Desde cualquier lado que se mire, el fenómeno de la inmigración aparece como negativo. Es, en primer lugar, negativo cuando se produce a gran escala, porque ello no es algo normal. ¿Quién puede encontrar normal que grupos de población cada vez más numerosos estén obligados a expatriarse porque ellos no encuentran en sus países de origen las condiciones de trabajo que les permitan llevar una existencia decente? Los inmigrantes no vienen a los países occidentales por placer o por turismo, sino bajo la influencia de la necesidad, lo que viene a decir que su expatriación no resulta de una libre elección. La inmigración, en este sentido, es un desarraigo forzado, es decir, una forma, entre otras, de deportación o de autodeportación. Las primeras víctimas son los propios inmigrantes. El balance de la inmigración es, para ellos, la pérdida de su tierra natal, la erosión de sus raíces, las dificultades de inserción en un medio extranjero a veces hostil, en resumen, la desintegración de lo que Pierre Bourdieu llama “hábitus”. Al mismo tiempo, para los países de origen, es una pérdida sensible de recursos y de energías humanos.
La inmigración se ha explicado tradicionalmente por la combinación de tres factores diferentes: las presiones demográficas, las necesidades de la industria occidental y las dificultades del Tercer Mundo. La proyección sobre la evolución futura de estas tres variables conduce ciertamente a pensar que el crecimiento de la inmigración es ineluctable e inevitable. Para ello resulta fundamental el contraste existente entre los países del Norte, de alto nivel industrial y tecnológico, un bajo nivel demográfico, una fuerte protección social y un alto nivel de ingresos, y los países del Sur, de frágil equilibrio político, una fuerte expansión demográfica y unas estructuras económicas poco o mal desarrolladas.
«Una aberrante demografía, la más galopante desde que el hombre apareció sobre la tierra, escribe Jean Daniel, conduce de una manera irresistible a aquellos que nada tienen en sus territorios a visitar aquellos otros que tienen cualquier cosa». A la inversa, en los países europeos, la disminución de la fecundidad, que comenzó con la desaparición (en los años setenta) de los efectos del “baby boom” después de la Segunda Guerra Mundial, no ha dejado de hacerse sentir sobre las estructuras de la población activa. «En ausencia de cambios importantes (fuerte inmigración, crecimiento inesperado de la fertilidad), estima Jean-Claude Chesnais, la población debería comenzar a disminuir desde el inicio del siglo XXI. De hecho, mientras las generaciones de los años 1970 y 1980 tuvieron más hijos, por lógica esos niños del “baby boom” llegarían a una edad donde la mortalidad sería más elevada. Dada la baja fertilidad de las últimas décadas, los flujos potenciales de entrada en el mercado de trabajo serían poco numerosos proporcionalmente, al tiempo que los retiros y las jubilaciones devendrían más numerosos».
Jean-Claude Chesnais señala, por otra parte, que es hoy «a un lado y al otro del Mediterráneo donde se encuentran las regiones en las que la fecundidad es la más baja y la más alta de todo el planeta». Pero este desequilibrio demográfico se ve duplicado, entre Europa y África, por un desequilibrio económico mucho mayor, por ejemplo, que el existente entre los Estados Unidos y América Latina. Una ralentización del crecimiento demográfico exigiría, en cualquier caso, varias décadas. J. C. Chesnais concluye que «la conjunción de tantas disparidades demográficas, económicas, políticas y culturales podría crear, por su propia naturaleza, un potencial migratorio sin precedentes en el pasado».
Otros observan que sectores enteros de la industria europea contemplan el futuro del consumo en la mano de obra extranjera y señalan que en el interior de la Unión Europea, la diversidad de políticas bilaterales hará más difícil la regulación de los flujos migratorios. «La amplitud de los desequilibrios y su agravamiento, reforzados en el Sur por la existencia de redes de contactos, en el Este por la supresión de obstáculos jurídicos al desplazamiento, escribe Georges Photios Tapinos, se traducirán en un crecimiento de los candidatos a la salida, independientemente de las condiciones del “efecto llamada” de los países europeos de la UE (...) En todo caso, mañana más que ayer, la oferta potencial de emigrantes será infinitamente superior a la voluntad y a la capacidad de acogida de los países europeos».
