La herejía populista

El populismo se ha convertido en el nuevo "fantasma que recorre Europa". En realidad, ya no Europa, sino el mundo entero.

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El populismo se ha convertido en el nuevo “fantasma que recorre Europa”. En realidad, ya no Europa, sino el mundo todo. Un fantasma, por otro lado, cuyos contornos son tan vaporosos y difusos que se diría que por todas partes extiende su presencia amenazante. Uno escucha el discurso político oficial y se queda atónito. Trump es populista, como Putin. Maduro es populista, como Orban. Pablo Iglesias es populista, como Marine Le Pen. Ahora bien, cuando distintas personalidades manifiestamente contrarias entre sí reciben un mismo calificativo, una de dos: o hemos hallado al fin una piedra filosofal en forma de adjetivo universalmente válido –que va a ser que no–, o estamos hablando en el vacío. Sospecho que la mayor parte de nuestros analistas, todas esas voces que llenan a todas horas el espacio mediático con el conjuro mágico del “populismo”, hablan simplemente en el vacío. ¿Qué es para ellos un “populista”? Simplemente, alguien que no encaja en el molde prediseñado de la corrección política occidental. O sea, el malo.

Lo que no es el populismo

 

Desde la caída del Muro de Berlín, en efecto, Occidente ha caminado hacia la construcción de un único espacio político válido definido por cuatro parámetros fundamentales: democracia representativa de partidos, economía encajada en el sistema financiero global, progresiva abolición de las identidades y fronteras nacionales y, en fin, ingeniería social progresista, ese tipo de nihilismo elevado a dogma que se manifiesta a través de las “políticas de género”, entre otros ejemplos. Estos parámetros delimitan el espacio de lo aceptable, aún más, de la única política posible, pues cualquier alternativa –nos dicen– no puede ser sino estafa y demagogia, máscara que oculta las peores intenciones. Todo el que se salga de ese marco, por cualquiera de los cuatro lados –el político, el económico, el identitario o el social–, es sospechoso de pecado. E inevitablemente recibirá el calificativo de “populista” no como definición ideológica, sino como anatema moral. Aún peor: como diagnóstico de una enfermedad infecto–contagiosa.

Antaño el sambenito designaba, genéricamente, a todo el que recurría a endulzar el oído del pueblo con ambiciosas promesas de imposible realización; hoy se juzga imposible realizar cualquier cosa que circule al margen de los parámetros establecidos, de esa “única política posible”, de manera que cualquiera que defienda una transformación sustancial de la democracia de partidos, una economía centrada en lo local más que en lo global, una política identitaria afirmativa o una antropología social de corte natural, queda inmediatamente descalificado como populista: no se discute la viabilidad real de sus ideas, sino que éstas son, de entrada, consideradas nocivas y por tanto literalmente impresentables, y lo que pasa a discutirse es la cualidad moral de su adalid, forzosamente reconducido a la demagogia o a la mala fe. O sea, al “populismo”.

En la cultura política de la segunda posguerra mundial, dominada por la retórica de la izquierda, era común descalificar al adversario con el anatema mayor de “fascista”, acusación incapacitante que de forma automática conducía al acusado al infierno de quien no tiene derecho a la vida pública. Así hoy, los líderes de opinión, generalmente herederos de los viejos mandarines progresistas y criados ideológicamente a sus pechos, sentencian al malo con el estigma “populista”. Estigma que, con frecuencia, se suma al de “fascista”, por supuesto. En realidad estamos ante la misma lógica de la expulsión de la Ciudad.

Lo que sí es populismo

Y sin embargo, el populismo no es una categoría espectral, sin forma ni materia. Al contrario, es uno de los fenómenos políticos más estudiados en los últimos años. Es una corriente con contornos precisos, aunque cambiantes, y definida por una serie de principios ideológicos reconocibles, aunque no haya un “credo” populista, una doctrina cerrada, un padre filosófico ni una escuela. Y aunque la propia evolución histórica se haya encargado de cubrir su camino con densas capas de confusión.

Recordemos lo esencial. Los términos “populismo” y “populista”, en el ámbito académico, aparecen en Rusia hacia 1878 relacionados con el movimiento Narodnichestvo (literalmente, “marchar hacia el pueblo”), que se tradujo al entorno occidental precisamente como populismo. O era realmente un movimiento popular, sino una corriente intelectual que trató de reencontrar la virtud política en el retorno al pueblo, y más específicamente al campesinado. En una perspectiva cercana a la de los socialismos utópicos, aquellos populistas rusos pensaban que el militante revolucionario debía alejarse del intelectualismo burgués y ahondar en la naturaleza profunda del pueblo llano antes de convertirse en su guía. Las comunas rurales y las tradiciones populares constituían, en su mentalidad, las formas naturales del socialismo que había que recuperar. El populismo ruso terminó aniquilado por la incomprensión de la mayoría de los propios campesinos, por la severa represión del régimen zarista y, enseguida, por la inquina de los marxistas, que veían su sujeto revolucionario en el proletariado y no en los campesinos. A partir de ese momento, en la literatura marxista el término “populismo” pasó a identificarse con los movimientos contestatarios, sí, y de clase baja, también, pero de aire campesino y perspectiva nacionalista, es decir, incompatibles con el socialismo “oficial” de la Internacional proletaria.

