Linchar a los muertos tiene una ventaja: no pueden huir, protestar o devolver los golpes. Si, además, se les apalea al cabo de medio siglo, es difícil que se encuentre incluso la osamenta completa. No sabremos qué hallarán los profanadores de tumbas en Cuelgamuros cuando se lleve a cabo el necrófago aquelarre que la izquierda necesita para proclamar que ahora los vencedores son ellos y los vencidos nosotros. Porque, desde luego, vencido y desarmado está el bando nacional, cuyos descendientes se han entregado con armas y bagajes al Ejército Rojo y hasta se han presentado voluntarios para servir de sayones en la nueva cheka de la Memoria Histórica.
Escribo estas líneas un trece de julio, aniversario del día en que asesinó a Calvo Sotelo la policía del Frente Popular, con la complicidad descarada de la Dirección General de Seguridad del Gobierno Casares Quiroga, que protegió a los pistoleros del PSOE y de Indalecio Prieto (el ladrón, golpista y asesino que tiene una estatua en Nuevos Ministerios). Calvo Sotelo fue liquidado por la izquierda antes de la guerra y era el jefe de la oposición parlamentaria en las Cortes. ¿Se imagina el lector lo que supondría hoy que un comando policial le descerrajara un tiro en la nuca al jefe de la oposición al Gobierno?... Bueno, en caso de que hubiera oposición, claro. En vano se buscará un homenaje oficial en las Cortes o en el callejero a este parlamentario víctima de un crimen de Estado (al revés de lo que sucede con Mateotti en Italia). Y eso que murió antes de que existiera eso que dan en llamar franquismo.
La Memoria Histórica es, junto con la dictadura de género, el último gran experimento totalitario de la izquierda mundial, cuyo origen no está en la URSS, sino en las universidades americanas, donde la deformación del pasado de los Estados Unidos hace decenios que funciona con eficacia devastadora. La diferencia es que en América sí hay contestación y la élite académica es despreciada por los ciudadanos de a pie, que tienen el buen instinto de desconfiar de los señoritos rojos de la Ivy League. En España, la Memoria Histórica supone un secuestro del pasado de la nación por la extrema izquierda, que se atribuye el derecho de dictaminar qué es la verdad, quiénes eran los buenos y los malos y, encima, se otorga la facultad de enviar a la cárcel a quien disienta de su dogma. Esto, si tuviéramos una justicia independiente, sería declarado anticonstitucional y no pasaría el filtro de un juzgado de pueblo. Pero estamos en la España de Sánchez, la señora Iglesias y Torra. ¿Abandonamos toda esperanza?
No. Pedro Fernández Barbadillo acaba de publicar Eternamente Franco (Bibliotheca Homo Legens, 2018), un volumen de fácil y muy divertida lectura en el que el lector podrá acceder a un análisis de todos los mitos del franquismo que hoy son doctrina oficial del establishment español. Con un análisis implacable y una ironía demoledora, Barbadillo desmonta los mitos vigentes con la misma facilidad con la que un niño destripa el carísimo juguete que le han regalado sus padres. Lo mejor de este libro –y lo que hace de su autor un candidato a huésped de la cheka del nuevo Frente Popular– es lo que el lector se ríe al ver expuestos al ridículo y al absurdo todo el conjunto de mentiras que los bonzos rojos predican en periódicos, televisiones y universidades. Cierto es que el autor lo tiene fácil, porque esto de la Memoria Histórica presenta tantos puntos débiles historiográficamente hablando que sólo con una coerción estalinista se pueden imponer sus mentiras a la menguante opinión ilustrada. De ahí la asombrosa dureza de las medidas penales por tratar de asuntos que sucedieron hace casi un siglo. ¿Quién dijo que el comunismo había muerto?
En el libro, que se lee de un tirón y está redactado con prosa ágil, encontramos aspectos del Régimen que nos pueden sorprender por haber sido conscientemente ocultados por el discurso de valores dominantes, como el avance legislativo en la condición femenina gracias a la acción de mujeres falangistas como Mercedes Formica, el surgimiento de Benidorm con el emprendedor alcalde de la Vespa, o el impagable capítulo que simplemente reza: Franco, el jugador número 12 del Barça. Para los monárquicos de nuevo y viejo cuño no estará mal que lean los capítulos dedicados a Alfonso XIII y la reina Victoria. Pero lo que debería ser difundido por todos los medios son las páginas que narran cómo Franco, la CIA y el SECED fueron los verdaderos fundadores de la única organización política franquista que subsiste hoy en día: el PSOE, niña de los ojos de los servicios de información del Generalísimo. Tampoco nos dejará de sorprender cómo el Caudillo salvó la Revolución de los Claveles (para desgracia de Portugal) o cómo sufrieron las crueldades de Franco mártires de la oposición como el conde de Godó o Juan Luis Cebrián, a los que el muy perverso general castigó con dinero, honores y cargos.
Por supuesto, no deja el autor de aclarar los mitos esenciales de la propaganda roja asumidos como verdad de ley por el régimen todavía imperante: Guernica, el inicio de la guerra civil, los niños robados o la supuesta colaboración de la España neutral con los nazis. Y el Valle de los Caídos, en el que Franco jamás pensó enterrarse y que nunca concibió como un mausoleo para su mayor gloria, sino como un monumento a la reconciliación de los dos bandos, eso que ahora la izquierda destroza a conciencia.
Quiere el autor con su libro contribuir a que los españoles hagamos un muy necesario ejercicio de salud mental y política: enterrar a Franco. Remover tumbas siempre se castiga con una maldición. Quienes profanen la del Caudillo lo comprobarán. Lo de Tutankhamón será una broma al lado del gafe que se les va a pegar a estos carroñeros de cortas alas.