Las discusiones sobre Europa son el signo más evidente de la confusión del pensamiento actual. Una de las causas de esta confusión reside en la incapacidad de la mayoría de los protagonistas del debate para pensar en Europa en términos distintos a los de su legado político particular. Otra causa es la incapacidad de esos mismos actores para elevar el debate al nivel que le conviene, el de un cuestionamiento fundamental de las nociones de política, derecho, legitimidad, representación, autonomía y soberanía. Estos rasgos están particularmente marcados en Francia, lo cual no es sorprendente, porque la mentalidad de la clase política, de derecha y de izquierda, no ha cesado durante siglos de estar estructurada para un paradigma, bodiniano en primer lugar, jacobino después, de la unidad (en detrimento de la unión) y de la soberanía indivisible (en detrimento de la distribución de la soberanía).
Las reticencias frente a Europa se alimentan, en principio, de los innegables defectos de la construcción europea. Llama la atención en este aspecto la discrepancia total existente entre una Unión Europea particularmente avanzada en el plano comercial y financiero y prácticamente inexistente en los dominios militar, político y social. Europa no dispone, en la actualidad, de ningún poder ejecutivo digno de ese nombre. Europa es creadora de obligaciones a través del derecho comunitario, pero parece incapaz de proporcionar su justificación. El discurso sobre la subsidiariedad se contradice con el establecimiento de una burocracia que se pretende omnicompetente. Sin una instancia constituyente, agravado por el opaco método opaco de las conferencias intergubernamentales, Europa se convierte en un productor borroso y difuso. No comprendiendo más que una maraña de competencias, jurisdicciones y poderes, los políticos sólo están inquietos y preocupados por la “pérdida de soberanía” que no se ve compensada por la emergencia de una soberanía europea, amenazada en su vida cotidiana por un doble déficit democrático y social, aumentando la sensación de que Europa se reduce a los banqueros de Frankfurt, a los tecnócratas de Bruselas y a los jueces de La Haya, de tal forma que los ciudadanos tienden a mirar a Europa como un problema más que como una solución.
La Unión Europea, por tanto, no cumple el papel que esperábamos; con todo derecho, de ella. Pero ¿qué pasa con Francia? William Abitbol y Paul-Marie Coûteaux escriben que “Europa no es más que un instrumento de la globalización y no el muro que una vez pretendió oponerse a la misma”. Aunque reconocen, al mismo tiempo, que “nuestro país no tiene ni la más mínima política, ni pone los medios para tener una” (“Soberanismo, escribo en tu nombre”, Le Monde, 30 de septiembre 1999). La verdad es que todos los males atribuidos a las instituciones europeas se encuentran también a nivel nacional. No hay menos de “déficit democrático” en Francia que en Europa; la tecnocracia de París es equiparable a la tecnocracia de Bruselas: no encuentran ninguna razón por la cual los fabricantes de queso pueden estar indignados (con razón), que su producción la reglamente Bruselas cuando lo normal sería que la regulase París. En cuanto a la diversidad de los países europeos, que a veces se alega para encontrar argumentos en contra de la construcción europea, no es menor que la de las regiones francesas: querer reunir a Alemania con Grecia no es más extraordinario que reunir las regiones francesas de la Corrèze y la de Ile-de-France. Por lo tanto, la única pregunta es ¿a qué nivel puede ejercerse mejor la soberanía? La respuesta no se pone en duda. Una Europa imperfecta es mejor que una Europa inexistente.
Más que echarle la culpa a la construcción europea, lo que debemos hacer es buscar una legitimidad que no se fundamente exclusivamente en términos de productividad (“output”), es decir, en términos de eficiencia de resultados mensurables y predeterminados por un marco regulador de integración en el mercado. La dinámica de integración se orienta fundamentalmente hacia una sociedad de mercado transnacional y socialmente desregulado, donde el valor se reduce a la estabilidad monetaria y a la competitividad empresarial. “Las condiciones previas para la formación de un consentimiento negociado no se cumplen, constataba Thomas O. Hueglin, porque cada jugador trata de maximizar su propio interés en este juego de niveles múltiples, en lugar de alcanzar un compromiso de solidaridad mutual” (“El federalismo de Altusio en un mundo postwestfaliano”, en La Europa en la formación, 1999). Ahora, lo que debe buscarse, por el contrario, es una legitimidad en términos de contribución (“input”) a la construcción europea con el objetivo de permitir que todas las partes asociadas negocien libremente cualquier problema que les afecte, aceptando las consecuencias derivadas de esta libertad.
