Calles de Madrid en 1931 durante la celebración de la llegada de la Segunda República

Contribuyendo a la Memoria Histórica...

La república de la chusma: los cambios indumentarios por motivos ideológicos

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La Belle Époque fue un tiempo de barbas y sombreros. Hasta que 1914 puso el mundo patas arriba, todos llevaron la cabeza cubierta con sombreros, tanto más altos cuanto más distinguidos pretendieran ser los propietarios. Los obreros, por su parte, y hasta los chiquillos, si bien prefirieron las gorras, también llevaron sus cabezas cubiertas. Pero aquella maldita guerra no acabó sólo con viejas dinastías y viejas fronteras, sino con muchas viejas costumbres: los hombres se afeitaron las barbas, las mujeres se cortaron el pelo, las ropas se hicieron más simples y los sombreros comenzaron a desaparecer.

En los años veinte todavía resistieron los bombines y otros sombreros bajos, pero para los treinta la moda internacional había dictado su desaparición. Los más influyentes fueron los jóvenes aspirantes a elegantes, que consideraron la cabeza descubierta un signo de modernidad y distinción. Pero la moda, fenómeno impredecible, se vio acompañada por la ideología, lo que añadió un toque desquiciado a todo el asunto.

Porque, efectivamente, durante décadas las clases sociales se distinguieron tanto por el dinero como por el atuendo. Los sombreros rígidos, desde la chistera hasta el bombín y el canotier, fueron signo de las clases acomodadas, propietarios y profesionales, mientras que las blandas gorras formaron parte del uniforme proletario. Y los partidos políticos de izquierdas prestaron especial atención a este detalle.

Un adolescente José María Pemán, pasajero en un tren granadino en los primeros años del siglo XX, fue testigo de la impostura de Juan Sol y Ortega, dirigente del Partido Republicano Progresista que viajaba con él en un vagón de primera clase. Poco antes de llegar a la estación de la localidad donde iba a hablar en un mitin, "se quitó la corbata, se pasó a un coche de tercera clase y cambió su sombrero por una boina".

A Pío Baroja, que por entonces experimentaba una tibia simpatía intelectual por las tesis anarquistas, le dijo el dirigente de la CNT Francisco Ascaso que "no es usted de los nuestros porque lleva corbata", lo que al guipuzcoano le pareció una estupidez.

Con el paso de los años se largó Alfonso XIII –rey descoronado que tiró muy poco de sombrero– y llegó la Segunda República, régimen durante el que, junto a tantas otras cosas, se exacerbaron los pleitos indumentarios. No había concluido aquel memorable abril de 1931 cuando a Josep Pla se le ocurrió entrar en una sombrerería madrileña:

–Un sombrero ordinario, flexible, claro… –supuso el sonriente vendedor.

–¡No, no! Hongo, si me hace el favor.

–Es que, verá usted… Esta temporada se llevan muy poco estos sombreros. Con esto de la república, comprenderá…

El apenado Pla decidió, por lo tanto, renunciar al hongo:

"Al salir, sin embargo –estando como estoy rodeado por un mar de gorras y sombreros flexibles más bien sudados–, siento que esta renuncia me lleva a interesarme, en la medida de mis pobres fuerzas, por la revolución general en la que nos hemos metido. Todo se ha politizado. Los sombreros se han politizado".

Pero el cambio indumentario por motivos ideológicos no quedó reducido a los sombreros. Así explicó Julio Camba sus efectos en los parlamentarios, que achacó a la pérdida de "toda noción de respeto" en la sociedad de aquellos días:

En las Cortes constituyentes la inmensa mayoría de los diputados eran sinsombreristas y sinchalequistas; algunos eran también sincorbatistas y no faltó mucho para que empezasen a surgir asimismo los sinchaquetistas y los sincalcetinistas. Se dice que es más cómodo andar sin sombrero que con él, y yo no lo dudo, pero algo debe de ocurrir en el mundo para que la razón de comodidad se imponga a las de cortesía y buen parecer.

