Las coronas vacilantes

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Ghislain de Diesbach, en su enjundioso libro Los secretos del Gotha,trae una anécdota sabrosa relativa a la corte de Cristián IX de Dinamarca. No siempre los príncipes daneses se llevaban bien y había temporadas en las que ni siquiera se dirigían la palabra. Pero, formados como estaban en la vieja escuela de la monarquía, eran conscientes de que debían ofrecer una imagen pública ejemplar, de modo que idearon una manera muy original para ello. En el palco real de la Ópera, que era el escaparate social más importante de la época, un príncipe se dirigía a otro y contaba del 1 al 10, éste se volvía hacia una princesa y continuaba del 11 al 20; ella hacía lo propio con su vecino de poltrona y contaba del 21 al 30, y así hasta llegar a 100, desde donde se recomenzaba el juego. Los súbditos, al ver conversar animadamente a sus dinastas, sonreían complacidos al comprobar que la unión y la concordia reinaban en el seno de la Familia Real, cuando la realidad era que probablemente sus miembros se detestaban mutuamente. La moraleja de esta historia es que, no importa lo que pase de puertas para adentro en palacio: lo esencial es mantener las formas.

Pero mantener las formas cuesta y exige un constante ejercicio de autocontrol, de sacrificio y de disciplina que sólo alguien educado desde la infancia en esos valores es capaz de realizar. Mantener las formas supone también una distancia prudencial del ojo público, distancia que pone al abrigo de indiscreciones y rodea al poder de un halo místico que fomenta el acatamiento. Las personas pertenecientes al círculo de la realeza practicaron desde siempre estos principios hasta que les dio el prurito de la modernidad y comenzaron a olvidar los deberes que una sabia tradición les había impuesto. La veda la abrió, desgraciadamente, la que es el paradigma de los monarcas: Su Graciosa Majestad Británica Isabel II de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. A principios de los Sesenta, le fue propuesto un reportaje sobre la vida cotidiana de la Familia Real y la Reina accedió con la mejor intención, desatendiendo las advertencias de un leal asesor, que le desaconsejó la experiencia, pues pensaba –y no sin razón– que el sancta sanctorum de la monarquía no debía ser nunca objeto de las miradas profanas porque corría el riesgo de perder su carácter sagrado y el consiguiente temor reverencial de la gente… y no se equivocó. De aquellos polvos vinieron estos lodos: el deplorable espectáculo de los escándalos conyugales de Carlos y Diana de Gales, que ventilaron torpemente en público sus desavenencias e infidelidades, hizo vivir a los Windsor sus horas más bajas, hasta el punto de que la augusta matriarca definió a 1992 como un “annus horribilis” delante de su Parlamento. 

La monarquía es una institución que, a pesar de todas las revoluciones, ha logrado llegar al siglo XXI, aunque, en los últimos tiempos, bien es verdad que a trompicones y con más de un sobresalto. La generación actualmente reinante es quizás la última enseñada a la antigua, pero sus miembros hay que decir que han educado muy mal a sus pimpollos. Los actuales herederos que esperan coger la posta de sus mayores dejan mucho que desear, obrando ya no con un sentido del deber, sino por capricho y según sus apetencias. No sirven a la institución, sino que se sirven de ella. Pretenden conservar todos los privilegios de su rango, aunque no quieren saber nada de los imperativos que llevan aparejados. Coquetean con el mundo de los plebeyos, dándoselas de democráticos, pero no les gusta verse después au milieu de la mêlée. Les encanta la publicidad y se sirven de los medios de comunicación mientras les procure una popularidad fácil; sin embargo, cuando no les conviene, los malos son los periodistas. Eso es jugar con ventaja y constituye una soberana tomadura de pelo para el resto de los mortales, que no son idiotas y van perdiendo el considerablemente mermado respeto con el que cuenta a estas alturas la realeza.

Ágata Ruiz de la Prada, desde su divertida excentricidad, dijo un día –quizás sin proponérselo– una gran verdad: los reyes deberían ir siempre con la corona, el cetro y el manto puestos. Su existencia se justifica, en efecto, por su capacidad de ser símbolos: símbolos vivientes que representan el nexo histórico del presente con el pasado, símbolos de la identidad de un país, símbolos de la unidad y concordia de una sociedad por encima de ideologías y partidos. De ahí el rodearse de pompa y circunstancia, el reglamentar su vida mediante un rígido protocolo y una etiqueta exigente, el asegurar su pervivencia a través de tradiciones dinásticas intocables. Desde el momento en el cual se ha relajado esta disciplina se ha comenzado el camino que lleva al precipicio. 

Un rey no puede fingir ignorar las limitaciones que la propia tradición de su familia –que a él lo ha hecho lo que es– impone. Un príncipe heredero no puede saltarse a la torera todas las conveniencias e imponer contra viento y marea su voluntad en materia matrimonial, invocando una libertad de elección que será buena para cualquier otro mortal en la mentalidad burguesa, pero no para él, que debe tener en cuenta la perspectiva superior de la razón de Estado y de los intereses dinásticos. No se puede pretender introducir criterios de igualdad y de no discriminación en una institución que es en sí misma y por su propia naturaleza desigual y discriminatoria y que debe a ello precisamente su perpetuación. No se puede, siendo personaje regio, ir de liberal y compadrear hasta con los adversarios del propio sistema y esperar que no se rompan los tabúes protectores del mismo. Si se quiere ser como todo el mundo, se ha de de bajar a la liza y se ha de estar dispuesto a recibir golpes… y a perder la partida.

El lamentable episodio del semanario EL JUEVES, que quizás hubiera pasado sin pena ni gloria, torpemente gestionado como lo ha sido por parte de la Justicia Española, ha focalizado la atención pública, ante la cual se han puesto de manifiesto los graves fallos de esa visión supuestamente avanzada de la monarquía que, a la larga, acabará liquidándola si no se enmienda la ruta (cosa que nos tememos sea difícil e improbable a estas alturas). En todo caso, es una llamada de atención sobre lo movedizo que es el piso en el que se asienta la institución monárquica en la España actual. Claro que no les va mejor a otras Casas Reales, pero ya se sabe: el mal de muchos es un consuelo de tontos. Quizás del común naufragio se salve sólo el trono británico, sostenido por el prestigio y la impecable trayectoria personal de Isabel II, la cual dio a la presuntuosa Annie Leibovitz una soberana lección de señorío –que viene muy a propósito de cuanto decimos en estas líneas– cuando, ante la impertinente sugerencia de ésta, durante una sesión de fotos, de que se quitara la corona para parecer más natural, le Reina le aclaró que estaba acostumbrarla a llevarla y que hacerlo era su manera de ser natural. ¡Regia sabiduría!

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