El acoso y las constantes arremetidas contra la fiesta de los toros no son cosa nueva en nuestra historia, con la mayúscula diferencia de que en los debates de otros tiempos el nivel cultural y político contaba con un nivel del cual las hordas actuales de iletrados se encuentran a años luz.
Por traer a colación algunos ejemplos, desde las Partidas del rey Sabio hasta la prohibición de Carlos IV, pasando por la bula de Pío V, todas fueron normas que cayeron sobre papel mojado frente al fervor popular y aristocrático de correr toros en España.
Quizás la más seria de las tentativas fuese la Real Pragmática de 10 de febrero de 1805, por la cual Carlos IV tiene “a bien prohibir absolutamente en todo el Reyno, sin excepciones de la Corte, las fiestas de toros y novillos de muerte”.
¿Nos encontramos ante un capricho de su valido Godoy, por la costumbre ilustrada de Francia? Moda o capricho, la sentencia muestra un ejemplo más de la subordinación cultural española, de sus élites, frente a poderes extranjeros. Y, sobre todo, de la jindama hereditaria incapaz de defender nuestra intrahistoria.
Como por todos es sabido, las Cortes de Cádiz se reunieron desde el 24 de septiembre de 1810 hasta mayo de 1814. Lo hicieron en un contexto extraordinario, el de la mal llamada Guerra de Independencia, pues, estarán conmigo en que, para ser independientes, primero hay que haber estado sometido a un poder exógeno. Y, hasta que se inventen lo contrario, Cádiz y el sentir patriótico de los españoles se mantuvieron firmes, libres e independientes durante esos años.
Pues bien, durante los múltiples debates celebrados, destacaremos aquel que tuvo como temática central la apología y el consiguiente juicio acerca de la celebración de las fiestas de toros.
La situación fue la siguiente. Don Francisco de la Iglesia y Darrac, capitán de caballería, proveedor de monturas y sillas de los ejércitos, debido a los impagos por parte del gobierno, manifestaba encontrarse en la ruina, ante lo cual, proponía algunos arbitrios, entre los que destaca la construcción de una plaza de toros para resarcirse con el producto de las corridas. Se le concedió el oportuno permiso, erigiéndose así “la Plaza Nacional”, la cual dio festejos hasta el 25 de abril de 1813 en que, tras una alboroto, fueron suspendidos sine die. No obstante, tras nuevo alegado de nuestro protagonista, el Consejo de Regencia le otorgó una nueva dispensa “por el tiempo que fuese necesario para cumplir la contrata del Gobierno”.
En este contexto, el de una ciudad sitiada donde no se dejaron de celebrar corridas de toros, el diputado de Murcia, Sr. Simón López, condenó estas funciones alegando que eran perjudiciales para la agricultura, la ilustración y las costumbres. Se quejaba de que se mezclaban hombres y mujeres en los tendidos, vociferaban y blasfemaban, incluso se atrevían a galantear entre ellos. Como ven, estas ideas no son sino el ejemplo ya comentado de la élite progre de nuestro país, eclesiástica en el caso del diputado Simón López que, con tal de subirse al tren de la vanguardia cultural francesa, es capaz de defender el mayor de los absurdos.
La réplica, y con fundamento, no se hizo esperar. El autor fue Antonio Capmany, diputado por Barcelona, quien hacía una apología del carácter nacional de nuestra fiesta. Comenzaba criticando la moda entre nuestros jóvenes, “lenguaraces sin lengua y filósofos sin sabiduría”, que ensalzan lo romano y circense, pero atacan su fiesta. Escriben, continúa Capmany, “algunos extranjeros que es fiesta bárbara, y esto más por relación o por lucir este lugar común del desahogo filosófico, que por conocimiento de la naturaleza del espectáculo”. Y es que el pueblo español no es un pueblo bárbaro. El público no va a la plaza a ver morir al lidiador, sino a verlo vencer, a burlar al toro (que no a burlarse de él), a ver, en definitiva, cómo no muere. “Lo que atrae principalmente a los espectadores es el bullicio del concurso, el holgorio de la gente, y la grandeza del espectáculo, que ciertamente lo es, pues fuera de los de la antigüedad no hay en los tiempos y pueblos modernos una reunión más vistosa, más alegre y popular, que se puede llamar nacional, donde se respira el aire libre debajo de la gran bóveda del cielo”. Al que no le guste, que no vaya, finaliza el diputado.
El resumen de los hechos de Cádiz podría ser el siguiente: por encima de la ley está la costumbre arraigada en un pueblo que sólo puede ser modificada por la voluntad del mismo. Desgraciadamente, a día de hoy sucede lo contrario, y son las propias élites las que imponen los modismos europeos sin importarles absolutamente nada la raigambre social e histórica del pueblo que dicen representar. Y es que la moda, que nos desnuda cuando nos viste, nos va quitando todo lo que antes llamábamos nuestro.
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