Este artículo fue escrito en 1986, vale decir, antes de la caída del Muro de Berlín que determinó, a su vez, el fin de la Unión Soviética y la modificación de la correlación mundial de fuerzas. Se apoya, pues, en el presupuesto de la bipolaridad instaurada en Yalta, que naturalmente influyó sobre la praxis del terrorismo. He preferido, sin embargo, mantenerlo como fue escrito, por varias razones: la primera, preservar la unidad del discurso argumentante. La segunda, que, a pesar de dicha influencia, el estado de cosas no se ha clarificado lo suficiente como para predicar la desaparición efectiva de la bipolaridad; la circunstancia de que la Federación Rusa continúe siendo una potencia nuclear de primer orden, unida a que la Comunidad de Estados Independientes es un verdadero bloque geopolítico, lo demuestran. La tercera, que el accionar polar de los Estados en la manipulación del terrorismo sigue vigente. Ni siquiera el Armagedón iniciado el 11 de septiembre de 2001, las han conmovido. Es por ello que confío, razonablemente, en que el lector sabrá ajustar convenientemente los conceptos para sacar completo provecho del artículo.
En 1976, en el Glassboro State College, en Nueva Jersey, tuvo lugar un importante coloquio sobre el terrorismo. Una de sus conclusiones es que es imposible formular una definición universalmente satisfactoria del terrorismo, por razones políticas más que semánticas.
La definición del terrorismo es, en efecto, difícil. Una aproximación tipológica, en la que se alinean buena parte de los autores, distingue el terrorismo de pura protesta, frecuentemente desesperado, de resonancia anarco-romántica, o sea poujadista (carga de plástico contra un establecimiento símbolo, una oficina fiscal, un banco, etc.); el terrorismo ligado a la agitación independentista de una minoría étnica y cultural (terrorismo corso, autonomistas bretones); el terrorismo ligado a las guerras coloniales o a las luchas por la independencia nacional, que presenta o quiere presentar ciertas afinidades como el precedente; en fin, un terrorismo internacional o gran terrorismo que, lejos de constituir un grito de indignación, persigue de manera relativamente metódica objetivos cuidadosamente delimitados.
Entre el terrorismo anarquista del fin del siglo y el terrorismo próximo oriental llamado abusivamente islámico[1] hay, en efecto, un contraste evidente. El segundo es menos un terrorismo contestatario, protestatario o hasta de reivindicación, que uno de disuasión y de neutralización. Procura desestabilizar anonadando. Se inscribe en una estrategia de la tensión que opera por presiones psicológicas sobre una opinión pública cuyo papel resulta primordial en los países occidentales. Se lanza igualmente a una suerte de guerra por procuración: un medio de probar la resistencia psicológica de los pueblos y la capacidad de respuesta de los servicios de seguridad.
Se advierte en seguida, sin embargo, que las fronteras entre las cuatro categorías enunciadas son delgadas y que es sencillo para un mismo individuo pasar en poco tiempo de una a otra. Tan relativa es también la distinción entre un terrorismo puntual, que busca la eliminación de un blanco determinado (asesinato político) y un terrorismo ciego, de quien se acostumbra predicar que mata inocentes.
El terrorista, el guerrillero, el partisano y el resistente, cuatro figuras con especificidad propia y que tienen sin embargo puntos en común. ¿Se las puede distinguir verdaderamente? Por su parte, la Unión Soviética ha hecho frecuentemente una distinción entre el terrorismo y los movimientos de liberación nacional. Por su lado, la Convención para la prevención del Terrorismo adoptada por la ONU el 14 diciembre 1973 precisa también que sus disposiciones no se aplican a los actos violentos cometidos en relación con la lucha contra el colonialismo, la dominación y ocupación extranjeras, la discriminación racial y el apartheid. Lo que les permite, por ejemplo, a quienes condenan el terrorismo cercano oriental en París, aprobar al mismo tiempo la lucha de los terroristas sudafricanos del Congreso Nacional Africano o de los maquis del UNITA en Angola.
En el momento culminante de la lucha anticolonialista, escribía Jacques Vergés[2]: Reconocer el derecho de los pueblos de los territorios no autónomos a la insurrección, es reconocerles el derecho a los medios para ella, al terrorismo anticolonialista, a la guerra de partisanos, hasta hoy reprobada por el derecho internacional de los opresores. En La guerra de guerrillas (1960), el Che Guevara condena por su parte los atentados ciegos, que estima frecuentemente improductivos. Admite por el contrario el asesinato político y el sabotaje y predica el odio intransigente al enemigo: Un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.
Jacques Chirac, por su parte, declaraba que los procedimientos odiosos empleados por los terroristas impiden confundirlos, si ello pudiera ser, con la auténtica resistencia. La idea implícita es que una auténtica resistencia no se ceba jamás en terceros inocentes, afirmación que le experiencia histórica no tiende a confirmar. Toda guerra de partisanos produce víctimas inocentes, sin que la lucha llevada a cabo por la Resistencia francesa constituya una excepción. El FLN argelino, cuya lucha ha sido reconocida como legítima por importantes sectores de la opinión internacional, ha masacrado infinidad de inocentes, como la UNITA de Jonas Savimbi tiene la responsabilidad de la reciente masacre de Camabatela. De suerte que toda distinción entre terrorista y partisano fundada sobre la elección de los medios tropieza con obstáculos infranqueables.
