Anatole France, que no se caracterizó precisamente por pecar de reaccionario, advirtió hace un siglo sobre esos peligrosísimos optimistas antropológicos que inspiran su acción política, de corazón o de palabra, en la bondad.
Anatole France, que no se caracterizó precisamente por pecar de reaccionario, advirtió hace un siglo sobre esos peligrosísimos optimistas antropológicos que inspiran su acción política, de corazón o de palabra, en la bondad. O en su particular interpretación de la bondad, lo que suele ser más peliagudo. "Robespierre era un optimista, confiado en la virtud –señaló France–. Los políticos de su temple hacen todo el daño posible. La locura de la Revolución consistió en querer instituir la virtud sobre la Tierra. Cuando se quiere que los hombres sean buenos y sabios, libres, moderados y generosos, se llega fatalmente a querer matarlos a todos".
Efectivamente, el bueno de Robespierre, el virtuoso de Robespierre, tan virtuoso que le gustaba ser conocido como L’incorruptible, declaró que "el gobierno revolucionario se fundamenta en la virtud y el terror", ya que –y es de suponer que al acuñar tan estupenda frase levitaría de satisfacción– se trataba del "despotismo de la libertad". Con la envidiable coartada de tan liberal despotismo no es de extrañar que afirmase sin rebozo que "la república consiste en la destrucción de todo lo que se le oponga".
Su camarada Carrier abundó en la idea al resumir así sus proyectos de regeneración del insuficientemente virtuoso pueblo francés: "O Francia se regenera a nuestra manera o la convertiremos en un cementerio". Fue hombre de palabra, vive Dios: el fondo del Loira atestigua su eficacia.
Pero el que quizá se llevó la palma de la bondad y del amor al pueblo fue Jean-Paul Marat, no por casualidad apodado L’ami du peuple, como el periódico del que fue director. Tras su muerte fue objeto de funerales oficiales, en los que se recordó que, "como Jesús, Marat amó ardientemente al pueblo y nada más que a él". Efectivamente, tanto amó Marat al pueblo que, junto al Incorruptible, desató la orgía que anegó Francia en sangre durante aquellos modélicos años revolucionarios. Y lo más divertido de todo ello es que la vocación totalitaria y la voluntad exterminadora de los revolucionarios jamás habría podido ser ni imaginada por el más absoluto de los reyes absolutos, tan humanos en comparación con sus libertarios, igualitarios y fraternos guillotinadores.
Mi admirado y añorado George Orwell, que tanta falta nos haría en estos nuestros luminosos tiempos de globalización, atinó de manera casi sobrenatural al imaginar el Ingsoc, el Socialismo Inglés, ideología totalitaria dominadora de un mundo de pesadilla a través de cuatro ministerios: el de la Verdad, encargado de las noticias, los espectáculos y la educación; el de la Paz, a cargo de los asuntos de la guerra; el de la Abundancia, rector de los asuntos económicos; y, el que más nos interesa, el del Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Efectivamente, como demostraron los revolucionarios franceses en la realidad y los socialistas ingleses en la ficción orwelliana, querer tanto al pueblo suele traer como consecuencia el deseo de controlar hasta el más pequeño de sus movimientos para que no se haga daño a sí mismo.
Por cierto, ¿serán lectores de Orwell los creadores –venezolanos, naturalmente– del Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo? Porque si no lo son, merecerían serlo.
Esta insaciable ansia de bondad, virtud y felicidad traspasa países y épocas, realidades y ficciones, para impregnar el ideario de cualquier partido izquierdista. Por ejemplo, en uno de los primeros libros editados por el PSOE tras la muerte de Franco se proclamaba con énfasis, ya desde la portada, que el objetivo del PSOE era "la abolición de todas las clases sociales y su conversión en una sola de trabajadores dueños del fruto de su trabajo, libres, iguales, honrados e inteligentes". Sólo les faltó añadir "y guapos".
Pero como todo es empeorable, ahí está ese pluscuamcursi texto de Pablo Iglesias presumiendo de la "belleza de nuestro proyecto político"y del amor que se les nota a los dirigentes de Podemos cuando se muestran juntos en un escenario ("Se nota que os queréis. El cuerpo no miente. A nosotros ya no nos pasa", cuenta Iglesias que le dijo un viejo dirigente izquierdista), para concluir con la traca final de no despedirse con un saludo, sino "diciéndoos que os quiero".
Algo debe de haber en el aire, pues eso que llaman amor impregna crecientemente todos los ámbitos del mundo de la política. Un ejemplo regional: hace unos días el charlamento cántabro organizó un acto institucional denominado Los políticos y la Felicidad (así, con mayúscula) en el contexto de algo llamado IV Jornadas de la Felicidad. La mamarrachada consistió en desplegar carteles con lemas tan mimosos como "Eres un amor... o mejor... eres amor", "Vivir sin amar... es sólo existir" y "Es sencillo ser feliz... lo difícil es ser sencillo". Algún charlamentario reconoció que, para preparar sus discursos, "todos hemos buscado en internet para saber qué decir". El esfuerzo no fue vano: "La felicidad no es lo que tengo, es lo que soy" fue una de las inspiradas sentencias que emanaron de la tribuna. La representante de Podemos aprovechó para barrer para casa afirmando que su partido es “una máquina de amor” (Ra-Ra-Rasputín, Russia’s greatest love machine). Según parece, la cosa concluyó con la petición por los organizadores de que cada uno de los allí presentes se abrazara con un desconocido.
Sorprende que no se les caiga la cara de vergüenza por dedicarse a hacer el payaso de esta manera. No deben de tenerla. Además, los políticos no están ni para amarse entre sí ni para amar al pueblo. ¡Qué hipocresía! Su obligación es el servicio a los ciudadanos, así como la eficacia y la honradez en el desempeño de su trabajo. No el amor. Porque el amor es eso que cada persona tiene por sus seres queridos. Cualquier otra reivindicación de amor es mentira. Y mentira es la palabra más suave que podría decirse.
Si las indecentes medidas que muchos de los gobernantes de años pasados tomaron en relación con el problema terrorista hicieron que la política española oliera a chamusquina; si la corrupción generalizada, que ha conseguido que los políticos se apelotonen en los banquillos de los acusados, ha añadido un intenso olor a alcantarilla; tanta belleza, tanta bondad, tantos os quiero, tantos besos, tantos abrazos, tanto amor y tanta felicidad han conseguido que España empiece a oler a burdel.
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