Contaba Rocío Monasterio que, mientras exponía su crítica contra el señor que había invertido miles de euros en caprichos para su perro, se vio interrumpida por su propia hija.
Con poca o mucha fortuna, hemos tenido la suerte de vivir lo que algunos consideraron “el fin de la historia”. Una perogrullada egocéntrica que sólo se le podía ocurrir (y tolerar) a un profesor y asesor del gobierno norteamericano con pinta de japonés.