Todo terrorista se describe como un resistente
Alain Touraine ha propuesto otra distinción: son terroristas quienes se pretenden la avanzada de una revolución social o nacional, pero que no pueden provocar la movilización de aquéllos en cuyo nombre actúan, pues su ideología no se corresponde con la de sus interesados (...). Inversamente, no se debería considerar mercenarios o aun terroristas a quienes recurren a la violencia legítima perteneciendo a un movimiento político, nacional o social, organizado y que tiene capacidad de movilización popular. Según esta teoría casi platónica de la ideología, bastaría ser capaz de movilización popular para no ser terrorista. El inconveniente radica en que la movilización raramente preexiste a la acción destinada a provocarla y en que, desde esta óptica, la Resistencia francesa bajo la Ocupación, por lo menos en sus comienzos, difícilmente habría podido escapar al calificativo de terrorista. En El Salvador, el apoyo popular incontestable de que goza la guerrilla no ha impedido al gobierno norteamericano aportar un sostén económico y militar masivo al gobierno salvadoreño.
El problema se complica por razones de estrategia semántica. Desde la Segunda Guerra Mundial, la figura del partisano, ilustrada por la resistencia al nazismo, juega en efecto de un prestigio o crédito moral que naturalmente todos los movimientos terroristas tienden a aprovechar. A la inversa, todo resistente es invariablemente calificado de terrorista por aquéllos a quienes ataca. El recurso sistemático a comparaciones tomadas con valor de sinónimos tiende así a instituirse en esquema de legitimación.
Las guerras coloniales y las luchas de los movimientos de liberación nacional, que frecuentemente han tenido éxito, han constituido también una referencia legitimante de primera importancia. La noción de ocupación, paralelamente, ha evolucionado. Ya no es más solamente territorial y militar, sino que puede ser también económica, cultural, ideológica y hasta mental. Puede ejercerse en términos de empresa de estructura, de presiones y dependencias diversas, entrañando alienaciones y fenómenos de subordinación de toda índole . La resistencia, pues, deviene ella misma multiforme y su concepto se aprehende de manera contradictoria en función de la subjetividad de los análisis. Una situación considerada como de paz por unos puede simultáneamente ser considerada de guerra por otros. Para los terroristas del Ejército Rojo, Alemania federal es un territorio ocupado por los USA; los que aceptan esta ocupación son colaboracionistas, mientras que quienes se les oponen son los resistentes. Los antiguos resistentes, aunque calificados en su momento de terroristas, denuncian esta amalgama.
Se trata de un camino dificultoso. Los teóricos liberales se empeñan sin embargo en plantear el postulado de la incompatibilidad entre el derecho del terrorismo y el de la democracia. La idea es que las sociedades liberales, recibiendo su legitimidad del libre ejercicio del poder soberano del pueblo, eliminan de este modo el derecho a la resistencia y a la insurrección. Dependiendo la ley de las mayorías regularmente constituidas por el sufragio, no habría posibilidad de usurpación del poder por un tirano ni, en consecuencia, de posibilidad de recurrir al tiranicidio. La mayoría transforma en derecho todo lo que hace, dice François Furet, olvidando que las peores dictaduras han tenido a menudo el apoyo de las masas. En síntesis, en último análisis, el terrorismo perdería toda justificación cuando atacara a las democracias, en este caso solamente.
Los caracteres distintivos del partisano
Considerar a la democracia liberal como incompatible por esencia con la tiranía y la usurpación, equivale, de hecho, a constituir a ese régimen en sinónimo de la legitimidad pura, acto de fe ideológica que no se puede, evidentemente, suscribir. Tal razonamiento reposa sobre una definición restricta de la tiranía y una concepción subjetiva de la libertad. Pasa por alto las alienaciones debidas a las coacciones anónimas y al poder impersonal. Confunde democracia formal con democracia real. Olvida que la legitimidad original de ciertas democracias puede ser a su vez discutida (lo que permite a muchos terroristas demandar una verdadera democracia). Y que en las sociedades occidentales modernas, la legitimidad del poder del Estado, teóricamente basada en la soberanía del pueblo, es cuestionada por todas partes, sea de manera radical sea bajo el ángulo de un escepticismo desengañado ante el espectáculo de una clase política que funciona como un sistema cerrado, en estrecha simbiosis con grupos de interés variopintos y con una casta de especialistas cooptados entre ellos y reinando por entero sobre una masa manipulada por los medios.
Toda tentativa de distinguir terrorista y partisano, sea en función de los objetivos que persiguen, de los medios que emplean o de las motivaciones más o menos legítimas de sus luchas, aparece en definitiva muy frágil. Esta incertidumbre se encuentra, además, en los textos del pasado que se han esforzado en diferenciar ambas figuras y en la diversidad de los tratamientos acordados a sus representantes.
Este parentesco entre los terroristas y los resistentes explica precisamente que la figura que los resume, a la cual se le pueden encontrar multiplicidad de ancestros en la historia, no deja de ser esencialmente moderna y apareció con la guerrilla llevada en España, entre 1808 a 1813, contra la ocupación napoleónica, y que influirá fuertemente, años más tarde, en la resistencia prusiana. En su Teoría del Partisano (Calman-Lévy, 1972), Carl Schmitt demuestra además que el partisano, combatiente irregular, no aparece plenamente como tal sino cuando, simétricamente, la noción misma de regularidad es determinada, es decir, en las épocas de las guerras de la Revolución y del Imperio.