Al estallar la guerra, los asuntos de indumentaria, de aseo e incluso de expresión alcanzaron su máxima importancia. Largo Caballero, tan elegante hasta entonces, abandonó el sombrero y se pasó a la boina, la gorra y el mono azul, ropa tradicional de trabajo convertida de repente en el uniforme probatorio de la ortodoxia republicana. No en vano el órgano de expresión de la Alianza de Intelectuales Antifascistas llevó por nombre El mono azul.

El médico Negrín y el jurista Azaña, sin embargo, se resistieron a adoptar el uniforme proletario. Al fin y al cabo, el presidente nunca disimuló su condición de burgués acomodado. Por ejemplo, en 1934, durante un viaje en tren con sus correligionarios Giral y Sánchez–Albornoz para dar un mitin en Valencia, las masas les aclamaban en las estaciones al grito de "¡Muera la burguesía!", lo que acabó hartando a un Azaña que abrió la ventanilla y les lanzó un "¡Idiotas, yo soy un burgués!".

De cómo saliera uno a la calle o de las palabras que empleara para saludar podía depender la conservación o la pérdida de su vida. Llevar sombrero se consideró la mayor manifestación de fascismo indumentario que pudiera imaginarse, y no fueron pocos los que acabaron asesinados por ello, al igual que por no tener callos en las manos, ir a misa, poseer crucifijos o imágenes religiosas, ser empresario, llevar corbata, tener barco, ser socio de algún club privado, vivir en un barrio elegante o leer el ABC. Por lo que se refiere a las palabras peligrosas, las que implicaban cortesía, respeto o jerarquía, como tratar a alguien de señor o de usted, se consideraron manifestaciones de clasismo burgués, por lo que pasaron a estar muy mal vistas. Para dar ejemplo, en los tribunales frentepopulistas se colgaron carteles con la advertencia "Prohibido el usted y el señor".

De nuevo, el relato de Baroja en Miserias de la guerra:

Ha bastado una semana para que todo se haya transformado, operándose en el escenario madrileño algo tan rápido como una de esas mutaciones que se producen en la representación de una revista de gran espectáculo. Hasta el modo de saludar en la calle es ya distinto de lo que era antes. Ya no se dice ¡Adiós!, sino ¡Salud!, ostensiblemente, poco menos que a gritos, y el nuevo estilo ha cundido con rapidez acelerada. No sabemos hasta dónde llegará esto. En la calle todo el mundo viste ahora mal, muchos han debido registrar el fondo de sus armarios para ponerse lo que tenían desechado hace años, pantalones con rodilleras, chaquetas con los codos desgastados, zapatos con los tacones torcidos, y se ha compuesto un tipo con aire cochambroso: el pobre porque no tiene otra cosa, el rico porque ha ingresado en una orden mendicante supuesta que le produce vivos deseos de disfrazarse de proletario.

A Baroja le pareció especialmente detestable la hipocresía de unos gobernantes cuya ideología supuestamente humanitaria no engendraba bondad sino crímenes. Esto escribió sobre Juan García Oliver, terrorista anarquista –él mismo calificó a su banda Los Solidarios, codirigida por Durruti, como "los mejores terroristas de la clase trabajadora"– ascendido a ministro de Justicia en el Gobierno de Largo Caballero:

Este señor, impulsado por su doctrinarismo humanitario, piensa que hay que tratar a los criminales como víctimas de la sociedad y llevarlos a vivir a ciudades penitenciarias cómodas, donde haya teatros, cinematógrafos, bailes, etc. Con este sistema los criminales aparecerán como privilegiados, y será entonces una excelente carrera matar a alguno para llevar una vida agradable. Estas ridículas utopías contrastan con el sistema que los amigos del señor García Oliver practican en las calles fusilando al que lleva un sombrero o una corbata de dos pesetas.