Muy poco después, en el mismo ambiente de finales del XIX, pero en los Estados Unidos, aparece el que cabalmente es el primer movimiento político populista propiamente dicho: el People’s Party de 1891. ¿Qué era? Una protesta de los sectores campesinos menos favorecidos frente a la destrucción de su modo de vida por el desarrollo industrial y el capitalismo financiero. El Partido del Pueblo nació dentro del Partido Demócrata como un ala particularmente inclinada hacia la izquierda, de base netamente agraria y abiertamente hostil a las elites urbanas, a las ciudades, al ferrocarril, a los bancos y al oro (de hecho, defendían el bimetalismo, es decir, el doble patrón oro–plata, porque el patrón oro había producido una feroz deflación en los precios agrarios). Los populistas norteamericanos emergieron en el cinturón del maíz (Dakota, Nebraska, etc.) y enseguida encontraron apoyo en los algodoneros empobrecidos de los estados del sur. La experiencia duró hasta 1908, cuando el movimiento populista, por la singular conformación electoral norteamericana, terminó apoyando a los republicanos en unos estados y a los demócratas en otros, lo cual lo condujo al colapso.

Después ha habido otros movimientos considerados como “populistas”. Por ejemplo, el mandato de Lázaro Cárdenas en México (1934–40), con su programa de sindicalismo nacional, su reforma agraria, sus expropiaciones petroleras y su acercamiento a la Iglesia Católica. O el primer peronismo en Argentina (1943–1955), con su base sindical, su política de asistencia social, sus nacionalizaciones de sectores estratégicos, etc. Los gobiernos de Getulio Vargas en Brasil (1930–1954) y de Pérez Giménez en Venezuela (1952–1958), que son más bien “dictaduras de desarrollo” –aún cuando ocasionalmente revistieran formas democráticas–, también suelen ser considerados como sistemas “populistas”, en la medida en que buscaron deliberadamente integrar en el Estado a las capas sociales más desfavorecidas al mismo tiempo que emprendían vastos programas económicos e industriales directamente liderados por el sector público.

Por aquellos mismos años de la segunda posguerra mundial aparecían en Europa dos movimientos que igualmente recibirían la etiqueta de “populistas”. Uno es el Frente del Hombre Cualquiera (Fronte dell’Uomo Qualunque) del italiano Guglielmo Giannini, activo entre 1944 y 1949, con un discurso de reivindicación del ciudadano de a pie frente al poder del Estado, frente al gran capital y también frente al comunismo. El otro es el “poujadismo”, el movimiento liderado entre 1953 y 1958 en Francia por Pierre Poujade, con un brazo sindical que fue la Unión de defensa de los comerciantes y artesanos, y otro electoral que fue el partido Unión y Fraternidad Francesa. El poujadismo era una protesta de la pequeña clase media contra el abuso fiscal del Estado y el pasteleo parlamentario de la IV República, y desarrolló un discurso de carácter antielitista y nacionalista; por eso puede cabalmente ser considerado como un “populismo”.

Origen popular. Defensa de derechos concretos de los desfavorecidos. Simultáneamente, oposición al concepto de lucha de clases. Oposición también al poder oligárquico, sea político o económico, con especial hostilidad hacia el mundo de la gran banca y la gran industria. Desconfianza hacia las intromisiones del Estado en la vida económica privada –especialmente en lo fiscal– pero, al mismo tiempo, tendencia a desarrollar formas de dirigismo estatal en grandes sectores de producción. Desprecio patente hacia los rituales de negociación y transacción de la vida parlamentaria liberal. Estos son algunos de los rasgos característicos –con frecuencia, sí, contradictorios– de los populismos.

En el plano académico, el de la investigación politológica, el populismo no empezó a ser considerado como una corriente específica hasta bien entrados los años 50, cuando el sociólogo de Chicago Edward Shils trazó sus características. Ahora bien, Shils no se fijaba tanto en su contenido ideológico como en su perfil sociológico: lo veía como «una ideología de resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente de antigua data, de la que supone que posee el monopolio del poder, la propiedad, el abolengo o la cultura». Desde este punto de vista “sentimental”, el impulso populista aparece lo mismo en el comunismo que en el fascismo o, en el caso específico de Norteamérica, en el denominado Macartismo. Si en la perspectiva marxista el populismo era una especie de anomalía, de desviación, en la perspectiva liberal es propiamente una depravación política: movilizar los sentimientos irracionales de las masas para ponerlas en contra de las élites, identificadas éstas, por supuesto, con la democracia liberal.

