En el devenir europeo hay dos grandes concepciones de la historia que no han cesado de correr paralelas o enfrentarse, aunque bajo múltiples formas: la historia "lineal" y la historia "cíclica". La concepción lineal de la historia aparece en el espacio-tiempo europeo con el judeocristianismo. En ella, el devenir histórico se plantea como una línea que une un estado antehistórico (paraíso terrenal, jardín del Edén) a otro posthistórico (instauración del reino de Dios en la tierra). La estructura de este esquema ha sido descrita muchas veces. Hubo un tiempo en que el hombre vivía en cierta armonía con su Creador. Pero un día cometió una falta (el pecado original hereditario), y a raíz de ello fue expulsado del paraíso y entró en la historia, en este "valle de lágrimas", donde está obligado a "ganarse el pan con el sudor de su frente" . Sin embargo, gracias a esa Buena Nueva que es la venida del Mesías a la tierra (Jesús en el sistema cristiano) , ahora puede elegir el "buen camino" y conseguir su salvación (individual) para la eternidad. Al fin de los tiempos, tras el Armageddón, los buenos serán definitivamente separados de los malos. El estado posthistórico restituirá el estado antehistórico, y éste será el fin de la historia, la cual volverá a cerrarse, será reabsorbida, como un paréntesis.
Desde un punto de vista estructural, este esquema, trasladado a la tierra mediante la sustitucion del más allá por el más acá, reaparece tal cual en la teoría marxista. Hubo un tiempo en que el hombre vivía feliz en el comunismo original. Pero un día cometió una falta, la división del trabajo, que trajo consigo la propiedad privada, la apropiación de los medios de producción, la dominación del hombre por el hombre, la aparición de las clases. De esta manera el hombre entró en la historia, una historia caracterizada por el conflicto, las relaciones de autoridad, etcétera, y cuyo motor esencial es la "lucha de clases". Sin embargo en cierto momento del devenir historico, la clase más explotada toma consciencia de su condición y a partir de entonces se erige en Mesías colectivo de la humanidad. Desde entonces el hombre puede elegir el "buen camino" y contribuir a la más rápida culminación de la lucha emprendida. Al fin de los tiempos, tras la "lucha final", los buenos serán definitivamente separados de los malos. La sociedad sin clases nos hará volver -con la abundancia como propina- a los felices tiempos del comunismo original. Las instituciones perecerán y el Estado resultará ya inútil. Será el fin de la historia.
Ciertos filósofos neomarxistas, en especial los miembros de la Escuela de Frankfort y también en cierta medida el último Freud (Malestar en la civilización), han aportado un importante correctivo a esta teoría de la historia. En el nuevo enfoque, los comienzos de la historia son concebidos de manera muy semejante pero se abre paso una duda cada vez mayor en cuanto a las posibilidades de su culminación. Se parte del principio de que el mal está destinado a reprodudirse siempre, que nunca habrá modo de escapar a las relaciones de autoridad y dominación. Pero no por ello se concluye que ese "mal" que forma la trama de toda realidad social no es quizá tan malo como se había dicho. Por el contrario se afirma que en tales condiciones la única posibilidad que el hombre tiene para no "añadir más mal" es continuar refiriéndose a la idea de un fin de la historia, incluso y sobre todo si sabe que este no llegará jamás. Tal espera mesiánica es considerada como operante y fecunda en sí misma. La actitud que lógicamente se desprende de semejante modo de ver las cosas es un hipercriticismo por principio: se trata de opener un perpetuo "no" a los peligros que todo "sí" encierra. Una actitud muy semejante volvemos a encontrar en los "neomonoteístas" del tipo de Bernard-Heri Lévy (La Barbarie à visage humain, Le Testament de Dieu).
Mientras que la teoría marxista "ortodoxa" reproduce bajo una forma laica la teoría cristiana de la historia, de la teoría neomarxista o freudomarxista puede decirse que refleja más estrictamente la del judaísmo clásico. Para el judaísmo, el pecado original no presenta el carácter "mecánico" que tiene en la doctrina cristiana (las Escrituras no exigen penitencia por una herencia cargada de pecado, no hay creencias capaces por sí mismas de procurar la salvación). Por otra parte, el Mesías no ha venido aún (Jesús es un impostor). En último extremo, se duda incluso de que venga; pero su espera es por sí sola operante y fecunda. («Este Mesías que no viene nunca -escribe Robert Aron- pero cuya sola espera aunque eternamente defraudada, es eficaz y necesaria."; Le Judaïsme, bucher-chastel, 1977).