La “Europa de los Estados”, la “Europa de las patrias” o la “Europa de las naciones”, fórmulas cómodas para enmascarar un rechazo fundamental de Europa, no permiten lograr este objetivo. Lo mismo puede decirse de una “nación europea” que trasladase al ámbito supranacional todos los defectos propios de la lógica unitaria del Estado-nación jacobino, así como un federalismo “desde arriba”, demasiado a menudo una coartada del hegemonismo. Sólo el federalismo “desde abajo”, denominado también como federalismo integral o societal (cf. Lutz Roemheld, Federalismo integral, Vögel, Múnich, 1978; Thomas O. Hueglin, Federalismo societal, Walter de Gruyter, Berlín, 1991), fundado sobre una aplicación rigurosa del principio de subsidiariedad, puede permitir la construcción europea en los niveles comunitario, local y regional, evitando, al mismo tiempo, la situación de impotencia y nivelación.
El predominio del modelo de Estado-nación ha olvidado que una nación puede componerse de una pluralidad de Estados y un Estado de una pluralidad de naciones. Debemos deshacernos de esta visión estatista y absolutista que durante mucho tiempo ha prohibido pensar el ejercicio de la democracia en un contexto distinto al del Estado-nación, cuando éste, en la mayoría de los casos, ha llevado a la uniformización, la relegación a lo privado de los vínculos sustanciales miembros de diferentes comunidades, la supresión de los enraizamientos concretos y de las pertenencias particulares, la centralización y la concentración de los poderes en manos de una “nueva clase” de gestores y técnicos. Como ya había señalado Nicolas Berdiaev, el Estado sólo tiene sentido en la medida que crea las condiciones para vivir juntos, la participación en la vida pública de todos los miembros del cuerpo político, y en tanto sea el “garante del orden de las autonomías” (“De la esclavitud y de la libertad del hombre”, Desclée de Brouwer, 1990). Se trata de encontrar los pasos intermedios suprimidos por siglos de jacobinismo, y de hacer resurgir una vía local fundada sobre los valores compartidos, ahora amenazada por el surgimiento de la racionalidad anónima, de los valores mercantiles y de la globalización.
En consecuencia, nosotros no estamos ni en el lado de los “soberanistas” o “nacional-republicanos”, ni en el lado de los “liberal-libertarios”, que no se oponen entre ellos. Creemos que Europa debe avanzar hacia el federalismo “desde abajo”. Esto significa que los pequeños Estados europeos deben federarse entre ellos y que los grandes Estados europeos deben federalizarse en el interior de sus fronteras. Necesitamos tanto una Europa federal soberana, al la vez “una e indivisible”, como unos Estados europeos federalizados que dejen de ser “repúblicas unas e indivisibles” para convertirse en una república federal de los pueblos de Europa.
En un planeta mundializado, el futuro pertenece a los grandes conjuntos de civilización, capaces de organizarse en espacios autocentrados y de dotarse de la suficiente fuerza para resistir la influencia de los otros. Así, frente a los Estados Unidos y a las nuevas civilizaciones emergentes, Europa está llamada a construirse sobre una base federal que reconozca la autonomía de todos sus componentes y organice la cooperación entre las regiones y las naciones que la constituyen.
La civilización europea se construirá sobre la suma –que no sobre la negación– de sus culturas históricas, permitiendo así a todos sus habitantes tomar plena conciencia de sus orígenes comunes. La clave de bóveda de esta Europa debe ser el principio de subsidiariedad: en todos los niveles, la autoridad inferior no delega su poder hacia la autoridad superior más que en los terrenos que escapan a su competencia.
Contra la tradición centralizadora, que confisca todos los poderes en un sólo nivel; contra la Europa burocrática y tecnocrática, que consagra los abandonos de soberanía sin remitirlos hacia un nivel superior; contra una Europa reducida a espacio unificado de libre cambio; contra la “Europa de las naciones”, simple suma de egoísmos nacionales que no nos previene contra un retorno de las guerras; contra una “nación europea”, que no sería más que una proyección ampliada del Estado-nación jacobino, Europa (occidental, central y oriental) debe reorganizarse desde la base hasta la cima, y los Estados existentes han de ir federalizándose hacia adentro para así mejor federarse hacia afuera, en una pluralidad de estatutos particulares atemperada por un estatuto común. Cada nivel de asociación debe tener su función y su dignidad propias, no derivadas de la instancia superior, sino basadas en la voluntad y en el consentimiento de todos los que en él participan. Así, a la cúspide del edificio sólo han de llegar las decisiones relativas al conjunto de los pueblos y comunidades federados.