Este enfoque del populismo como algo sentimental, irracional, ha seguido marcando durante muchos años la interpretación académica del fenómeno. Con frecuencia se pone el acento en el tipo de liderazgo populista, más personal que institucional; en su discurso, más emotivo que racional, o en su manera de concebir la democracia, más plebiscitaria que pluralista. Se pasa por alto el hecho objetivo de que los populismos son esencialmente movimientos populares, que nacen en contextos de palmaria corrupción de la democracia o de abierta injusticia económica, y que en general no son propiamente ataques a la racionalidad liberal, sino consecuencias de la ruptura previa de esa supuesta racionalidad. Al final, el populismo ha terminado siendo etiquetado como una simple “ideología de resentimiento” que por oscuras motivaciones irracionales –sólo falta decir que por maldad– amenaza al buen orden de la democracia liberal, que en este esquema es considerada inmaculada en sí misma. El modelo interpretativo es tan simplista que, evidentemente, hace agua por todas partes.

¿Cómo entender el populismo?

¿Cómo aprehender el populismo? Ante todo, hemos de partir de la base de que se trata de un fenómeno político característico de la modernidad. Es decir que no estamos ante un resurgimiento del pensamiento tradicional, ante una “reacción” de corte restaurador, sino que el impulso populista es inseparable de las condiciones objetivas creadas por el mundo moderno y de la forma específicamente moderna de entender las relaciones en el interior de la comunidad política. Por utilizar un esquema quizá simple, pero gráfico, podríamos decir que el populismo corresponde al momento “Fraternidad” en unas sociedades decepcionadas por las fases de la “Libertad” y la “Igualdad”, siguiendo la tópica trilogía revolucionaria.

La Libertad designa el momento en que el individuo reivindica su autonomía frente al orden político tradicional: es el mundo del liberalismo, con su división de poderes, sus libertades públicas de tipo personal, su santificación de la actividad económica privada y de la autonomía de conciencia. Cuando el mundo de la Libertad triunfa y deja al descubierto la victoria de unos individuos sobre otros, aparece el momento “Igualdad”, que ya no es la igualdad de todos ante la ley (eso era, al cabo, una reivindicación de tipo individualista), sino que es la aspiración a que todos los hombres sean esencialmente iguales en derechos, en deberes, en fortuna, en felicidad: es el mundo del socialismo con su exigencia de uniformidad social, de redistribución igualitaria de la riqueza (y de la pobreza), de sometimiento de toda autonomía personal al interés del conjunto, etc. Pero allá donde el momento Libertad se manifiesta como generador de injusticia, y allá donde el momento Igualdad se manifiesta como generador de división y opresión, allá se hace sentir la necesidad de alcanzar un fase distinta; una fase nueva donde la libertad individual no rompa el conjunto de la comunidad y la igualdad social no aniquile la autonomía espontánea de las personas. Ese es el momento Fraternidad. Y si alguna corriente política se aproxima al enunciado de la Fraternidad como concepto–guía, ese es precisamente el populismo. No es un azar que Poujade incluyera precisamente el término Fraternidad en el nombre de su partido.

Volvamos a la idea de pueblo. Desde la Revolución Francesa, el pensamiento político moderno tiende a identificar el concepto de “pueblo” con una noción de clase, la base social, que se atribuye a sí misma la representación de la nación en su conjunto. Por utilizar los términos clásicos de la política europea premoderna, la plebe se convierte en demos. Es el conocido esquema del abate Sieyès, que en su panfleto de 1789 “¿Qué es el Tercer Estado?” propugna que el “tercer estado”, es decir, la burguesía, no es un simple estamento social como los otros dos (la nobleza y el clero), sino que encarna en sí mismo a la nación frente a los estamentos superiores, que sólo representan intereses ajenos a la voluntad popular. A partir de este momento, la comunidad tradicional se rompe y sólo el pueblo, entendido como la burguesía organizada, queda legitimado para constituir la nación. Es interesante señalar que Sieyès acabó defendiendo la aniquilación de los jacobinos y conspirando para que Napoleón diera el golpe de estado del 18 Brumario. Las definiciones parciales del “pueblo” tienden siempre a provocar que una parte del pueblo quiera eliminar a otra en nombre del propio pueblo. Este concepto del pueblo como clase será recuperado enteramente después por el marxismo, obrando la identificación entre pueblo y proletariado como Sieyès lo había identificado con el “tiers état”.

