“Todo es discutible en esta vida”, declaró de pasada y ya no sé a santo de qué don Mariano Rajoy en el programa televisivo del otro día. En él tuvo que hacer frente, y lo hizo con enorme gallardía y consumada prestancia, a las preguntas formuladas por unos iracundos interrogadores que también opinarían, sin duda, que todo es discutible en la vida…, salvo que la derecha se dedica a oprimir a los pobres, y la izquierda a redimirlos. No es ésta, sin embargo, la cuestión que aquí nos importa. Lo que nos importa es lo que implica esta sentencia aparentemente anodina –“Todo es discutible en esta vida”– a la que nadie, desde luego, le ha prestado la menor atención. Prestémosela, pues, aquí: en este periódico tan “políticamente incorrecto”, que hasta discute lo que para todos es indiscutible. Y cuando digo “todos”, es todos: los de izquierdas y los de derechas, los de izquierdas escorados hacia el centro y los de derechas ladeados hacia el centro, sin olvidar aquellos –la mayoría– a los que los enredos y trifulcas de nuestras derechas e izquierdas les importan un soberano pimiento.
“Todo es discutible en la vida”, decía don Mariano… e igual podría decirlo don José Luis, sin olvidar a don Nicolás, el francés, ahora que algunos le lanzan ditirámbicos y poco matizados elogios. “Todo es discutible”… Ah, pero la idea de que todo sea discutible y opinable, de que nada sea cierto en sí mismo, de que todo dependa de la opinión…, esta idea no, ¡esta idea no me la toques, que si no se te va a caer el pelo, so carca! ¡Será intolerante el tío! Semejante idea es intocable: constituye la piedra angular sobre la que se alza la sociedad “democrática” –la que lleva el escepticismo hasta el nihilismo.
¡Si al menos tal sociedad fuera democrática!… ¡Si al menos lo hiciera depender todo de una opinión libremente forjada! Pero no, no os engañéis: quienes aquí mandan no sois vosotros, pobres hombres masa tras los que se escudan los señores de las finanzas y la información (los de la política también, pero cada vez tienen menos poder: ése que otorgáis cada cuatro años a quienes, en tantas cosas, se parecen como dos gotas de agua).
Bien, nuestra sociedad no es democrática, pero ¿es al menos lo abiertamente inquieta, interrogativa, que pretende ser? Tampoco: pura fachada. Veamos, don Mariano, ¿lo dice en serio eso de que todo es discutible en esta vida? ¿De verdad se lo cree, don José Luis? Êtes-vous d’accord, Nicolas? ¿No hay en esta vida nada absolutamente intocable, incuestionable, “sagrado”, cabría decir? ¿Sólo nos guía la cantinela –magnífica, pero vacía– de “la-libertad-y-la-democracia”, “la-democracia-y-la-libertad”? ¿Perdón? ¿Me dicen que están plenamente de acuerdo, que se mantienen en sus trece? ¡Válgame Dios! Entonces no tendrán inconveniente en reconocer que algunas de las siguientes cosillas también son de todo punto discutibles. ¿Qué tal, las abolimos un día de éstos?
Principios indiscutibles de la sociedad en la que “todo-es-discutible”
1) El Dinero es lo único que mueve al mundo.
2) El constante aumento de la Producción y el Consumo es indispensable para la felicidad de los hombres.
3) El Mercado –entendamos: la lucha entre los tiburones de las altas finanzas– es la única garantía de libertad, autonomía y prosperidad.
4) Promover la Fealdad –tanto del arte contemporáneo como de nuestro entorno– no significa desdeñar la belleza del arte antiguo: ese útil acicate del turismo, ese magnífico fomento de la industria del ocio y la cultura.
5) La sociedad moderna es la única que se ha liberado de las supersticiones, cadenas y trabas que habían caracterizado a todas las demás sociedades. Nuestra gran victoria es haber acabado con toda tradición.
6) Lo único que importa es el individuo: ese ser que existe de forma autónoma y al que, además, le da por agregarse a otros congéneres, constituyendo la gran suma de átomos denominada “sociedad”.
Principios absolutos, incuestionables: nadie los pone siquiera en discusión. ¿Nadie? Sí, los locos del Manifiesto y algún chalado más… Pero la sociedad no. La sociedad en la que todo es discutible se alza sobre principios tan indiscutidos y mendaces como los anteriores.
¿Puede no ser así? ¿Puede una sociedad andar como flotando en el aire? ¿Puede no asirse a principios que considere firmes como una roca? Por supuesto que no, y éste no es el problema. El problema es otro –y doble. Consiste en la hipocresía de pretender que nosotros sí andamos por el aire, y radica en la naturaleza, mísera y aciaga, de los principios y valores –eso, valores… contantes y sonantes– con los que llenamos el aire.
“Todo es discutible en la vida”, proclama nuestra sociedad: falsedad manifiesta, engañabobos destinado a consolidar la imagen de una libertad tan aparente como absoluta. Y sin embargo, es cierto que, jurídica, formalmente hablando, aquí es posible discutirlo todo. Nadie que lo haga dará con sus huesos en la cárcel. ¡Celebrémoslo (por una vez que hay algo que celebrar…)! y reconozcamos que en la sociedad liberal es posible discutirlo todo. Ah, pero con una condición: la de tener los medios con que hacerlo, la de poder salir a la palestra, la de lograr romper el cerco mediático.
Nuestro gozo (¡breve fue la dicha!) cayó en un pozo. Levantemos sin embargo cabeza; salgamos de él y contemplemos estas dos exigencias que han aparecido ante nuestros ojos: la necesidad de poder, al menos jurídicamente, discutirlo todo; y la necesidad de que no todo, sin embargo, sea discutible, la exigencia de que se le reconozca al mundo un indiscutible fundamento, una incuestionable verdad. ¿Son ambas exigencias tan inconciliables como parece? ¿O hay forma, por el contrario, de conciliarlas?
La respuesta… en el próximo capítulo.