Para resumir la concepción lineal de la historia digamos que dota a esa historia de un carácter unidimensional, de una necesidad (ineluctable: es impensable que la historia no se desarrolle aparte todos sus accidentes y contingencias de acuerdo con la «revelación" que el hombre ha tenido de ella ya sea en la Biblia o en El capital) y de una finalidad. La historia tiene un sentido en la doble acepción del término: está dotada de significación y va en cierta dirección. En consecuencia la libertad del hombre se encuentra estrechamente limitada. El hombre no es libre de hacer de la historia lo que quiera; no le queda otro remedio que aceptar la revelación que le es hecha por medio de la más alta autoridad posible dentro del sistema («Dios en el esquema judeocristiano, la «ciencia" en el marxista). Por otra parte, pasado presente y futuro son percibidos como radicalmente distintos entre sí: el pasado (en el seno de la historia) es lo que nunca volverá; el futuro, lo que aún no ha ocurrido nunca; el presente, un punto de una línea cuyo comienzo y fin nos sean conocidos aún cuando ignoremos su duración. Hay una unidimensionalidad del tiempo histórico.
A diferencia de lo que sucede con la concepción lineal, la concepción cíclica de la historia tiene en Europa carácter autóctono. Aparece como algo común a toda la antigüedad europea precristiana, inducido por la observación del mundo-tal-como-es, por el espectáculo de cierto numero de alternancias (las estaciones), de encadenamientos (las generaciones), de repeticiones en la diferencia y diferencias en la repetición (nadie se baña dos veces en el mismo río; el sol se levanta cada mañana y, a la vez, no es nunca exactamente el mismo sol). Se funda en la intuición de una armonía posible basada en la regularidad de los ciclos y la conciliación de los contrarios. Tal vez haya que relacionar esta idea con la perfección de un paisaje eminentemente variado (Renan opone el "psiquismo del bosque" al "psiquismo del desierto" que imbuye la noción de absoluto: "el desierto es monoteísta"). En esta concepción, la historia no tiene ni principio ni fin. Es simplemente el teatro de determinado número de repeticiones analógicas que, según las escuelas, hemos de tomar más o menos al pie de la letra. Es esta permanencia de los ciclos la que da a la historia su estatuto ontológico, una ontología que ya no es exterior o trascendente con respecto al devenir de los hombres, sino confundida con él.
Vamos a situarnos en la perspectiva trazada por esta concepción de la historia, pero introduciendo en ella, al modo de Nietzsche, un importante correctivo. En efecto, si se la observa atentamente, la concepción cíclica tradicional sigue siendo en cierto modo lineal. La imagen a que hace referencia es la de una línea dispuesta en círculo. Es cierto que los "extremos" de esa línea se tocan (y por ello tienden a desaparecer), pero en el interior del círculo los acontecimientos siguen desarrollándose con arreglo a un orden inmutable. Al igual que las estaciones se suceden siempre en el mismo orden, también los ciclos se desarrollan con arreglo a un esquema inexorable. Así, para los modernos mantenedores de la teoría tradicional de los ciclos (Julius Evola, René Guénon), nuestra época corresponde al fin de uno de ellos (haliyuga indio, «edad del lobo" de la mitología nórdica). Esto hace que nuestra libertad se encuentre limitada frente a una dinámica inconmovible, con todos los riesgos que en la práctica se desprenden lógicamente de semejante: análisis: desmovilización o política de lo peor. En un célebre pasaje de Así habló Zaratustra, Nietzsche sustituye esta concepción cíclica de la historia por otra resueltamente esférica, —subsiste el «círculo", pero lo "lineal" desaparece—, equivalente a una afirmación radical de la falta de sentido de la historia y a una ruptura tanto con la necesidad inherente a la concepción lineal como con la implícita en toda especulación mecánica sobre las "épocas de la humanidad" (de Hesiodo a Guénon). Es fácil darse cuenta de en qué se parecen y en qué se diferencian el círculo y la esfera: ésta posee una dimensión más, puede en todo momento girar en todos los sentidos. De modo semejante, en la concepción general de la que es imagen, la historia puede en todo momento desarrollarse en cualquier dirección siempre que una voluntad suficientemente fuerte le imprima el movimiento y teniendo en cuenta que el únicosentido suyo es el que le dan quienes la hacen. La esfera sólo mueve al hombre en tanto en cuanto es antes movida por él.
Las consecuencias para la libertad del hombre resultan evidentes, y sobre ellas volveremos. Además, pasado, presente y futuro no son ya puntos distintos de una línea dotada de una sola dimensión, sino, por el contrario, perspectivas que coinciden en toda actualidad. Hagamos notar que el pasado no es nunca percibido como tal, sino en cuanto está inscrito en el presente: aya momentos, cuando tenían lugar, eran presentes. Otro tanto ocurre con el futuro. De este modo, toda actualidad es no un punto, sino: cada instante presente actualiza la totalidad del pasado y potencializa la totalidad del futuro. Hay una tridimensionalidad del tiempo histórico, y con ella caduca la cuestión de saber si es o no posible hacer "revivir el pasado". Concebido como pasado está vivo en todo presente, es una de las perspectivas que permiten al hombre elaborar proyectos y forjarse un destino.