Desde finales de la década de los 80 del siglo pasado, el escenario político europeo ha cambiado radicalmente. Habiendo renunciado a sus visiones utópicas, así como a sus ilusiones, después de la caída del Muro de Berlín y el colapso del sistema soviético, la mayoría de la izquierda entiende que lo que se busca a través del “socialismo”, bien podría lograrse dentro del Estado de bienestar, es decir, del Estado liberal, precisamente cuando la diferencia entre el liberalismo y la socialdemocracia estaba dando paso a una nueva forma: el “Estado-espectáculo integrado” de Guy Debord, el “capital-parlamentarismo”, de Alain Badiou. Abandonando toda posición crítica, la izquierda aceptó la economía de mercado, para volcarse exclusivamente en una reactivación del “antifascismo”, que, en ese momento, sólo podía servir como una especie de sentimentalismo moralizante. Después de haber perdido a su adversario natural, la derecha entró en una grave crisis de identidad. Había aceptado gradualmente posiciones culturales “izquierdistas”, especialmente en el terreno social y moral, mientras que la izquierda estaba adoptando lentamente posiciones de “derecha” en materia económica. En el contexto general de idolatría de los bienes y comodidades, la ideología de los “derechos humanos” se convirtió en la base para un nuevo consenso y, al mismo tiempo, un sustituto del pensamiento político, cuando, en realidad, no era más que la expresión de un discurso moral fundamentado jurídicamente.
Este reajuste de programas y agendas ha llevado al electorado a pensar, no sin justificación, que ya no hay una diferencia fundamental entre la izquierda y la derecha, y, al mismo tiempo, a tratar de situarse fuera de esta obsoleta división. Las consecuencias son bien conocidas: el incremento constante de la tasa de abstención, la dispersión de los votos entre los numerosos candidatos, el ascenso del voto de protesta que beneficia a los extremistas, la desaparición de los electorados tradicionales definidos por criterios sociológicos, profesionales o religiosos. Mientras que entre las dos guerras mundiales cada familia política (comunistas, socialistas, liberales-conservadores, nacionalistas) tenían su propia cultura e, incluso, su propio lenguaje o particular estilo de vida, la homogeneización de los estilos de vida, acelerados por el consumismo y los medios de comunicación, se traducen ahora en un aplanamiento creciente del comportamiento electoral, pero también, paradójicamente, en una fragmentación del electorado.
Los votantes, que ahora tienen más conciencia de pertenencia a varios grupos sociales al mismo tiempo, y que están menos influenciados por las ideas generales, menos movilizados por las representaciones colectivas, votan sucesivamente por diferentes candidatos. Ya no buscan un partido que represente o responda exhaustivamente al reflejo de sus puntos de vista, saltando de un partido a otro en función de sus intereses del momento. Las ofertas políticas están también cada vez más fragmentadas. Los políticos, cuyos discursos están siempre distorsionados por la presión de los medios de comunicación, ya no logran otra cosa que mayorías circunstanciales, y que varían según los temas en juego. Los votantes ya no tienen que elegir entre los representantes, que encarnan conceptos en conflicto del interés general, sino entre equipos de profesionales que se esfuerzan para responder a las demandas contradictorias, vinculados a otros tantos intereses particulares. La fragilidad de la opinión y la incertidumbre de los conocimientos producen una política fundamentalmente vacilante, carente de fundamentos y generadora de indecisión. Como señala Marc Abélès: «Esto lleva a un estilo de gobierno condicionado por la heterogeneidad de las demandas, como puede verse por la afluencia de reivindicaciones categóricas y las respuestas dadas en cada caso concreto».
Una gran crisis de representación se está desarrollando, cuya causa principal es la complejidad de los conflictos de legitimidad: no descansa ya sobre fundamentos jerárquicos, como en la época en la que la legitimidad primaba naturalmente sobre lo demás. Frente a esta crisis, los políticos dependen obsesivamente de las encuestas, igual los patricios romanos consultaban los oráculos. Los institutos demoscópicos de investigación, que a menudo se equivocan, sirven igualmente para llevar a cabo estudios de mercado. La evaluación de las intenciones de voto de ciertos “paneles representativos” con determinado poder adquisitivo, sólo obtienen respuestas a las preguntas formuladas, lo que les permite hacer caso omiso de las inquietudes planteadas por los votantes. La democracia política se transforma en una democracia de opinión, y la acción política en la “gestión pura de las limitaciones económicas y las demandas sociales” (Alain Finkielkraut). Obviamente, la opinión pública no tiene nada que ver con la voluntad general.
Mientras los políticos se esfuerzan por recuperar la confianza de los votantes, se abre una brecha entre los ciudadanos y una clase política que parece no tener otra ambición que no sea la de perpetuarse. Esta brecha se ensancha aún más entre los desafíos de la época y las respuestas institucionales, entre la moral y el derecho, los avances de la tecnociencia y la legislación relacionada con la misma. En otras palabras, hoy la Nueva Clase no recibe más de un tercio de los votos del electorado. Como escribe Werner Olles: «Más allá de los grandes objetivos proclamados, se hace evidente que los políticos constituyen una clase homogénea, que busca, ante todo, su propio interés. Entonces, los políticos no sólo son desacreditados por su hipocresía, sino también por las ideas que transmiten, que parecen vulgares coartadas. Los conceptos de soberanía y representación popular pierden su brillo y, de repente, parecen ideas vacías destinadas a ocultar la toma del poder por una nueva y oligárquica clase especializada».