Carl Schmitt enumera tres caracteres distintivos del partisano: su irregularidad, el alto grado de intensidad de su afiliación política (lo que lo distingue del criminal, cuyas motivaciones atienden al provecho personal y al enriquecimiento privado) y la gran movilidad de su accionar, caracterizado por la rapidez y la alternancia inopinada de la ofensiva y la retirada, en síntesis por un maximum de agilidad. Estos tres caracteres se aplican perfectamente al terrorismo moderno.
A estas tres características, Carl Schmitt agrega una cuarta: el carácter telúrico. El partisano, en efecto, está tradicionalmente ligado a un suelo, que defiende contra el invasor ocupante. Por ello se define como un combatiente de la tierra — un tipo específicamente terreno de combatiente activo-, por oposición al corsario o al pirata, que actúan en el mar. Este carácter telúrico se encuentra igualmente en numerosas formas de terrorismo, incluso cuando el terrorista se encuentra privado de todo acceso a su tierra, circunstancia que acentúa la internacionalización de la praxis del terror.
La cuestión fundamental que se plantea actualmente es la de la explosión del terrorismo. La literatura al respecto, frecuentemente anecdótica y cultivadora de lo sensacional en un dominio donde lo inverificable es la regla, resulta raramente esclarecedora. Ya hemos citado más arriba una de las causas: el crédito moral en forma de legitimación que se vincula desde hace cuarenta años a la noción de resistencia. Hay otros, evidentemente, posiblemente más esenciales.
Muchos observadores relacionan el desarrollo del terrorismo con la derivación hacia la violencia armada de cierta contestación izquierdista de los años sesenta y setenta. El fracaso del movimiento de mayo, principalmente en Alemania y en Italia, ha llevado indudablemente a persuadir a ciertos individuos y grupos a considerar que el terrorismo constituía la única vía para permitir la realización de los objetivos que el aburguesamiento de los proletariados occidentales y los meandros del reformismo político impedían obtener de otra manera. Las fuerzas de extrema izquierda tradicional habían planteado el dilema: terrorismo o revolución. Los partidos comunistas combatientes, partidarios de la guerrilla urbana, respondieron: revolución por el terrorismo. Esta radicalización teórica y práctica contribuye al desarrollo de la violencia social, en un contexto de desagregación general de los sistemas de valores colectivos, en el que toda autoridad tiende a ver desaparecer su legitimación.
Se alegan también factores psicológicos tales como la subdeterminación del yo con relación a la sociedad, la ilusión catártica de recrearse o simplemente de existir por el acto terrorista, la embriaguez de la potencia adquirida a buen precio, el culto de la acción por la acción, la confusión entre estrategia y praxis, el elitismo aristocrático del revolucionario, la fascinación de las armas, etc.
Se evoca el sentimiento de desesperación que nace de la inutilidad de las revueltas, de la clausura de los espacios de actividad, de la reglamentación siempre más presente de la vida cotidiana, de la extensión del anonimato propia de la sociedad de masas, del fin de toda esperanza alternativa. El terrorismo deviene entonces la expresión política suprema del mal de vivir frente a una sociedad siempre más apta a recuperar las luchas; un psicodrama que permite imitar, en vez de resucitar, las luchas ejemplares del pasado; un fenómeno de compensación para las personalidades inciertas, cuando no una puesta en escena ritual analizable a partir de las teorías de René Girard sobre la violencia fundadora.
Todo esto, en definitiva, no va evidentemente mucho más lejos.
En el extremo opuesto, otra explicación apela a la causalidad diabólica: el terrorismo resultaría de un gigantesco complot internacional cuyos hilos serían tirados por Moscú. En su acentuado simplismo, la idea, evidentemente, puede seducir a ciertos espíritus. Como la precedente, sin embargo, está lejos de explicar enteramente el fenómeno. Será por ello que las pruebas faltan y que los partidos comunistas occidentales no han sido los últimos en participar en la ofensiva antiterrorista.
Globalización de los conflictos
La aparición de superpotencias que se enfrentan, no directamente entre ellas, sino en todo el mundo por facciones interpuestas, es un factor muy serio. Favoreciendo el equilibrio nuclear los conflictos periféricos, al margen de los imperios existentes, la actividad de los grupos terroristas constituye el ejemplo mismo del conflicto de baja intensidad, que permite mantener la tensión sin llegar a los extremos. Este juego de las superpotencias está sostenido por la convicción, compartida por Washington y Moscú, que no puede haber en el mundo más que aliados de los Estados Unidos o de la Unión Soviética. El tercer mundo no existe, decía recientemente Alexander Haig, secretario de Estado norteamericano, lo que significa que la independencia de los terceros está excluida de entrada. De lo que resulta una globalización de todos los conflictos, tendiente a tornar imposibles la neutralidad o el no alineamiento, que se traduce principalmente en la transnacionalización de los modos de reclutamiento, de entrenamiento y de acción de los terroristas, y hace que se pueda hablar con justicia de terrorismo internacional.
Esta situación había sido prevista por Carl Schmitt cuando escribía: Podría ser que a la sombra del actual equilibrio atómico de las potencias mundiales, bajo la campana de cristal, por así llamarla, de sus gigantescos medios de destrucción, se perfile el campo cerrado de una guerra limitada y circunscripta, conducida con armas y medios de destrucción convencionales cuya graduación puede ser objeto de un acuerdo expreso o tácito de las potencias mundiales. Se llegaría así a una guerra controlada por tales potencias, a una especie de dogfight. Éste sería el juego aparentemente inofensivo de una irregularidad estrictamente controlada y de un desorden ideal, en el sentido que las grandes potencias podrían manipularlo (op. cit., p. 294).
