Dionisio Ridruejo, Laín, Tovar, Aranguren… Nombres del antifranquismo que, sin embargo, empezaron formando parte del régimen. El libro de César Alonso de los Ríos Yo tenía un camarada los ha devuelto a la actualidad. Aquilino Duque los conoció a todos. También a otros grandes nombres de la cultura española de la época, como María Zambrano, en el exilio, o Luis Rosales, en Madrid. En este texto, el escritor recuerda a sus “maestros de juventudes”, con especial atención a Dionisio Ridruejo. Y una reflexión de largo aliento: “Cuando se pone la cultura por encima de la política, no se está a la derecha o a la izquierda, sino arriba o abajo. Todo es cuestión de verticalidad”.
“Yo tenía un ca
Juan Ramón Masoliver me decía en su casa de Vallensana que Dionisio Ridruejo se había muerto justo a tiempo, pues de lo contrario habría hecho aún muchas tonterías. Masoliver sabía de lo que hablaba pues él mismo era uno de los que, al decir del propio Dionisio, “más obstinada y eficazmente contribuiría a mi cambio de ideas”. En cambio yo, lo que son las cosas, al evocar a Dionisio en el primer aniversario de su muerte, había escrito que, si viviera, “sería el espejo de los españoles en pie”. Decía yo esto después de haber recordado lo que María Zambrano le había dicho a Dionisio cuando se vieron en el Instituto Español en Roma después de la guerra, a saber: que para que las heridas se cerraran, todos los españoles, de uno y otro bando, tenían que ponerse de rodillas y pedir perdón. Apostillaba yo que Dionisio lo hizo al momento, pero que tendrían que pasar años y cambiar los vientos para que cayeran de rodillas muchas gentes del lado de acá, y como quiera que en el de allá no se les correspondía, muchos se habían puesto a cuatro patas a ver si así ablandaban a los refractarios a la genuflexión.
Los hemisferios de la manzana
Yo mismo, para no ir más lejos, fui de los que, por seguir a Dionisio, llegaría por una temporada a “alinearme en espíritu con los vencidos” y hacer míos sus puntos de vista, hasta que comprobé que estaba tocando el violón y que, si seguía en la tierra de nadie, y sin agazaparme, lo más fácil era que me diera una bala perdida. Así fue cómo, poco a poco, tuve que replegarme sobre la posición de la que procedía, en vista de que los otros se obstinaban en permanecer en las suyas. Otro amigo de Dionisio, Eugenio Montes, decía que cuando se parte en dos una manzana, no hay diferencia entre los dos hemisferios, y que eso era lo que había pasado en la guerra española.
Vuelvo sobre todo esto después de leer, o releer, el libro póstumo de Dionisio Casi unas memorias (Ediciones Península, Barcelona, 2007) y casi simultáneamente el de César Alonso de los Ríos Yo tenía un camarada (Áltera, Barcelona, 2007) y sigo resistiéndome a pesar de todo a seguir viendo a Dionisio tocando de rodillas su violín de Ingres por los bistrots de la emigración. Por razones de edad, yo traté a estos singulares “maestros de la izquierda” cuando ya habían dejado atrás su “pasado franquista” y a lo último a lo que yo podía aspirar era a ser un “intelectual orgánico” del Régimen. Cabe fechar en torno a 1960 y en Madrid, por supuesto, mi conocimiento personal de casi todos ellos.
Todos ellos, cada cual a su modo, influyeron no poco, directa e indirectamente, en la adhesión y en el rechazo, en fijar mis ideas. Por ejemplo, Luis Rosales, del que tanto aprendí, me abrió los ojos en cuanto a la clase de libertad que cantaba el pobre Miguel Hernández pero no logró comunicarme su fervor por el Conde de Barcelona. Panero me aclaró la diferencia entre la fantasía y la verdad, noción complementaria de la distinción que hacía Thomas Mann entre la verdad y la realidad. Aranguren me invitó a leer en alguno de sus seminarios, lectura que yo iba a titular algo así como “La poesía como fe de rebeldía” y que por fin, aconsejado por él, titulé “La poesía como acto de servicio”. En otra ocasión le hablé de la analogía de mentalidad y comportamiento entre cristianos y marxistas y él me dijo que la gran diferencia estaba en el componente ético del cristianismo. De José María Souviron saqué en claro algunas ideas sobre el arte contemporáneo o sobre el arte en general y su relación con lo trascendente. A Laín lo conocí en Barcelona y lo traté poco y a Tovar en Salamanca, ya tarde, cuando no tenía nada que ver con el Tovar que fuera rector. Como en ese momento estaba escribiendo algo sobre mi poesía, me abstuve por prudencia de manifestarle mis discrepancias ideológicas.
A todos les debo algo positivo, y a Dionisio más que a ninguno, aunque sólo fuera por las semblanzas que trazó de maestros y amigos, como d’Ors, como Montes, cuando ya militaba en sus antípodas ideológicas. La etopeya que Dionisio hizo de José Antonio en Escrito en España y el testimonio personal de una adversaria como María Zambrano fueron las causas principales de mi acercamiento a la figura de José Antonio. Cuando se pone la cultura por encima de la política, no se está a la derecha o a la izquierda, sino arriba o abajo. Todo es cuestión de verticalidad.