Ahora bien, no es esta la única noción de “pueblo” activa en el pensamiento político moderno: junto al pueblo–clase aparece también el pueblo–comunidad, teorizado fundamentalmente en el entorno germánico. Aquí el pueblo no es un segmento social privilegiado por el beso de la Historia, sino una comunidad unida por lazos culturales, religiosos, étnicos, etc. En realidad se trata de una respuesta a la pregunta que deja abierta Hobbes al definir al pueblo como conjunto de ciudadanos unido en un único cuerpo: ¿qué define a ese conjunto, qué es lo que le da cuerpo, qué es lo que le otorga una cualidad singular y distinta a otros cuerpos? Lo que le da cuerpo es su condición singular respecto a otros, y eso descansa en rasgos de carácter esencialmente cultural e histórico. De forma que aquí el pueblo no queda reducido a una clase, sino que abarca al conjunto de la comunidad política, y no sólo a la comunidad presente, sino también a la pasada –la que legó los rasgos que definen al pueblo– y a la futura –la que los ha de heredar.

El “pueblo” del populismo bebe en ambas fuentes –ya hemos dicho que es un fenómeno expresamente moderno. Del pueblo como comunidad étnica hereda la idea de totalidad: su agente es un sector social determinado, sí, pero su marco histórico es el que todos comparten, no es una nación de nuevo cuño construida por la burguesía revolucionaria o por el proletariado erigido en dictador. Al mismo tiempo, el populismo enarbola la bandera del pueblo como clase, como segmento social: los campesinos empobrecidos, los comerciantes expoliados por el Fisco, las masas indígenas excluidas del progreso social, etc. De manera que el papel del pueblo, en el populismo, puede enunciarse así: un sector de la comunidad política, con ambición mayoritaria, toma la representación del conjunto para devolverle su condición de unidad. En el populismo hay siempre, implícita o explícita, la idea de que la sociedad se ha roto y es preciso recomponer su unidad –su fraternidad.

Es importante señalar que esta ambición de devolver al cuerpo social su condición de pueblo, de comunidad, no obedece a una operación ideológica abstracta, sino que en todos los casos deriva de situaciones objetivas de ruptura. Si alguien se propone recomponer el lazo social, es porque efectivamente se había roto. También en esto el populismo es un fenómeno específicamente moderno. Los procesos de desarrollo económico estimulados por la segunda revolución industrial (a partir del último tercio del siglo XIX) trajeron gigantescas transformaciones sociales que, de entrada, se manifestaron como rupturas sociales catastróficas. En todas las naciones desarrolladas surgió una gigantesca periferia social: masas obreras depauperadas o muchedumbres campesinas que quedaban al margen del proceso, literalmente víctimas del nuevo mundo de la máquina y el dinero. Mientras el centro del sistema engordaba de manera exponencial –hasta estallar en una guerra de dimensiones nunca antes vistas–, crecía igualmente la periferia de los sometidos, los marginados, los olvidados. Antes y después de la guerra. No por azar hubo revoluciones soviéticas y, después, revoluciones fascistas: eran respuestas inevitables a la ruptura social, a las excrecencias de un sistema que había quebrado, dejando a grandes mayorías sociales al margen. Todo puede ser leído como una tensión decisiva entre el centro y la periferia de las sociedades modernas.

Es interesante, porque todas las grandes políticas de desarrollo posteriores a la segunda guerra mundial, en el ámbito occidental, apuntaron precisamente a cerrar la brecha, a coser el roto, a procurar que los desheredados participaran de los beneficios del sistema, en definitiva, a reintegrar a la periferia en el centro. Ya fuera desde la derecha o desde la izquierda, el propósito fue en todas partes el mismo: el desarrollismo de Franco, el capitalismo social alemán, el estado del bienestar socialdemócrata o el soberanismo planificador y social de De Gaulle, todos apostaron por extender la prosperidad al conjunto de sus poblaciones. Y lo consiguieron: la reducción vertiginosa de la pobreza, la creación de unas grandes clases medias y la progresiva desaparición del “problema social” fue sin duda el gran logro de aquellos “treinta años gloriosos” que van de 1950 a 1980. En ese contexto, el populismo como corriente política desapareció: sencillamente, su reivindicación de fondo había sido asumida por el sistema. Hasta que todo se vino abajo. Hasta que centro y periferia volvieron a separarse. Y por eso ha vuelto el populismo.


