Podemos hablar en plata, ¿verdad? Zapatero ha metido a ETA en las instituciones. Eso es todo. Han pasado cuatro meses desde que ETA “avisara” como suele, es decir, con la bomba de Barajas, que mató a dos personas. En estos cuatro meses, el Gobierno, obediente al aviso, ha entregado a ETA tres cosas: la libertad de De Juana Chaos, la retirada de cualquier actuación judicial contra Otegui y, ahora, la legalización de las listas electorales promovidas por Batasuna-ETA. Con el ya no tan asombroso auto de Garzón, ETA va a poder tener en las instituciones vascas un apéndice político que convertirá a la banda terrorista, a lo que ella representa –el crimen, la extorsión, la negación de toda libertad y toda democracia, la guerra declarada contra España-, en una fuerza política activa y, además, legítima. Zapatero ha legitimado a ETA. Y este camino ya no tiene vuelta atrás.
Que nadie ignore lo que ha pasado. El Estado ha cedido ante sus peores enemigos. Cuarenta años de asesinatos han encontrado un premio final. Casi un millar de víctimas mortales –y otro anchísimo número de herederos del dolor- han sido traicionados por el Estado. Se ha otorgado respetabilidad política a quienes nunca han deseado otra cosa que la destrucción de España. Se va a poner en pie de igualdad a las víctimas y a los que alientan a los asesinos. Eso es lo que significa la legalización de las listas electorales de ANV. Cuando los tribunales hacen que la justicia se parezca tanto a la injusticia, toda resistencia está justificada.
Lo peor: la indiferencia, la negligencia, la abstención de tantos y, sobre todo, de tantos notables –en la prensa, en la política, en la academia, en las instituciones. Es la tonalidad general de nuestro tiempo en España: ese encogerse de hombros entre azorado y desdeñoso, esa mirada atenta al propio ombligo, ese correr a parapetarse en el chalecito adosado o la urbanización con piscina o las vacaciones en Cancún. Si es verdad que el alma española siempre ha oscilado entre Don Quijote y Sancho Panza, entre la entrega generosa y abnegada por un ideal y la mezquindad de faltriquera colmada y riñón caliente, no cabe duda de que hoy estamos en fase sanchopancista, sin querer ver otra cosa que nuestra cómoda Barataria.
Sanchopancismo: qué feo reproche, ¿verdad? En el fondo, a nadie le gusta sentirse Sancho. Quizá por eso hemos mantenido algún tiempo el decoro: por un último resto de vergüenza. Pero eso lo ha cambiado Zapatero. Al sanchopancismo nacional sólo le faltaba, para volar en libertad, que viniera algún ilusionista de tribuna a camuflar la bajeza con el vocabulario de la Grandes Palabras: en vez de cobardía, “talante”; en vez de entreguismo, “diálogo”; en vez de disolución, “progreso”; en vez de ruptura de la unidad nacional, “profundizar en el autogobierno”; en vez de rendición, “paz”. Ya ha llegado ese ilusionista. Gracias a Zapatero, España ha emprendido el camino cuesta abajo en la certidumbre de hallarse escalando cumbres de perfección. La vaselina sodomita del “proceso de paz” ha servido para que el país acepte, quiera o no, la monstruosidad de que una banda de asesinos se institucionalice con el visto bueno de los poderes del Estado. Zapatero ha arrastrado por los suelos la dignidad nacional. Y la nación, de puente festivo: tan contenta, asistiendo por la tele al nacimiento de un nuevo vástago de la Familia por antonomasia.
Colectivamente hablando, nunca habíamos caído tan bajo. Bueno, sí: una vez. Fue hace 199 años. El 2 de mayo celebramos aniversario. Pero entonces, a falta de reyes y Gobierno, al menos había un pueblo.