Como contraste con el camuflaje proletario que los "burgueses" debían adoptar para pasar desapercibidos, los nuevos amos se dedicaron a presumir de sus privilegios:

Comunistas y anarquistas se apoderan de hoteles y de casas ricas, y allí llevan a las milicianas, que se lucen en los balcones y miradores con trajes elegantes y batas de color.

El prominente chequista socialista Agapito García Atadell llegaría al virtuosismo de hacerse servir por tres doncellas de cofia y uniforme mientras asesinaba a varios cientos de personas, muchas de ellas previa tortura, en el palacete madrileño en el que instaló su checa con el conocimiento e incluso alabanzas de la prensa y miembros del gobierno. Y para la posteridad quedaron cientos de fotografías para las que turbas izquierdistas de todo pelaje posaron muertas de risa ataviadas con báculos, mitras y ropajes obispales junto a las momias exhumadas de monjas y otros eclesiásticos.

En La revolución española vista por una republicana, Clara Campoamor escribió amargas líneas sobre la fealdad como salvavidas bajo el dominio de "una chusma rencorosa envenenada por una odiosa propaganda de clase":

El hecho de poder presumir en la ciudad y, para algunos, el saqueo y la venganza, eran carnaza suficiente para atraer a las milicias a mucha gente que tenía que haber estado en la cárcel (…) Toda la ralea de una gran ciudad actuaba libremente, con desbocada pasión y gozaba de la impunidad que brindaba la ausencia de fuerza pública (…) No se veía en las calles un solo sacerdote porque aquellos que se habían arriesgado a salir durante los primeros días habían sido exterminados. Las monjas que habían sido expulsadas de orfanatos y hospitales tuvieron que huir vestidas de civil. Como su cabello corto estaba de moda, pudieron pasar desapercibidas. Los ciudadanos que, siendo funcionarios o empleados, debían forzosamente salir a la calle, lo hacían disfrazados de descamisados. Madrid, la ciudad coqueta por excelencia donde, por tradición, las mujeres cuidan su peinado y su calzado, pareció transformada por la varita de una bruja fea y mala (…) Madrid ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando levantando el puño y gritando en todas las ocasiones el saludo comunista para no convertirse en sospechosos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y de miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir.

Más amargas aún fueron las reflexiones de Wenceslao Fernández Flórez en Una isla en el mar rojo, trágica novela en la que el insigne escritor gallego reflejó su propia experiencia de refugiado en las embajadas de Argentina y Holanda para salvar su vida:

Individuos ganosos de disimular su porte burgués pasaban destocados y sin corbata con apariencias humildes bajo las que jadeaba el temor (…) Mi traje estaba arrugado, no llevaba corbata ni sombrero, prendas proscriptas en aquellos meses de la revolución en que el ansia de todos los perseguidos era aparecer ordinarios y ser fácilmente confundidos con un trabajador manual, si se veían forzados a salir a la calle. Hasta se corregía la actitud para andar como sin garbo (…) Todo lo monstruoso fue desde los primeros instantes marxista. Cuanto se podía poseer por el robo era robado, y los dones intransferibles, como la belleza, el talento, la distinción, la bondad, eran destruidos. Se igualaba por un nivel que no estaba siquiera en la superficie, sino en el fondo del abismo. Si cada pecado capital tuviese un régimen propio, el de la Envidia sería el comunismo.

Además, había muchos ojos vigilantes a la caza del impostor. Así lo explicó el diario donostiarra Frente Popular en un editorial titulado "Sin sombrero y con alpargatas" tan solo dos semanas después del 18 de julio:

El movimiento revolucionario que se va extinguiendo rápidamente, en sus últimas fases ha traído a la ciudad el sinsombrerismo, al que muchos ya habían renunciado, y el alpargatismo, que parece el calzado más democrático para ir por el mundo (…) Así las cabezas y los pies nos confunden a todos al menos exteriormente. Por fuera todos parecemos pueblo, pero dentro de algunas cabezas sigue anidando el odio al pueblo y a la República creada por él (…) Pero a pesar de estos afanes democráticos que algunos han querido mostrar a última hora por fuera, no crean que engañan a nadie. La ciudad no es tan grande para que los enemigos puedan emboscarse fácilmente. Lo importante no es la ropa sino los sentimientos. Y todos sabemos a qué atenernos en esta cuestión.