Otra causa obedece a la evolución de las técnicas clásicas de la guerra que, en el curso del siglo, ha entrañado poco a poco la supresión de las distinciones tradicionales entre lo civil y lo militar, el combatiente y el no combatiente, la retaguardia y el frente. Potencia creciente de la artillería, bombardeos aéreos de ciudades enteras: la guerra moderna se parece cada vez más al terrorismo generalizado. La noción misma de beligerancia no depende más de declaraciones de guerra ni de armisticios. El estado de guerra en tiempo de paz es el que caracteriza, precisamente, a la actividad terrorista.
Se trata de una ruptura total con la tradición de la guerra limitada y del enemigo justo, propia del Antiguo Régimen. En el pasado, los europeos consiguieron no criminalizar a los adversarios que enfrentaban en sus conflictos armados. En otros términos, relativizaron la hostilidad limitándola a datos provisorios y contingentes. En la tradición clásica de la guerra, precisa Carl Schmitt, ella es conducida por el Estado en tanto que guerra de ejércitos estatales regulares entre sujetos soberanos de un ius belli, que se respetan hasta en la batalla, en tanto que enemigos sin discriminarse mutuamente como criminales, de suerte que la conclusión de una paz es posible y hasta resulta el modo normal y natural de una guerra (ibíd., p. 218). Luego, el terrorista, como el partisano, se considera el sujeto de una guerra a justa causa, no de una guerra a iustus hostis. El combate que lleva es un combate total, permanente, en el que la paz es impensable, porque equivaldría a contemporizar con el mal. En tal guerra, la victoria no tiene más que un sentido: la eliminación definitiva del adversario.
Lenin, admirador y gran lector de Clausewitz, veía con justicia a la guerra de partisanos como el tipo mismo de la guerra total. Tal guerra se parece no a las antiguas guerras interestatales sino a las guerras de religión. Planteado absolutamente, el fin santifica los medios. No solamente la guerra no está más subordinada a la política, sino que tampoco es más la prolongación de la política por otros medios. Es la política misma, planteada así como sinónimo de militar.
De la misma manera, si, en el pasado, la maldad del tirano justificaba eventualmente la rebelión en su contra, ello no atentaba por tanto contra el carácter sacro del poder. Habiendo eliminado el Estado moderno toda trascendencia, por el contrario el poder no es jamás redimible. Es tan maligno en su principio como lo es quien lo encarna, y todos los medios que permiten abatirlo son buenos.
La toma de rehenes es una de las consecuencias lógicas de esta desaparición de la distinción clásica entre el combatiente y quien no lo es. Se funda sobre la idea de que existe, entre el rehén y el adversario que se trata de anular, mucha solidaridad natural o intereses comunes como para que la suerte del primero afecte la conducta del segundo, permitiendo de esta manera ejercer una presión fructífera. Cuando las tropas prusianas, en 1870/1871, toman rehenes para protegerse de los francotiradores, parten del postulado que éstos no aceptarán que civiles inocentes paguen el precio de sus acciones. Inversamente, cuando los terroristas toman rehenes en la esperanza de doblegar la política de un gobierno extranjero, descartan que éste aparecerá como responsable de sus vidas a los ojos de una opinión pública alertada por los medios. En ambos casos, el cálculo puede sin embargo revelarse falso: los francotiradores pueden pensar que, dejando fusilar a los rehenes, se convertirán en mártires cuya desgracia hará reclutar nuevos partisanos; el gobierno puede persuadir a la población sobre la necesidad de no ceder al chantaje bajo pena de verlo repetirse indefinidamente.
Se destacará al pasar que existen ciertos puntos comunes entre la toma de rehenes por los terroristas y la existencia de arsenales atómicos. El principio de la disuasión nuclear reposa en efecto en la amenaza de un terror diferido: toda la población potencialmente alcanzada por un arma atómica deviene el rehén de la potencia propietaria de tal arma.
Otra causa de la extensión del terrorismo reside incontestablemente en su rentabilidad. Esta eficacia del terrorismo, ciertamente desde la perspectiva de los objetivos que él se asigna (y que no son necesariamente los mismos que proclama hacia afuera como propios) puede ser discutida. Volcado a la guerra contra el aparato del Estado, el terrorismo, por ejemplo, tiene más bien el efecto de reforzarlo. Cuando se trata de luchar contra el terrorismo, los controles policiales, la vigilancia de fronteras, las pesquisas a toda hora, la constitución de inmensos ficheros informativos, devienen rápidamente legítimos a los ojos de la opinión. De una manera más general, del mismo modo en que mayo 1968 se limitó a oponerse a la sociedad del espectáculo, el espectáculo invertido de una antisociedad efímera ha podido sostener que el terrorismo no afectaba en nada el totalitarismo dulce de las sociedades mercantilistas.
El razonamiento puede, sin embargo, invertirse. La organización espectacular, nota Raoul Vaneigem, incita más imperativamente a la violencia que los anarquistas del pasado. Los terroristas, en efecto, han sabido identificar bien el punto vulnerable de las sociedades occidentales, a saber la dependencia de los gobiernos de las opiniones públicas que no se conmueven verdaderamente sino con los acontecimientos espectaculares (toma de rehenes, atentados ciegos, desvíos de aviones), de los que se nutren los medios, devenidos la imaginación colectiva de nuestro tiempo. En una época en que, en los Estados Unidos, el minuto de publicidad televisiva en las horas de mayor audiencia se paga hasta 250.000 dólares, el terrorismo aparece como extremadamente rentable para difundir una causa o una reivindicación.