Remarquemos la comunión existente entre esta creencia en la inevitabilidad del aumento de la inmigración, la de aquellos que se felicitan, bien porque la estiman económicamente deseable, bien porque la juzgan naturalmente como una forma de nacimiento de una “ciudadanía mundial”, y la de aquellos que, al contrario, la deploran viendo en la misma un “nicho” naturalmente ideológico para facilitar los objetivos de sus empresas políticas.
La cuestión es saber si esta “fatalidad” es un pozo sin fondo. En el plano económico, los cálculos se basan en la hipótesis implícita de un crecimiento continuo, que no podría asegurarse en el contexto actual. Seguimos, en otras palabras, razonando como en la época de los “Treinta Gloriosos” (1945-1975), cuando la expansión industrial y la producción en masa reclamaba una numerosa mano de obra no cualificada. Sin embargo, este período ha terminado y la progresión regular del desempleo, por razones no tanto coyunturales sino estructurales, confirma una tendencia decisiva: debido a la informatización de todos los sectores de actividad, se producen ahora cada vez más bienes y servicios con cada vez menos hombres, lo que deja prever una eventual salida a corto o medio plazo de la “sociedad del trabajo”, tal y como la conocíamos hasta ahora. La nueva división internacional del trabajo tiende, por otro lado, no tanto a hacer venir a los trabajadores de los países del Tercer Mundo, sino mayormente a deslocalizar las unidades de producción mediante su transferencia a los países donde la mano de obra es más barata, fenómeno que va parejo con la internacionalización del capital y el creciente peso de su polo estrictamente financiero.
El modelo utilizado para predecir la continuación y la intensificación de la inmigración es, de hecho, el de los vasos comunicantes. Ahora bien, esta visión olvida totalmente el deseo de la identidad cultural y la preferencia por “trabajar en su país” que manifiestan, sin ninguna duda, un gran número de inmigrantes en tanto ellos puedan tener esa posibilidad. En un enfoque estrictamente economicista del problema, esta negligencia es en realidad bastante lógica: si el hombre es, ante todo, un homo economicus, es normal que la perspectiva de un aumento de su poder adquisitivo sea para él una prioridad absoluta y que no le importen los inconvenientes del desarraigo. Es más sorprendente, por el contrario, ver a los que reclaman la “preferencia nacional” y que proclaman el deseo de mantener las identidades culturales como la pulsión más natural y la más espontánea, atribuir a los inmigrantes un comportamiento rigurosamente inverso y dejar entender que la búsqueda del “mejor interés” prima sobre cualquier otra consideración, y situarlos fatalmente como una futura “invasión” de las naciones europeas consideradas por todos como la tierra de la abundancia.
En realidad, la inmigración no es “inevitable” sino en la sola medida de las exigencias de le economía como fenómeno natural que se impone sobre las voluntades humanas. Cuando, por el contrario, debemos admitirlo, el papel de la economía es el de servir al hombre, y no el de convertirse en su matriz
Prolongada exponencialmente, la hipótesis de una inmigración llamada a continuar inexorablemente se revela igualmente como una lógica absurda. ¿Cómo los países occidentales, aunque ellos lo quisieran, podrían absorber una masa de población inmigrada en crecimiento infinito? ¿Quién puede creer que el resultado sería otra cosa distinta a los crecientes desequilibrios en los países de acogida sin que fueran, por tanto, modificadas realmente las condiciones de existencia de los países de origen? Supongamos que Francia pudiera acoger a otros diez millones de inmigrantes suplementarios. ¿Podría dar cabida a cincuenta millones? ¿Cien millones? Cualquiera que sea la laxitud de la legislación existente, debemos concebir que hay límites. Por otra parte, ningún principio vigente en cualquier país ha reivindicado que, en nombre de los derechos humanos, ningún país tenga el derecho de controlar sus flujos migratorios ni el deber de abrir indefinidamente sus fronteras a todos los que buscan establecerse en el mismo. La acogida y la hospitalidad incondicionales no son, en este sentido, reacciones más “normales” que el propio rechazo de principio.
