra España. Bienaventurados los que son víctimas de persecución por la justicia. Y en aquella España remilgada y prepotente, pija hasta las trancas, rencorosa y de señoritingos, del aquel entonces Aznarín y sus monos amaestrados (hoy convertido en el estadista Aznar, gracias a las prácticas gratuitas y el máster en occidentalismo que realizó sobre nuestras espaldas), en aquella madrastra despiadada que premiaba con la prisión a sus hombres de honor y encumbraba a gilipollas, el general, mi general y esta rifeña de alma dolorida, que nada comprendía del escarnio, pues corta es de entendederas, nos escribimos semanalmente durante años.
Primero a la prisión militar de Alcalá de Henares, donde el director nos permitió a mi viejo marido el pintor Erik el Belga y a mí enviarle por seur una Virgen Niña para que iluminara la soledad de su celda. Y el director del presidio se atragantaba al darme el permiso y se le notaba el llanto de pena y de vergüenza en la voz y el júbilo por la llegada de esa niña judía, tan preciosa, que desde entonces acompañó a mi General en sus batallas contra el mal y contra el hijoputismo. ¡Maldita la mano y el alma del bellaco que firmó la expulsión de la Guardia Civil de quien vivió ofreciendo su vida por Dios y por España! Maldito sea ante los ojos del Padre el ser inmundo que ordenó arrancar honores y derechos a un hombre de Dios. Soy rifeña, mi alma lo es y yo le maldigo desde todo los yins de mi tierra reseca, desde todos los espíritus diabólicos que pueblan las noches del Atlas. Que se pudran su sangre y la de toda su descendencia. Y así será si hay Justicia Divina. ¿A que nuestras maldiciones tienen una extraña justicia poética? Es que los del Rif somos muy nuestros para encajar las injusticias y nos gustan las brujerías más que a un gandul un cargo de confianza. De Alcalá al siniestro helor de Ocaña, adonde no mandan ni a los perros porque intervienen los de la Protectora de Animales. Y un cuadro inmenso del Albaicín para dibujar en el agujero una ventana a su Granada. Y cientos de cartas y mi General muriéndose a chorros sin que esos hijos de Satán respondieran a un indulto avalado por más de un millón de firmas. Las cartas de mi General eran lecciones de honor y de hombría, un tesoro ético que todos deberían leer. ¡Estaba tan enfermo y le trataban tan mal! Algún día me encontraré con Aznar, hoy gran estadista, que no con Aznarín, pero aún así le escupiré en la cara. Luego se lo explicaré y si no lo entiende que le jodan, pero el honor es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios. Y el alma rifeña, más aún.