La publicidad brindada a los terroristas no les permite solamente hacerse conocer, sino que también les facilita frecuentemente alcanzar en concreto sus fines. La toma como rehenes de los pasajeros del avión de la TWA descendido en Beirut hace algunos meses, efectivamente obligó a Israel a liberar varios miles de prisioneros detenidos en Atlit. Los atentados de la Yijad islámica prácticamente han vaciado Beirut de toda presencia occidental. Y, para obtener la liberación de sus ciudadanos presos en el Líbano, Francia y los Estados Unidos no tuvieron más remedio que negociar con sus captores.
En una época en que las guerras, aun convencionales, representan formidables dispendios financieros, el terrorismo, que permite al más débil ejercer una coacción sobre el más fuerte, se evidencia por el contrario como extremadamente económico. Es por ello que ha sido frecuentemente definido como el arma de los que no tienen armas, el medio de los que no tienen medios. Anis Nacache, condenado en 1982 aprisión perpetua por haber intentado asesinar al ex Primer Ministro iraní Shapur Baktiar, declara: La toma de rehenes, cuando es política, constituye el arma de los pobres (..) Somos un pueblo pequeño y un pequeño país desgarrado. Carecemos de aviones de caza para poder bombardear la capital de nuestro adversario, como ha hecho Francia con Nueva Zelanda. Apoderarse de algunos rehenes y obtener, por su liberación, cientos de millares de dólares en armamentos sofisticados, resulta efectivamente de un principio que puede enunciarse así: débil poderío militar, fuerte rentabilidad estratégica.
Si se quiere explicar la explosión del terrorismo, corresponde sin embargo evocar igualmente la evolución y difusión de ideologías que han hecho volar en pedazos las nociones de legalidad y legitimidad. También las resistencias y las insurrecciones a las cuales el éxito ha dotado de una suerte de justificación retrospectiva, han jugado un papel importante.
En política, la legitimidad designa un principio de justificación de la autoridad, es decir de justificación del poder y del uso que de él se hace, la cual funda el deber de obediencia a la autoridad legítima. La necesidad de tal justificación resulta de que, en toda sociedad, existen relaciones de subordinación cuyo principio de aceptabilidad debe inscribirse en parte en suscitar cierto consenso. La legitimidad, en otros términos, transforma el poder de facto en un poder de jure. Lex facit regem — la ley hace al rey-, aunque, en la práctica, sea el rey quien hace la ley. La definición de lo que es legítimo entraña a la vuelta la definición de lo que es ilegítimo: frente a un poder viciado de ilegitimidad, la acción para deponerlo deviene legítima. Tal es la fuente, entre otras, de la teoría del tiranicidio que, en la historia, paralelamente al derecho de insurrección, ha sido constantemente formulada, tanto en la Antigüedadcomo en el derecho musulmán, en Tomás de Aquino como en los monarcómacos protestantes, etc.
La noción de ilegitimidad no es, evidentemente, unívoca. Se puede demostrar que un poder es justo refiriendo a un origen dado o al uso por el cual ese poder es concebido, a valores morales y también a criterios utilitarios. En todos los casos, se ha planteado el problema de los postulados pues, aunque la legitimidad reenvía a la ley, legalidad y legitimidad no son sinónimas: contra el positivismo jurídico, debe admitirse que la ley puede ser ilegítima. Es por ello que suele invocarse la idea de ley intemporal para fundar la legitimidad. Otras fuentes de ella pueden ser la creencia, la conformidad con el orden cósmico o el bien común, la costumbre y la tradición, la Constitución, el contrato social, el principio de mayoría, etc. Sin embargo, cuando se examinan las teorías modernas de la legitimidad, se constata que casi todas ellas hacen reposar su principio en la voluntad general, aunque ella revista la máscara de una pura forma jurídica. ¿No sería más simple, en estas condiciones, sacar la máscara y decir abiertamente que es la voluntad política la que confiere la legitimidad? La relación entre la ley y la política se encuentra entonces invertida. Es la voluntad general la que legitima la acción de los legisladores y no a la inversa. De esta evolución el terrorismo extrae esta lección: siempre es posible oponer una voluntad política a otra.
La noción de legitimidad, de otra parte, ha evolucionado en el sentido de una subjetividad cada vez mayor. Acrecentada progresivamente a partir del siglo XVI, la autonomía de la razón pura reenvía poco a poco el juzgamiento de lo que es legítimo a una elección de conciencia, es decir a la sola opinión subjetiva individual. El calvinismo ha jugado en este sentido un papel importante al poner en duda la idea misma de legitimidad política, de lo que se deduce que el ciudadano puede remitirse a su propio juicio en cuanto a la legitimidad de los gobiernos y de las leyes (C.fr. las bien conocidas tesis de Grotius sobre el derecho a la desobediencia, fundador de la objeción de conciencia). Deviniendo cada uno apto para decidir sobre la normatividad, y siendo los hombres diferentes, se sigue que la legitimidad no es más el objeto de ningún consenso y que cada cual la puede proclamar o rechazar a su antojo. Subsiste entonces sólo una relación de fuerzas, lo que modifica radicalmente la naturaleza misma del Estado. Eso que se denomina gobierno, escribe Hegel, es solamente la facción victoriosa, y justamente del hecho de ser una facción resulta inmediatamente la necesidad de su decadencia.