El retorno del populismo en el mundo de la globalización

La voz de alarma la dio hacia 1994 Christopher Lasch: el hipercrecimiento de la economía global y la insostenibilidad de los sistemas de bienestar estaban abriendo una nueva brecha. Así como Ortega y Gasset predijo en 1927 la “rebelión de las masas”, hoy cabía hablar de una “rebelión de las elites”. En efecto, en nuestras sociedades posmodernas, descoyuntadas y entregadas al nihilismo de la máquina, el problema ya no es que las masas urbanas vengan al poder social contra las viejas jerarquías. El problema de hoy es más bien que las elites, los que mandan, los que dirigen este difícil caos, han renunciado a cualquier sentido de la responsabilidad.

Refugiados en sus lujosas zonas residenciales, lejos de la comunidad y ajenos a los procedimientos democráticos de elección (en los cuales, sin embargo, la gente sigue creyendo a pies juntillas), la Nueva Clase de los políticos profesionales, los comunicadores famosos y los banqueros anónimos se limita a gobernar de forma cada vez más impersonal –y, por tanto, cada vez más irresponsable– los datos fríos de la vida social. El rostro de la tecnocracia es hoy omnipresente. Nadie puede nada contra ellos, porque ya no se les ve. En el viejo mundo mandaban los emperadores; hoy mandan los reguladores. Tal venía a ser el mensaje de Christopher Lasch.

Lo que Lasch describe es ni más ni menos que la muerte del sistema democrático. Lo primero que constata es que se ha abierto una fosa enorme entre el pueblo y sus “representantes”. Los primeros, la gente de la calle, están empezando a experimentar en carne propia los peligros del “progreso” técnico y económico: grandes bolsas de pobreza, deterioro ambiental, etc. Por eso se ha ido extendiendo entre el pueblo un agudo clima de desconfianza hacia el sistema y sus instituciones. Los “representantes”, por el contrario, han llevado el discurso progresista al paroxismo –capitalismo primario, industrialización total, etc.– y tratan de imponerlo por todas partes, sean cuales fueren las consecuencias. Estos “representantes” lo son sólo a título nominal: de hecho, rara vez son elegidos democráticamente. Sin embargo, tienen en sus manos todos los mecanismos de la información y la propaganda, de manera tal que siempre terminan imponiendo sus decisiones. Los mecanismos del poder social se han hecho cada vez más sutiles. Surge así una nueva elite de poderosos que son cada vez más poderosos, porque sólo ellos entienden –o eso se nos dice– los mecanismos del orden económico y social, frente a una masa popular dominada que se ve cada vez más dominada, precisamente porque carece de la instrucción técnica precisa para controlar ese “misterioso mecanismo” que, a modo de aliento mágico, rige las sociedades complejas. La posibilidad de la circulación social, de la promoción profesional o de la elevación del status económico, requisito sacrosanto de las democracias, se esfuma. En su lugar aparecen unas sociedades claramente escindidas en dos: arriba, el reducido número de los controladores; abajo, el número cada vez mayor de los controlados. Es la muerte de la democracia.

¿Quiénes son estos “controladores”? Son lo que Lasch llama la Nueva clase, esa elite que ha entrado ahora en rebelión y que está formada por los grupos sociales que controlan el flujo de información, la circulación de dinero, las fundaciones filantrópicas y los centros de enseñanza superior. Dicho de otro modo: los que tienen bajo su mano el saber y el dinero, que son las claves del poder. Ahora bien, esta nueva clase tiene muy poco que ver con las viejas elites que el mundo había conocido. Las elites antiguas, las de carácter aristocrático, venían definidas por la ética del “nobleza obliga”, es decir, que sabían que serían juzgadas por sus actos. Eso, por supuesto, no ha impedido nunca que hubiera abusos o arbitrariedades, pero el referente ético era bien visible, todo el mundo sabía a qué atenerse, el noble sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal y, a su vez, el súbdito podía apelar al sentido común de la justicia. Las elites actuales, por el contrario, reposan sobre otro principio. Ese principio es el de la meritocracia, no entendida como el dar a cada cual según sus méritos –eso sería otro criterio de justicia–, sino como criterio de intangibilidad del poderoso: “Yo estoy arriba porque me lo he merecido, me he hecho a mí mismo, y nadie tiene derecho a poner en cuestión mi puesto en el sistema”.

