Mientras declina la luz en el epílogo de esta tarde, me acerco a uno de los anaqueles de mi biblioteca. Allí duermen, abarrotados, una legión de autores franceses. Quienes vivimos posesos por una pasión bibliófila, normalmente nos preguntamos: ¿somos nosotros quienes buscamos a los libros o son ellos los que nos salen al encuentro? ¿Estamos rodeados de fósiles que vuelven a recibir el pneuma vital cuando los tomamos en nuestras manos, o son los libros quienes se anonadan voluntariamente entre el polvo de los años, mientras la piel de sus páginas se va oxidando en silencio? ¿Hemos recabado alguna vez en ese enigmático modo de vivir tan peculiar, rodeados por un coro de voces ausentes que brotan desde las paredes de nuestra casa?
Leo entre los nombres, uno: Charles Péguy, el título suena irrefutablemente pascaliano: Pensamientos. El libro recoge una serie de meditaciones breves, a modo de aforismos que no llegan a greguerías porque les falta ese principado de imágenes y metáforas, tan propias de Ramón; pero les sobra hondura, rebeldía y seriedad.
La obra de Péguy recopila un ramillete de citas extraídas de la versión original de sus Cuadernos de la Quincena, apuntes del escritor francés entre 1900 y 1914. Justamente en una entrada fechada en abril de 1914, se lee lo siguiente: “Hay tan pocos pintores que miren como filósofos que piensen”, y esa sentencia basta para encender la llama de un nuevo artículo.
Al arte y a la filosofía le urgen una tarea impostergable: aprender a mirar. Al arte, por su extravío en el subjetivismo que se vuelca en intrascendencia; a la filosofía, por aceptar su descenso de reina a vasalla y perder su dignidad: sin horizonte metafísico, en ese invento de la “posverdad” queda reducida a ancilla de las ideologías de turno.
Es preciso que el pintor no se olvide de mirar, o mejor aún, de ver propiamente en aquello que mira. Lo dejó escrito Atahualpa Yupanqui en una milonga de mi tierra: “Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás, nada le dice la pampa ni el arroyo ni el sauzal”. El pintor debe tener vocación de demiurgo, es decir, plasmar aquello que primero ha contemplado. En un artículo publicado por el diario El País, el 4 de septiembre de 1987, Paco Umbral ensalzaba la obra del pintor Antonio López en estos términos:
“Antonio busca en el Madrid recrecido lo mismo que buscaba en sus paisajes de Tomelloso: un rebrillo último o primero, esa manera de comportarse que tiene la realidad, una herida de sol en el pecho de cristal de un mirador. La vida, en fin, que su pupila distribuye en joyas”.
Es casi un itinerario agustino, de afuera hacia adentro y de adentro hacia arriba: co-creadores con el Verbo, el arte como vocación de fidelidad a lo real. La pintura Antonio López es una oración surgida de las cosas, de la carne de un membrillo, de un muro agrietado, de una nevera ignorada, del espejo del baño o de La Gran vía de Madrid cuando nace la mañana. Antonio sabe mirar.
¿Y al filósofo —se preguntará usted— qué tarea le cabe? Para responder a este interrogante, primero es preciso efectuar una discriminación de esferas: una cosa es ser profesor de filosofía, otra es ser maestro en filosofía, y una última vocación, más ardua y elevada es ser filósofo.
Un profesor de filosofía es aquel que lleva en su cabeza las ideas de otros. Vocación necesaria para hacer asequible a los demás lo esencial de esta materia. Un buen profesor de filosofía intenta exponer a cada pensador calzando sus zapatos; la tarea crítica viene después. He aquí la primera esfera.
Un maestro en filosofía es aquel que cumple el principio establecido por Tomás de Aquino: “Contemplata allis tradere”, es decir: transmitir lo contemplado. Como se intuye, es un grado más elevado que el mero expositor de ideas de otros. El maestro en filosofía no sólo expone, muestra, revela, lleva hasta el final el corazón de una doctrina filosófica, sino que además abre ventanas hacia el pensamiento autónomo. Si filosofar es “ir de camino” —como decía Karl Jaspers—, mientras el profesor de filosofía nos habla del bosque, el maestro nos señala sus senderos mostrándonos los claros como revelaciones.
Y en el escalón más elevado, el filósofo. Filosofar es una vocación marcada por el anhelo de la última realidad posible. Otro francés, Etienne Gilson, lo ha visto con suma claridad cuando en el Vademécum del realista principiante enseñaba que, mientras el filósofo habla de las cosas, el profesor de filosofía habla de filosofía. Filósofo es aquel que puede acuñar en una síntesis peculiar un pensamiento propio. “Propio” significa aquí “personal”, que no tiene que ver con la extravagancia, con la pose intelectual ni con el erotismo de la mera novedad. La verdadera filosofía requiere dos ámbitos: uno intra nos, aquel que maceramos en íntima soledad, una soledad habitada que nunca será monólogo de claustro. Su razón de ser está dada por la escucha de lo real. En el comienzo de nuestra vida, acaso no hemos sido escucha antes que palabra? El otro ámbito, se da inter nos, “entre nosotros”, pues el filósofo jamás puede renunciar a la comunidad. Todo filósofo, en tanto ser-en-el-mundo se halla atravesado por una lengua, por una impronta espiritual, por un ethos cultural irrenunciable.
Vuelve a tomar la palabra Péguy para completar nuestra intuición:
Un gran filósofo es un hombre que ha descubierto, que ha explicitado algún aspecto nuevo, alguna realidad —nueva— de la realidad eterna; es un hombre que, con voz propia, entra a su vez en el concierto eterno.
Péguy tiene cosas de Plotino y de Agustín, de Tomás y de Pascal, de Kierkegaard y de Bergson; yo creo que dialogan por las noches, de pared a pared, en esta casa llena de libros.