El terrorismo saca sus conclusiones de esta evolución: la ley soy yo; el poder no se pide, se toma: frente a la ilegitimidad de la violencia institucionalizada, la violencia que se le opone es necesariamente legítima. La legitimidad que reivindica el terrorista se aprehende entonces en diversos niveles. Proviene en principio de una injusticia (patria ocupada o perdida, genocidio impune, alienación social, explotación). Pasa a residir de seguido en un principio: la injusticia existente justifica por ella misma el recurso a los medios aptos para ponerle fin, a comenzar por la violencia. Se conforta en fin en la idea de una causa colectiva que oculta la subjetividad de la empresa: recurriendo a las nociones de vanguardia, brazo armado, defensa avanzada, etc., el terrorismo proclama su acuerdo ontológico profundo con la voluntad popular, el pueblo real o la esencia alienada. Y como el poder, en los países occidentales, no está más encarnado solamente por el tirano, sus encarnaciones y representantes son innumerables y, sobre todo, cualquier autoridad puede ser interpretada fácilmente como coacción ilegítima, o sea como violencia, todo individuo puede, en el límite, ser tenido por responsable del orden social injusto que tolera. No hay más víctimas inocentes.
La legitimidad: un concepto ambiguo
Pero, para el terrorista o el partisano, el problema de la legitimidad se plantea aún en otro nivel. Como dice Schmitt, la irregularidad del partisano resulta tributaria del sentido y el contenido de un sistema regular concreto. Combatiente irregular, el partisano no puede satisfacerse con la legitimidad que se atribuye a sí mismo; es menester que procure hacer reconocer esta legitimidad por eso que Rolf Schroers llama un tercero interesado, faltando el cual será inevitable y universalmente considerado como un criminal de derecho común, justiciable con medidas estrictamente policiales. Una primera etapa consistirá entonces en hacer reconocer el carácter político, y por tanto desinteresado, de su empresa. Una segunda, a hacer admitir la justicia de su causa. Una tercera, a hacer solidarizar con su acción a terceros cuya autoridad legítima no puede ser puesta en duda.
No contento de proveer armas y municiones, de aportar dinero, ayuda material y medicamentos de toda especie, escribe Carl Schmitt, la tercera potencia procura también cierta suerte de reconocimiento político del que el partisano que combate irregularmente necesita para no caer, como el bandido o el pirata, en el dominio de la criminalidad (op. cit., p. 290). La Resistencia francesa, denunciada como terrorista por las autoridades de Vichy, era reconocida por los Aliados. El FLN, calificado de terrorista por París, era reconocido por numerosos gobiernos extranjeros. Ocurre lo mismo hoy día con la OLP y los terroristas de las FARL o del CSPPA, a quienes Estados regulares aportan indirectamente una legitimación.
Es a la luz de estas consideraciones sobre la legitimidad o la ilegitimidad que conviene examinar el concepto muy ambiguo, pero frecuentemente empleado, de Estado terrorista, concepto aplicado tanto a la violencia estatal como al apoyo, directo o indirecto, aportado por un Estado regular a las actividades terroristas, como también a la lucha de los Estados contra el terrorismo en tanto que emplean los mismos medios que los usados por él.
Está claro que no hay acto habitualmente reprochado a las organizaciones terroristas que no haya sido cometido, frecuentemente a gran escala (o con los efectos más consecuentes), por Estados regulares. Tanto la CIA como el KGB jamás hesitaron en organizar atentados o asesinatos políticos, fomentar golpes de Estado, organizar provocaciones o poner en práctica sutiles operaciones de desestabilización de las opiniones públicas y de los gobiernos. El atentado contra el Rainbow Warrior, navío de la organización Greenpeace, organizado por la DGSE con el aval del gobierno francés, entra en la misma categoría. Esta violencia estatal es utilizada por los terroristas para justificar sus propias acciones y denunciar la hipocresía de quienes los combaten. La comparación, sin embargo, tiene límites. La violencia estatal es un hecho, pero se distingue de la violencia terrorista en que emana de una instancia regular, universalmente reconocida como tal. El Estado goza, en efecto, de un gran privilegio, cual es poder transformar el derecho en ley y de adoptar legalmente una decisión. Un Estado puede dedicarse a actividades terroristas, puede incluso actuar al margen de sus propias leyes. Siempre le será fácil legitimar sus actividades por el solo hecho que es una instancia regular.
El terrorismo de Estado, en otros términos, funda su legitimidad en la razón de Estado, mientras que el terrorista, en la mayor parte de los casos, funda la suya en la refutación de esa misma razón de Estado.
En la lucha contra el terrorismo, el Estado encuentra además otra legitimación: la justificación por la eficacia. El problema es viejo. El 12 septiembre 1813, Napoleón ordenaba al general Lefévre: Es menester operar como partisano en donde hay partisanos. ¿Se debe operar como terrorista contra los terroristas? Algunos no se resignan a ello y afirman que un Estado de derecho no puede, sin renegar de sí mismo, usar contra los terroristas los medios que éstos emplean contra él. El contraterrorismo consagraría, a su ver, el triunfo del terrorismo. La cuestión consiste, evidentemente, en saber qué queda cuando no se quiere ni reprimir ni sufrir.