El problema de esta meritocracia es que no posee ninguna moral del poder, sino que se limita a una moral del éxito, y así el poderoso no acepta que se le impongan obligaciones éticas por razón del cargo: “Yo he triunfado; eso basta”. Y cuando se les pide explicaciones sobre las razones de sus actos, por lo general terminan escudándose en los “complejos mecanismos” de la gestión que tienen que desarrollar: oscurantismo tecnocrático. Así, esta dinámica de la nueva clase conduce a la despersonalización y a la desresponsabilización del poder. ¿Alguien sabe quién gobierna realmente la regulación de las telecomunicaciones por cable, o quién controla los flujos financieros en el mercado interbancario en España? No. Y sin embargo, ahí es donde reside el verdadero poder. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Es natural que Lasch defina todo esto como “una parodia de la democracia”. La nueva clase profesa una ideología que aspira a la transformación del mundo en una gran máquina, un gran mercado que ya no necesite decisiones de poder, sino simplemente medidas de reglamentación y administración. Estamos, en definitiva, ante el tan traído y llevado mundialismo, que Lasch no duda en calificar como nueva fe de estas elites rebeladas. La consecución de este programa, meramente técnico y económico, pasa incluso por encima de la democracia. La democracia real, en efecto, queda sepultada.

La cuestión que se nos plantea entonces es la siguiente: ¿De verdad es posible todavía construir un modelo alternativo? Dicho de otro modo: ¿Es posible salvar la democracia, o algo que se parezca a ella más que este simulacro de soberbios tecnócratas? Lasch estima que esta muerte de la democracia es inevitable en el seno de las grandes ciudades. Las megalópolis de nuestros días, en efecto, han roto los viejos tejidos comunitarios, de forma tal que nadie tiene ya nada que ver con su prójimo. No es difícil hallar aquí los ecos del viejo populismo norteamericano, que Lasch abraza declaradamente. Un populismo que inevitablemente ha vuelto a emerger con fuerza en medio de la gran crisis que está minando el tejido social norteamericano. Frente a ese mundo desarraigado de la ciudad, dominado por los intereses de la nueva clase y el bombardeo publicitario de la televisión, Lasch siente la tentación de dirigir sus ojos hacia las antiguas pequeñas comunidades, donde la democracia auténtica era posible porque los ciudadanos compartían cotidianamente los problemas de interés común. Es la conocida imagen de la Deep America, la América profunda, donde los clanes de granjeros resuelven de modo pacífico y a través del debate público las cuestiones de su autogobierno.

Lasch escribía en 1994. En 2016 ganaba las elecciones Donald Trump.

Una versión izquierdista del populismo

Lasch era un hombre que venía de la izquierda norteamericana. Pese a su propia trayectoria, no imaginó la alternativa en términos de izquierda, sino que se remontó al populismo de un siglo atrás. ¿Por qué? Precisamente porque venía de la izquierda y sabía que ésta, en el tramo final del siglo XX, ya no era capaz de ofrecer una alternativa real. Y es que la izquierda occidental ha dejado de ser una potencia transformadora o, al menos, ha dejado de serlo en términos de “pueblo”. Recapitulemos: las políticas de desarrollo económico y social de la segunda posguerra tuvieron la virtud de crear una situación nueva en la que los desheredados del capitalismo por fin entraban en el sistema; fue un proceso prácticamente simultáneo en toda Europa, lo mismo bajo políticas cristianodemócratas que socialdemócratas o autoritarias (en España, fueron los años del desarrollismo franquista). De aquí nació una extensísima clase media que decretó la extinción de la guerra de clases y neutralizó cualquier posibilidad de revolución porque, sencillamente, nadie la deseaba. El proletariado dejó de existir en Occidente. Y sin proletariado al que redimir, la izquierda quedó literalmente colgando en el vacío.

A partir de este momento, la nueva izquierda de los años 60 y 70 empezó a buscar una nueva oposición dialéctica a la que agarrarse: jóvenes contra viejos, mujeres contra hombres, negros contra blancos, colonias contra metrópolis (los “condenados de la tierra” de Franz Fanon), homosexuales contra heteros, etc. La lucha por la emancipación del proletariado se trasladaba a otros continentes, a otros “colectivos” en busca de emancipación. Buena parte de la “ideología de género” que ahora mismo se está imponiendo en Occidente con la bendición oficial proviene precisamente de aquí. Desde todos los puntos de vista, nadie puede dudar de que esta izquierda posmoderna ha triunfado: su discurso ha sido enteramente aceptado por el sistema hasta el punto de convertirse en credencial ineludible de cualquier “corrección política”. Ahora bien, el coste en términos políticos e ideológicos ha sido brutal. Porque ocurre que estas nuevas posiciones dialécticas no sólo no dañan al sistema de producción, sino que incluso lo fortalecen, en la medida en que rompen cualquier solidaridad de clase y acentúan esa mentalidad de consumidor individualista que alimenta la máquina del capitalismo. Así la izquierda radical ha terminado convirtiéndose en masa de maniobra del sistema.

