La barbarie islamista del Daesh nos amenaza, mientras que el régimen de Bashar el-Assad nunca nos ha amenazado. Contra la primera, hay que apoyar al segundo.
En los últimos meses estamos asistiendo a la reaparición de Rusia en la escena internacional. Algo que, al parecer, no le agrada a todo el mundo. ¿Es éste un paso hacia un mundo multipolar?
La declaración de guerra de Rusia a Daesh es un hecho de primera magnitud. Al imponerse como un actor clave en la cuestión siria, ha sorprendido a los EE. UU. y sus aliados. Por su realismo, su sentido geopolítico, su inteligencia estratégica, Vladimir Putin, consecuentemente, confirma el estatuto de potencia internacional de Rusia. Más aún, se está constituyendo, con Irán, China y otros países emergentes, un bloque eurasiático que transforma toda la situación geoestratégica. La OTAN debe ahora tener en cuenta a la Organización de Cooperación de Shanghai. De hecho, es un paso hacia la emergencia de un mundo multipolar, es decir, un reequilibrio de las relaciones de poder en el mundo.
Veremos en el futuro cómo evoluciona la situación sobre el terreno. Pero de momento ya podemos ver que, a diferencia de Francia, que sólo efectúa ataques homeopáticos, y a diferencia de los Estados Unidos, que hacen la guerra sin intención de ganarla, el Kremlin ha movilizado todos los medios necesarios. Putin, de quien dijo la prensa occidental, pretendiéndose perspicaz, que se preparaba para “dejar caer el régimen sirio”, fue autorizado por su Parlamento y garantizó el apoyo de veinte millones de musulmanes que residen en su país. Contrariamente a los norteamericanos y sus aliados, interviene de acuerdo con el derecho internacional, con el aval del Consejo de Seguridad de la ONU y a petición de los sirios. Y lo hace por varias razones. En primer lugar, porque es impensable para él dejar que los islamistas del Daesh se apoderen de Siria, donde se encuentra Tartous, la única base rusa en la región. A continuación, porque representa una gran oportunidad para eliminar algunos miles de yihadistas rusos originarios del Cáucaso. Por último, y sobre todo, porque con este procedimiento se presenta de golpe como una gran potencia emergente con la que habrá que contar en el futuro.
En el caso de Siria, hay quienes quieren acabar con Daesh y otros para quienes derrocar a Bashar el-Assad es la prioridad. ¿Éste es realmente el problema?
Si nos preguntamos en abstracto lo que es peor, si una dictadura o el triunfo de una red terrorista como Daesh, entonces la cuestión es muy difícil de situar como problema. Lo “peor” es siempre relativo a una situación dada. La única pregunta es: ¿cuál de ellos es más contrario a nuestros intereses? Si es la dictadura, entonces tenemos que luchar contra la dictadura; si es la red terrorista, entonces es ésta a la que debemos enfrentarnos. En el caso de Siria, la respuesta es simple. La barbarie islamista del Daesh nos amenaza, mientras que el régimen de Bashar el-Assad nunca nos ha amenazado. Contra la primera, hay que apoyar al segundo. Pero en el fondo del problema está la rusofobia. Para los Estados Unidos como para Francia, el objetivo número uno es, principalmente, reducir la influencia rusa. Damasco es aliado de Moscú, la eliminación de Assad, por tanto, se convierte en la prioridad.
Entonces, también se censura que los ataques rusos se dirigen no sólo contra el Daesh, sino contra los rebeldes sirios que combaten contra el régimen legal de Damasco. Pero ¿por qué no habrían de hacerlo? Vladimir Putin sabe que, en el caso de Siria, no hay “islamistas moderados”, sino sólo rebeldes armados, aliados objetivos de los terroristas, que las fuerzas armadas sirias son las únicas que pueden combatir efectivamente al Estado islámico, y que la eliminación del régimen alauita en Damasco abriría las puertas a Daesh. Quiero llamar la atención, de paso, sobre la naturaleza grotesca de las reacciones indignadas y escandalizadas efectuadas por los miembros europeos de la OTAN en cuanto al hecho de que los aviones rusos sobrevolaron la frontera aérea de Turquía, justo cuando estos Estados aceptan que sus propias fronteras terrestres sean violadas cada día por miles de inmigrantes ilegales venidos principalmente de Turquía.
Por lo tanto, parece que Francia siempre juega con un gran retraso. Francia, de hecho, no sólo se alinea con los Estados Unidos, sino que siempre retrasa su tiempo de respuesta. En 2013, François Hollande anunció que iba a bombardear Damasco, pero luego cambió de opinión porque Washington decidió dar marcha atrás. Al año siguiente, se imponen sanciones contra Rusia, pero a continuación decide recibir a Putin porque Obama lo había recibido antes que él. Hoy en día, bajo la influencia del ministro de asuntos exteriores más execrable de la V República, Laurent Fabius, se insiste en la inmediata salida de Bashar al-Assad, que no exigen ni los estadounidenses ni los alemanes, porque es tan poco realista como si las democracias occidentales hubieran requerido la salida de Stalin antes de su alianza con la Unión Soviética contra Hitler.
Después de completar el trabajo de atlantización de la diplomacia nacional iniciado por Nicolas Sarkozy, Francia ha adoptado, frente a Moscú, una posición de Guerra Fría que nada puede justificar, si no es su total alineamiento con la política de la OTAN, y continúa con la pretensión de decidir en lugar de los sirios que deben dirigir Siria. Al no tener ninguna política exterior independiente, Francia, de hecho, está condenada a jugar un pequeño papel subordinado. Después de cuatro años de apoyo a las “petromonarquías” del Golfo y sus bandas islamistas anti-Assad, ve cómo se derrumban todas sus hipótesis y que no está en condiciones de actuar como mediador en ningún sitio. Nadie le escucha, no cuenta para nada, está fuera de juego.
Entrevista realizada por Nicolas Gauthier
y traducida por Jesús Sebastián Lorente