Los Estados regulares raramente se embarazan de escrúpulos. Al final de la guerra de Argelia, el gobierno francés no hesitó en recurrir al contraterrorismo para luchar contra los activistas de la OAS. El Estado de Israel, cuyos fundadores recurrieron ellos mismos al terrorismo en la época del mandato británico en Palestina, corrientemente hacen eliminar a sus adversarios por medios por lo menos expeditivos; el Mossad (servicios especiales) es la encarnación armada de ese contraterrorismo de Estado.
Un paso suplementario en esta dirección ha sido dado con el bombardeo israelí al cuartel general de la OLP en Túnez, el apresamiento en pleno vuelo de un avión egipcio que transportaba a los piratas del Achille Lauro y el raid sobre Trípoli y Bengazi efectuada por los F-111 norteamericanos con base en Gran Bretaña y los aviones de asalto de la VI Flota (abril 1986), a riesgo de desencadenar una reacción en cadena de la cual los países de Europa meridional hubieran sido las primeras víctimas -raid pretendidamente destinado a vengar inocentes pero que no afectó principalmente más que a civiles y niños-. Estas represalias militares se efectúan contra Estados soberanos, en violación del derecho internacional y dentro de una lógica de guerra no declarada. El proceso de internacionalización y de desregulación de los conflictos engendrado por el terrorismo ha alcanzado así una nueva dimensión.
El apoyo que ciertos Estados o gobiernos darían a grupos terroristas dan lugar además a especulaciones sin número. Países como los Estados Unidos aducen frecuentemente pruebas decisivas al respecto, pero ello no es unánime y como, de todas maneras, tales pruebas no son dadas a conocer a la opinión, ellas requieren para ser admitidas de un acto de fe puro y simple.
Se puede ciertamente pensar en que hay algo de cierto en esas afirmaciones perentorias que reenvían todo a un encadenamiento de influencias, de manipulaciones y de contramanipulaciones. En el Cercano Oriente, por no tomar más que este ejemplo, la aparición al margen del Fatah de grupos de resistencia palestina como la Saika prosiria o el Frente de liberación árabe pro iraquí, hace incontestablemente concluir los intereses de estos grupos terroristas con los de ciertos Estados. Se remarca igualmente, siempre en el Cercano Oriente, que las negociaciones derivadas de las acciones terroristas no se llevan nunca a cabo con los responsables de tales acciones sino con los Estados que, asegurando no haberlas suscitado ni ocultado, están por lo menos suficientemente cercanos a sus autores como para proponer creíblemente su mediación. Al anonimato de los grupos terroristas se corresponde la clara visibilidad del Estado mediador, escribe Allan Dowes, según quien el terrorismo de Estado podría ser definido como la voluntad de desestabilizar para cosechar los frutos del desorden y reequilibrar las relaciones juzgadas desventajosas o desiguales (op. cit.).
¿Corresponde entonces considerar Estado terrorista a aquél que brinda abiertamente su apoyo a los movimientos insurreccionales o de liberación nacional que cometen actos terroristas? Ejemplos: la ayuda norteamericana a los Contras nicaragüenses y a los maquis angoleses de la UNITA, el auxilio libio a la oposición chadiana, la soviética a los terroristas surafricanos de la ANC, etc. La respuesta es frecuentemente subjetiva pues depende considerablemente de la legitimidad que se atribuya a esos movimientos con relación a las causas que pretenden defender. Adoptando una política de sostén abierto a tales movimientos, rompiendo abiertamente con la doctrina Nixon definida en Guam en 1969, los Estados Unidos han sobrepasado, en 1983-1984, una etapa importante de las relaciones internacionales. Según ella, todo régimen hostil a los Estados Unidos es considerado en adelante como aliado objetivo del Kremlin y puede por ende ser combatido con las armas. El apoyo a los terroristas bien orientados deviene así un elemento central de la confrontación americano-soviética, razonamiento compartido por los dirigentes del Kremlin.
En fin, en el capítulo del terrorismo de Estado no debería excluirse la participación provocativa de ciertos Estados en actividades terroristas simultáneamente denunciadas ruidosamente a la opinión. Se dice que, a finales del siglo pasado, la Ojrana zarista, estaba preparada a colocar a uno de sus principales sabuesos, el célebre Azev, a la cabeza de la Organización de combate de los socialistas revolucionarios, y que no hesitó, por razones de credibilidad, a hacer matar al ministro del Interior, Plehvo, ¡por sus propios agentes! Estas prácticas no han desaparecido hoy en día. Desde el atentado de la Piazza Fontana (1969) hasta las masacres de Brescia (1974) y de Bolonia (1980), pasando por el pretendido complot Borghese de la Rosa de los vientos, el atentado de la estación ferroviaria de Milán y el asesinato de Aldo Moro, se dice ahora que los servicios especiales italianos del SID (hoy disueltos tras el arresto de su jefe, el general Miceli) no han sido ajenos a la mayor parte de los atentados atribuidos, en los años setenta, a anarquistas, situacionistas, neofascistas, etc.
¿Manipula el Estado a los terroristas?
En su libro Du terrorisme et de l'Etat. La theorie et la pratique du terrorisme divulguées pour la premiére fois (Del terrorismo y el Estado. La teoría y la práctica del terrorismo divulgadas la primera vez), el situacionista italiano Sanguinetti no vacila en afirmar que el Estado italiano ha sido el organizador de todos los grandes atentados perpetrados en los últimos años. Considerando al terrorismo como el último enigma de la sociedad del espectáculo, escribe: Quien quiere el poder en Italia debe demostrar que sabe conducir el terrorismo. Según Sanguinetti, el objetivo del Estado al manipular el terrorismo es hacer creer a la población que no lo soporta más o que lo combate, que tiene al menos un enemigo común con él, del cual el Estado la defiende a condición de no ser cuestionado. Se trata, en otros términos, de plantear al terrorismo como un mal absoluto (una lepra, dice Jacques Chirac), de suerte que todos los demás males, seguramente más reales, pasan a un segundo plano y deben ser olvidados: Dado que la lucha contra el terrorismo coincide con el interés común, constituye entonces el interés general, y el Estado que conduce generalmente es el bien en él y por él.