¿Es posible devolver a la izquierda su carácter de movimiento reivindicativo popular, de agente de transformación social en términos de poder? Ernesto Laclau pensó que sí y sugirió una nueva traslación del esquema de la lucha de clases: ya no hay proletariado, es verdad, pero sigue habiendo “pueblo”. Ese pueblo es el del populismo. Y así hemos asistido al nacimiento de un populismo de izquierdas. En España, se ha sido el planteamiento del que nació Podemos, al menos en sus formulaciones originales. Enseguida hablaremos de ello. Ahora ocupémonos de Laclau.

Lo que Laclau intenta es, básicamente, superar el modelo tradicional del marxismo adaptándolo al mundo nacido de la globalización. La vieja noción de “lucha de clases” era una oposición binaria fundamental: clases explotadas contra clases explotadoras. Laclau propone un paisaje más amplio: una pluralidad de antagonismos, tanto económicos como de otros órdenes. Como los antagonismos son muy diversos (sociales, sexuales, identitarios, religiosos, económicos, etc.), no se puede esperar que todas las demandas “democráticas y populares” vayan a conformar una opción unificada contra la ideología del bloque dominante. ¿Cómo conseguir, pues, construir una mayoría? Otorgando políticamente un identidad única a esa diversidad de antagonismos. Por así decirlo, el discurso político ya no es consecuencia de una realidad social objetiva que con mayor o menor fortuna pretende describir, sino que ahora el discurso es el creador de la realidad. En el caso que nos ocupa, el discurso político crea, construye, inventa un Pueblo en oposición a la minoría de los privilegiados.

El pueblo de Laclau, en efecto, no es un sujeto político que exista objetivamente de manera previa a la acción política, no: es un efecto de la propia voz que lo convoca Así entendido, el Pueblo es un efecto de la apelación discursiva que lo convoca. Esa voz unifica y ordena una variedad de revindicaciones, de antagonismos, frente al bloque dominante. Así se consigue de nuevo –piensa Laclau– la oposición binaria que se había perdido en las fragmentadas sociedades posmodernas. Laclau llama a eso “radicalización de la democracia”. Y en uno de los últimos textos que escribió antes de morir, “Sobre la Razón Populista” (2005), el autor reclama abiertamente el término “populismo”: “El populismo comienza –escribe– allí donde los elementos popular–democráticos son presentados como una opción antagonista contra la ideología del bloque dominante”. El “populismo” es el nombre de la necesaria y esperada “radicalización de la democracia”.

Por qué no es viable una izquierda populista

El análisis de Laclau fue íntegramente recogido en España por el grupo de ultraizquierda Podemos, que vio en ese esquema una excelente herramienta para reconstruir las arruinadas filas de la izquierda real. Una admirable operación: millones de personas que antaño votaron a la derecha, pero hoy arruinadas por la crisis, podrían inclinarse ahora hacia un movimiento de corte transversal. Ahora bien, es muy significativo que la maniobra haya terminado degenerando en lo que hoy es: nada de transversalidad, recuperación íntegra de los viejos tópicos de la izquierda ultramontana, aplastamiento de los rasgos cabalmente populistas bajo el peso de una base militante que sólo quiere ser “roja”. La experiencia de gobierno de Podemos en municipios y regiones da la medida de este fracaso. Y el fracaso puede resumirse así: la izquierda no ha conseguido dejar de ser izquierda.

Hay que insistir en el proceso social y político que nos ha conducido hasta aquí, y quizá la reiteración pueda servir de colofón para el análisis. Así como la derecha ha terminado traicionando a la nación, es decir, al pueblo histórica y políticamente constituido, la izquierda ha olvidado por completo quién es realmente el “pueblo”, qué es la “clase trabajadora”. Porque los que obraron el gran milagro de la transformación socioeconómica en todo Occidente entre 1950 y 1970 no fueron comprometidos activistas LGTB ni apóstoles del mestizaje, sino europeos de cepa (y a mucha honra), de cara blanca (normalmente renegrida en el tajo), heterosexuales con hijos, mayormente cristianos (al menos en el concepto de lo bueno y lo malo) y con una idea muy material, nada ideológica, de la libertad y la prosperidad. Esas generaciones lograron reducir al mínimo la brecha social; fueron la materia sobre la que se ejecutaron las grandes políticas de reconstrucción, lo mismo en la Alemania socialdemócrata que en la España franquista o en la “América de las oportunidades”. Desde un cierto punto de vista, ellos han sido los héroes de la segunda mitad del siglo XX. Y ese ha sido el pueblo. El único pueblo realmente existente.

