Sobre el vídeo de la diputada aragonesa del PSOE

Cuando los necios muestran la verdad

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Incapaz de articular dos ideas…, ¡qué digo!, incapaz de pronunciar dos palabras medianamente bien estructuradas, la mujer se deshacía en sonrisitas, lugares comunes, zafiedades… en medio de un descarado peloteo hacia la Consejera de Educación… “que vaya, es que lo ha dicho tan bien, tan bien la señora Consejera… que… ¡uuuy!… yo…, je, je…, yo, la verdad…, ya no sé qué más decir…”, exclamaba sin sonrojarse Su Señoría.
 
Andaba yo viendo el video (que está batiendo, por cierto, auténticos records de audiencia en nuestro periódico), cuando de repente, entre carcajada y carcajada, ¡zas!, una idea me iluminó. A fuerza de irse acumulando tonterías y zafiedades, la tensión cómica empezaba a disminuir un poco; estaba apuntando ya el primer bostezo tras las carcajadas, cuando se me ocurrió de pronto una idea –y me dejó helado. “Si bien se mira –me dije atónito–, ¿qué gran diferencia hay entre esto y los discursos políticos habituales? Lo que, tartamudeando, dice esta bendita es en el fondo tan inmensamente aburrido, tan infinitamente vacuo como la casi totalidad de los discursos que se pronuncian en nuestros democráticos parlamentos, tan repletos ellos de altisonantes palabras. Lo que pasa es que los políticos habituales lo hacen retóricamente muy bien, mientras que esta desdichada lo está haciendo horrorosamente mal.”
 
Decadencia de la vida pública
 
Pocas veces, es cierto, he conseguido tragarme los parlamentos de nuestros hombres políticos –de derechas, de izquierdas, de centro, de la izquierda progre, de la derecha conservadora, de la izquierda revolucionaria, de la derecha liberal…: de lo que sea. Basta, sin embargo, oír o leer de vez en cuando sus rimbombantes declaraciones para concluir que la diferencia con lo que decía esa buena señora es, ante todo, una cuestión de forma, de estilo. No de fondo. El fondo resulta en ambos casos igual de insulso, vacío, plano. La gran diferencia estriba en que la diputada aragonesa del PSOE no tiene la más remota idea de cómo hablar, mientras que los otros son unos consumados profesionales del arte de la oratoria… o, mejor dicho –no cometamos anacronismos–, del arte del marketing y de la publicidad política, que esto –vender el producto a los consumidores– es en lo que se ha convertido la vida “pública” en nuestras insulsas democracias.
 
No cabe duda de que, en tal labor, los grandes publicitarios que pueblan parlamentos y tribunas, pontifican en periódicos, peroran en televisiones y radios, dan muestras del mayor de los talentos. ¡Hay que ver cómo se llenan la boca con las más gastadas aunque grandilocuentes palabras! “¡Libertad!” por aquí, “¡Democracia!” por allá, “¡Progreso y bienestar!” por acullá… ¡Qué bien suenan, qué bonitas resultan, cómo se las tragan los clientes! Supongamos que sí, que todos somos libres, que ninguna concepción del mundo sojuzga, hoy, a ninguna otra; supongamos, por ejemplo, que quienes impugnamos la concepción mercantil del mundo la podemos combatir con los mismos medios y facilidades de que gozan quienes la promueven y defienden. Una vez supuesto lo anterior, preguntémonos: ¿“libertad” para qué, “democracia” para hacer qué, “progreso” para progresar hacia qué, “bienestar” para forjar qué? ¿Para forjar qué mundo, configurar qué vida, vivir y morir por qué destino?…
 
Silencio. La “libertad” y la “democracia”, el “progreso” y el “bienestar” –gastadas, deshilachadas como se encuentran estas pobres palabras– se hartan de dar vueltas en el vacío. Salen de la boca de nuestros grandes mercaderes públicos (de todos: de un Zapatero, de un Rajoy, de un Felipe, de un Aznar…) y a ellas regresan para ser expelidas mil veces más. Hablo sólo de esto: de la gran hojarasca, del gran viento que envuelve a los unos y a los otros; no hablo de la necesidad coyuntural de apoyar como mal menor a los unos (por ejemplo, en la defensa de la identidad nacional) en contra de los otros. Hablo de que ningún gran proyecto existencial –salvo esta cosa mísera: consumir y morir– sostiene las palabras y acciones de los unos y de los otros. Ningún gran aliento colectivo da sentido a nada. Nada mueve al entusiasmo, a la ilusión, al fervor enardecido de los hombres. Pero da igual: nuestros vendedores públicos hacen tan extraordinariamente bien su trabajo, que todos se lo tragan como bobos.
 
Demos, pues, las gracias a doña Isabel Teruel. No sólo por lo mucho que nos ha hecho reír. Démosle las gracias porque al hacer tan rematadamente mal su trabajo, nadie al menos podrá con ella llamarse a engaño.

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