Hemos hablado más arriba de la legitimidad. Tendenciosamente, ella deviene, en nuestros días, puramente económica. Más busca el individuo su libertad en el goce de su vida privada, explica Jan Marejko, más advierte que el Estado se metamorfosea en un mecanismo autorregulado de acrecimiento de bienes y recursos. Desde que la libertad política no es concebida más como participación en el orden de la colectividad, la legitimidad política reside sobre todo en la capacidad del Estado de aumentar el campo de ejercicio de la libertad de goce. La legitimidad depende, entonces, pura y simplemente de la capacidad de los aparatos sociales, restando la cuestión subsidiaria de saber, como dice Marejko, si una legitimidad fundada sobre una racionalización de la sociedad garantizando el progreso material es todavía una legitimidad. Carl Schmitt, hace medio siglo, se expedía ya por la negativa. Para él, la legitimidad del Estado liberal moderno equivale a la negación de toda legitimidad por evacuación de su contenido político.
La política implica el amigo y el enemigo. Simple limitación del conatus, no equivale a la paz. La guerra prosigue la política; ésta suspende la guerra, pero subsiste potencialmente una violencia diferida. Luego, la política actual abandona sus instancias tradicionales. Y se puede preguntar si el terrorismo, creador de situaciones de urgencia y de estados de excepción, fenómeno irracional opuesto a la racionalidad gestionaria de nuestro tiempo, no es también una manera de reacción contra lo que Carl Schmitt ha llamado la despolitización por la polaridad ético-económica, es decir la implosión proliferante de la política en una sociedad dominada por la moral (la ideología de los derechos humanos) y los valores mercantiles.
No es sin razón que los autores liberales han interpretado a veces el incremento del terrorismo como un retorno a lo arcaico, en el sentido de un resurgimiento brutal, patológico, de lo político en el interior de una sociedad que pretende pasar sin ella. El terrorismo enmascara en efecto la ilusión de una política integralmente transparente y racional. Rompe el anonimato y la abstracción del Estado moderno y los sustituye por el universo concreto del poder encarnado. Así, sin saberlo, escribe François Furet, retorna un conjunto premoderno de representaciones políticas (...) La ideología del terrorismo recusa por una parte la abstracción de la idea moderna del poder, sin cuerpo ni carne, ficción frágil de una soberanía sometida a la ley del número, pero también, por la otra, el principio individualista que está en su base. Sustituye una idea organicista, una representación de tipo holista del cuerpo social, en la cual la definición moderna recorta en realidad la concepción medieval de la sociedad como un conjunto de unidades jerarquizadas donde lo superior engloba a lo inferior.
El terrorismo es político en el más alto grado, sea por sus motivaciones, sus métodos o sus objetivos. Fenómeno aberrante en muchos aspectos, su desarrollo es significativo de la degeneración de las formas de autoridad y de acción política tradicionales. En el seno de una sociedad que no vive sino para el confort, la seguridad y el mejoramiento de sus condiciones de vida materiales, testimonia así, hélas, que el hombre es el único ser en la tierra que mata y muere, entre otras, por las ideas.
[1] Para disgusto de los nostálgicos de las Cruzadas que quieren interpretar los conflictos del Líbano a través del esquema simplista cristiandad contra Islam, la realidad es infinitamente más compleja. El mayor arte de los terroristas de FARL, comenzando por Jorge lbrahim Abdallah, son cristianos del rito oriental greco ortodoxo o de la iglesia autocéfala del Patriarcado de Antioquía. Los mismos cristianos maronitas se dividen entre partidarios y adversarios de Siria (a finales de septiembre 1985, los enfrentamientos intercristianos entre Elías Hobeika y Samir Gagea dejaron 65 muertos y 220 heridos). Igualmente los cristianos libaneses son numerosos en el seno del PC y del partido social nacional sirio. Miguel Aflak, fundador del partido Baas en Siria, es cristiano. Lo es también Tarek Aziz, quien dirige la diplomacia nacional iraquí. En general, en el Cercano Oriente, casi todos los padres del nacionalismo árabe (no confundir con la revolución islámica, fundamentalmente hostil a todo nacionalismo político), han sido cristianos. Juegan igualmente un papel de primer nivel en las organizaciones palestinas, con Ibrahim Souss, representante de la OLP en París, Ibrahim Ayad, miembro del Consejo Nacional palestino, Nayef Hawatmeh y Jorge Habache, dirigentes del Frente Popular de liberación de Palestina (FLP), etc.
[2] Jacques Vergés, abogado de Lyon, fue combatiente en la Resistencia. Abrazóapasionadamente la causa del FLN, al punto de convertirse al islamismo y desposar a una argelina musulmana. Ha sido defensor de procesados tan dispares como la Fracción del Ejército Rojo alemana, los terroristas armenios de Orly, Georges Ibrahim Abdallah y Klaus Barbie. Llegó a convertirse en una suerte de intérprete del famoso Carlos. (N. del T)