La aceptación de la inevitabilidad de la inmigración es también una manera conveniente de alejarse del problema. Sin embargo, está claro (o al menos debería estarlo) que no vamos a resolver los problemas del Magreb al acoger diez millones más de norteafricanos en Francia, y que la situación del Tercer Mundo no va a mejorar por la deportación masiva de sus habitantes o la trashumancia generalizada de su gente. También está claro que los países de origen no tienen, por regla general, ningún interés en llevar al extranjero una mano de obra cualificada porque, a menudo, tienen en ésta la necesidad de un potencial económico sin explotar.
En fin, hay que remarcar que existe una contradicción entre la afirmación según la cual el aumento de la inmigración es inevitable y el objetivo de “desarrollo” que asignamos, en general, a los países del Tercer Mundo. Si admitimos que el subdesarrollo (o el mal desarrollo) es una de las principales causas de la inmigración, debemos admitir también que el desarrollo tiene por efecto, por otro lado, ser un freno. Entonces, podemos decir, al mismo tiempo, que la inmigración continuará y que los países del Tercer Mundo deben “desarrollarse”. Sostener simultáneamente estos dos discursos equivale a reconocer, por un lado, que creemos más en el desarrollo que en la necesidad, y que no consideramos, en ningún momento, que aquel no pueda tener lugar. Dos cosas en una: o bien la economía occidental no puede efectivamente pasar sin mano de obra extranjera, y en este caso el interés del país desarrollado es que el tercermundista no se desarrolle, o bien, el objetivo del desarrollo es, a la vez, necesario y razonable, y en este caso debería cesar la confianza en la continuidad de una inmigración para realizar ese objetivo, en tanto que tiene por efecto ralentizarla.
Paralelamente a una crítica en toda regla de la lógica del capitalismo, no hay ninguna otra opción para frenar la inmigración, sino la de actuar sobre las causas del problema, implementando con los países del Tercer Mundo un aumento de las políticas de cooperación. La desaceleración de la inmigración depende, de hecho, más de la voluntad y de la capacidad de los países de origen para retener a los inmigrantes que de la voluntad y de la capacidad de los países receptores para contenerlos. Es también la cooperación la que debe permitir contemplar la posibilidad de que los inmigrantes que lo deseen puedan regresar a sus países de origen, retorno bajo unas condiciones que no habrían de representar para ellos un desarraigo adicional y, por tanto, un agravamiento de sus dificultades. La adopción de una tal política no puede, sin embargo, producir sus efectos mas que después de un cierto tiempo, pues la experiencia muestra que el inicio de un proceso de desarrollo sólo puede llegar a frenar la inmigración cuando se ha estabilizado, debiendo comenzar por fomentar la creación de condiciones de movilidad interior que no existían anteriormente, y ello porque esta política no es exclusiva ni impide la puesta en marcha de un determinado número de procedimientos de control de entradas y llegadas.
Una estrategia de este tipo exige también otra redefinición de la cooperación y el abandono de la concepción homogénea del desarrollo que ha prevalecido hasta ahora. El objetivo no es alentar a los países del Tercer Mundo para acceder a los sucesivos “estados” de desarrollo que les permitan adherirse a los modos de producción y de consumo de los países del Norte (que tendría por efecto hacer un planeta inhabitable), sino para ayudarles a ser autosuficientes en función de las características estructurales propias, es decir, privilegiando su mercado interno y rompiendo con el espejismo de la “división internacional del trabajo” propagada por la Banca Mundial y el FMI. Éste es claramente el modelo occidental de desarrollo que deber ser cuestionado y desafiado, el cual no deja de mostrar a Occidente a los ojos de los candidatos a la inmigración como “una inmensa y llamativa luz de la ciudad, similar a la que fascinó a los campesinos en el siglo XIX”. Lo ideal, en este sentido (siempre se puede soñar), sería que Occidente diera ejemplo, un rechazo ejemplar, y renunciara él mismo a un modelo de desarrollo que no suscita hoy mas que desilusión, desesperanza y resentimiento.