Ahora bien, desde entonces ese pueblo no ha dejado de recibir golpes de todo género. Los grandes procesos de globalización lo han dejado para el arrastre. La derecha predicaba la supresión de toda barrera al dinero, la izquierda predicaba la supresión de toda barrera humana, y en medio quedaba un pueblo arrasado por los unos y por los otros. La izquierda socialdemócrata colaboró de manera decisiva en el proceso. Sin darse cuenta de que, al hacerlo, estaba quedándose sin sujeto político: la izquierda se quedaba sin pueblo como la derecha se quedaba sin nación.

Esta metamorfosis del sujeto político ha sido uno de los grandes cambios de nuestro tiempo. La izquierda radical quiso gestionarlo por la vía de inventarse un sujeto nuevo: los jóvenes, las mujeres, los homosexuales, los inmigrantes… Pero esa búsqueda de nuevos “agentes revolucionarios”, es decir, de nuevos sectores sociales por redimir, ha conducido a la izquierda a una brutal acumulación de contrasentidos. Todas las transformaciones del discurso de la emancipación han conducido a formas nuevas de disgregación social y, por tanto, de servidumbre. ¿Un ejemplo? Redimamos a las mujeres, dijeron. Y bien, sí, ya se ha consagrado plenamente la lucha de sexos como sustituto de la lucha de clases: la mujer oprimida se rebela contra el macho explotador. Pero el resultado de la operación está siendo una descomposición galopante del tejido social (por la crisis de la familia como institución) y una atomización infinita de la comunidad, lo cual deja a los individuos a merced del poder, porque sin tejido social y sin comunidad no hay resistencia posible.

¿Más ejemplos? Redimamos al homosexual, dijeron. Y bien, sí, ya se han implantado por todas partes legislaciones de protección, normalización e incluso fomento de la homosexualidad. Pero he aquí que esas legislaciones, al cabo, vienen a funcionar como repertorio de privilegios en beneficio de individuos concretos a los que literalmente se les extrae de la sociedad para colocarlos en un pedestal, en perjuicio manifiesto del resto y, una vez más, con el efecto pernicioso de romper la comunidad popular, que ahora se divide bajo un criterio nuevo.

¿Es suficiente? No. El caso de la inmigración debe ser mencionado porque es tal vez la más clara manifestación de cuanto estamos diciendo. El discurso de la izquierda sobre este asunto ha sido unívoco: “Papeles para todos”, “bienvenidos refugiados”, “mestizaje progresista”, “contaminémonos”, etc. Es como si la izquierda hubiera encontrado por fin un pueblo al que redimir. Ahora bien, la llegada masiva de mano de obra poco exigente implica automáticamente una bajada en bloque de los salarios y un aumento inmediato del paro (porque crecen los contratos temporales) y del cupo de población subsidiada, con el consiguiente perjuicio para el conjunto de los trabajadores. La mano de obra inmigrante ha sido un buen negocio para los empresarios de la globalización y para los gestores de subsidios, pero, objetivamente, ha sido una catástrofe para unos trabajadores que en el medio siglo anterior habían logrado reducir la brecha social. “¡Eres un racista!”, grita el ideólogo de izquierda a quien plantea las cosas así, y el anatema recibe el aplauso vehemente del capitalista que sale beneficiado con la operación. El trabajador queda en un rincón, maltratado por el sistema que él mismo ha creado, rechazado por la izquierda que debería representarle y humillado por la máquina económica. Una vez más, la comunidad se rompe.

A la hora de la verdad, la izquierda, que ha entendido el fenómeno, no ha sido capaz de obrar políticamente en consecuencia. Tampoco la derecha, por supuesto, si es que los términos “derecha” e “izquierda” tienen aún algún sentido. Aún más: la realidad electoral de los últimos años demuestra que, a la hora de la verdad, el pueblo se inclina hacia quienes todavía pueden movilizar una cierta idea de la nación histórica, de la singularidad identitaria, quizá porque en esas banderas todavía es posible reconocer a un pueblo capaz de actuar. Lo hemos visto en Francia y en los Estados Unidos. Hay que suponer que lo seguiremos viendo en los próximos años.

Es muy difícil saber qué va a pasar ahora. Las voces que –aún muy minoritarias– claman desde la izquierda por “recuperar” al pueblo se topan con el nada desdeñable obstáculo de que esa operación exigirá un replanteamiento general de realidades que para los progresistas de hoy son territorio tabú: las identidades nacionales, la singularidad irreductible de los factores étnicos y culturales, la necesidad de mantener estructuras sociales naturales, etc. La derecha, por su parte, mira aterrada el fenómeno, como quien descubre súbitamente los efectos de una vieja traición. En cualquier caso, a fecha de hoy, el populismo se ha convertido en mucho más que un espantajo: es una opción real y, para millones de ciudadanos en Occidente, es una esperanza. Quizá por lo que tiene de herético en el camino de la modernidad política. Quizá, precisamente, porque es una herejía.

© Razón Española

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