Lo mismo sucedía en Barcelona, como atestiguó George Orwell, a quien un viajante francés sentado junto a él en el tren que le conducía a España le advirtió de que "usted no puede ir a España con ese aspecto. Quítese el cuello y la corbata. Se los van a arrancar en Barcelona". El viajante tenía razón. He aquí lo que escribió Orwell:

Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía señor o don y tampoco usted;todos se trataban de camarada y tú, y decían salud en vez de buenos días (…) El aspecto de la muchedumbre era lo que más extrañeza me causaba. Parecía una ciudad en la que las clases adineradas hubieran dejado de existir. Con la excepción de un escaso número de mujeres y de extranjeros, no había gente bien vestida; casi todo el mundo llevaba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o alguna variante del uniforme miliciano. Ello resultaba extraño y conmovedor. En todo esto había mucho que yo no comprendía y que, en cierto sentido, incluso no me gustaba, pero reconocí de inmediato la existencia de un estado de cosas por el que valía la pena luchar. Asimismo, creía que los hechos eran tales como parecían, que me hallaba en realidad en un Estado de trabajadores, y que la burguesía entera había huido, perecido o se había pasado por propia voluntad al bando de los obreros. No me di cuenta de que gran número de burgueses adinerados simplemente esperaban en las sombras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegara el momento de quitarse el disfraz (…) Las ropas elegantes constituían una anormalidad (…) En los primeros meses de la revolución hubo seguramente miles de personas que deliberadamente se pusieron el mono proletario y gritaron lemas revolucionarios para salvar el pellejo.

El 13 de mayo, un mes después de la victoria de los suyos, Julio Camba publicó en Ya un artículo en el que vinculó la desaparición de los sombreros con la degeneración moral de una Humanidad sin respeto por el prójimo, en la que, por querer todos "ser democráticamente iguales", se había comenzado por ser iguales en mala educación y cuyo destino final acabaría siendo "eso que en las casas del pueblo llaman unos el caos, otros la órdiga, y los más leídos y escribidos, la revolución social o dictadura del proletariado". Pero la victoria de Franco había llegado para enderezar las cosas:

Parece que ya hay sombreros en Madrid. Yo acabo de contarlos por docenas en una fotografía de la desventurada ciudad donde durante treinta y dos meses espantosos dicen que no se había visto ninguno. Ya hay sombreros en Madrid, y esto significa, sencillamente, que ya hay, de nuevo, civilización.

A un avispado empresario madrileño se le ocurrió aprovechar el sinsombrerismo republicano para hacer su agosto en los primeros meses de la paz. "Los rojos no usaban sombrero" fue el famoso lema con el que la sombrerería Brave consiguió aumentar sus ventas entre los caballeros añorantes de elegancias pasadas o deseosos de dejar constancia de su adhesión al nuevo régimen.

Pero el éxito no duró, pues la moda, tanto en España como en todo el mundo, ya hacía bastante tiempo que había dictado la muerte de los sombreros. Además, lo que triunfaba en la España de aquellos marciales años eran las gorras militares y las boinas rojas.

Hoy, casi un siglo después, y sin que –gracias a Dios– tengan nada que ver en ello las ideologías políticas, el sombrero ha desaparecido casi por completo, al menos lo que por sombrero se entendió tradicionalmente en Europa y América. Bueno, con una excepción: las mujeres bolivianas, que, por intrincados vericuetos de las modas, siguen fieles al bombín.

(Éste es uno de los capítulos del libro recién publicado La gran venganza. De la memoria histórica al derribo de la monarquía).

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