Para el liberalismo, la guerra no es menos anormal. El acto guerrero es por naturaleza antiliberal y antimercantil.
Para el liberalismo, la guerra no es menos anormal. El acto guerrero es por naturaleza antiliberal y antimercantil. En la guerra no puede haber una "mano invisible" que establezca un equilibrio espontáneamente armónico entre la "oferta" y la "demanda". El desequilibrio es la regla, y con él su corolario: la "explosión" del conflicto. El optimum económico es un equilibrio; el optimum polemológico, un desequilibrio.
Si los Estados liberales son tan a menudo incapaces de defenderse, es porque la idea misma de la existencia de un enemigo les es insoportable. Situándose en una óptica economicista, no pueden ni pensar la guerra ni razonar "normalmente" de manera polemológica. Las relaciones sociales son necesariamente para ellos relaciones de "diálogo" y de reciprocidad. El acto elemental del pensamiento polemológico consiste en determinar los medios para disminuir el número de enemigos; el acto elemental del pensamiento mercantilista consiste en determinar los medios para aumentar el número de clientes.
"El Estado, primer administrador de las sociedades mercantilizadas, señala François Perroux, tiene como método característico la composición y el compromiso: sería inoportuno y a todas luces imposible hacerse enemigos mortales entre clientes, en el sentido político y comercial de este término (Economie et société, PUF, 1960). Es fácil para un liberal ponerse mentalmente en el lugar de un cliente. Le es mucho menos fácil pensar el pensamiento de quien se declara su enemigo.
El comportamiento guerrero es, además, incompatible con la idea liberal de que cada individuo busca su "máximo interés”. De hecho, escribe Carl Schmitt, "en una sociedad cuya razón ser es económica y cuya organización, es decir, el funcionamiento previsible, se sitúa en las categorías económicas, es imposible imaginar ninguna consideración que permita exigir a un miembro cualquiera de esta sociedad que sacrifique su vida en interés de su buen funcionamiento. Una exigencia de tal tipo estaría esencialmente en contradicción con los principios individualistas de una organización liberal de la economía" (La notion de politique, Calmann-Lévy, 1972).
Existe una relación evidente entre la hostilidad liberal frente a la idea de la guerra y la hostilidad a la política. Efectivamente, es sólo partiendo de lo político como se puede llegar a la polaridad amigo-enemigo: la distinción específica de la política, dice Carl Schmitt, es "la discriminación de amigo-enemigo"). (El enemigo designado de esta forma es el enemigo público, en latín hostis, y no el enemigo privado, inimicus). El liberalismo no cree que la guerra pueda repetirse eternamente, porque no cree en la perennidad de la política como medio privilegiado de las relaciones entre las comunidades humanas.
Clausewitz, como se sabe, ha demostrado que, de la misma forma que la segunda función de la trifuncionalidad indoeuropea (la guerrera) está necesariamente subordinada a la primera (soberanía), la guerra no es nada más que la prolongación de la política por otros medios. "La guerra de una comunidad, escribe, surge siempre de una situación política y no resulta más que de un motivo político. He aquí la razón que explica que la guerra sea un acto político" (De la guerre, Minuit). Esta afirmación sigue evidentemente siendo válida hoy en día.
La decadencia de los valores militares ha corrido parejas lógicamente con el ascenso de los valores burgueses y liberales. Estrechamente ligados a los valores aristocráticos de sacrificio y de gratuidad, estos valores no podían sino revelarse incompatibles con el mercantilismo y el utilitarismo —tal como había visto perfectamente Proudhon, que criticaba con acierto los análisis marxistas que hacían del ejército un "simple útil de la burguesía".
La guerra, para el liberalismo, es un obstáculo para la libertad de comercio, de la que, por otra parte, se espera que instaure un estado de paz universal. El papel del ejército es asegurar esta libertad. El militar, en estas condiciones, no es más que un auxiliar de la actividad económica; sus valores no pueden tener un alcance normativo en el interior de la sociedad. Los lazos privilegiados que, en el trasfondo general de una sucesión cronológica de edades, asociaban la primera y la segunda función, habían constituido durante mucho tiempo la base del pacto entre el guerrero y el soberano. Con la Revolución francesa, la disciplina militar se encontrará privada de la fidelidad al príncipe. En adelante "no se fundará más que en el concepto abstracto de deber militar, a través del que debe establecerse la autoridad del poder civil sobre un ejército-máquina, del que sólo se espera eficacia y lealtad" (Pierre Ordoni, Le pouvoir militaire en France, vol 2, Albatros, 1981).
Esta evolución está en el origen de los conflictos entre el ejército y el poder, y principalmente de los levantamientos militares que se producen cuando el orden militar constata la carencia de la primera función, e intenta suplirla. Estas tentativas, que están condenadas al fracaso (pues precisamente la segunda función no puede encarnar la primera), se traducen por "purgas" que transforman el ejército en una burocracia "con galones".
El carácter irreal de las doctrinas igualitarias en materia de conflicto salta a la vista. Estas doctrinas conducen, entre sus partidarios más ingenuos o los más rigurosos, al pacifismo.
Ahora bien, frente al hecho de la guerra, este pacifismo sigue siendo una idea. Decir que uno no hará la guerra, y que no reconoce ningún enemigo, no impide que el "otro" nos considere como su enemigo.
"Los pacifistas no han comprendido apenas la política, escribe Julien Freund. Es por lo que se lanzan a ella tan ardientemente y tan tontamente. Ignoran que la paz es un asunto político como la guerra, y que ésta no depende de las intenciones de los pacifistas. Por mucho que insista en mi amistad ante el enemigo que quiere someterme, soy su enemigo desde el momento en que éste quiere que así sea (Le Quotidien de Paris, 31 diciembre 1981).
El igualitarismo, desgraciadamente, no conduce únicamente al pacifismo. Conduce paradójicamente a una evolución de la guerra, que se traduce por su agravación y su generalización. Lo inhibido, en este campo como en otros, acaba por volver con más fuerza. Negar la "normalidad" de la guerra, rehusar tener en cuenta el conflicto como parte integrante de lo real, no conduce a suprimir la guerra, sino a "desmultiplicarla".
Mientras que en el pasado, las guerras eran limitadas —con la excepción reveladora de las guerras de religión y las cruzadas— porque se relacionaban con una visión del mundo en la que los contrarios siempre eran capaces de reconciliarse, pues a fin de cuentas expresaban la misma cosa bajo aspectos contradictorios, desde el punto de vista del igualitarismo la guerra, cuando se revela ineluctable, debe necesariamente estar justificada. Esta justificación, al no poder ser sino exterior a la guerra misma, se hace a partir de la moral dualista dominante, que es la moral del bien y del mal absolutos. Los teólogos conocen bien este problema: si Dios es bueno, ¿de dónde viene el mal? La respuesta es invariable: del hombre pecador, desde luego. Lo mismo para la guerra: si ésta es "anormal", ¿cómo es que se produce? La respuesta, también en este caso, es simple: la guerra resulta de las actuaciones patológicas de individuos, que se sitúan fuera de la normalidad (la "buena naturaleza"). La guerra no puede ser una "ley" que se imponga a todo lo que vive. Se convierte en una figura del mal absoluto. Desde entonces, todos los medios son buenos para acabar con ella. "Hay que hacer la guerra a la guerra."
Pero esta vez, nada podrá limitar las hostilidades. La guerra será total y absoluta.
La atribución al hombre de una falsa "naturaleza", arbitrariamente decretada buena e igual, hace el conflicto inexplicable. Al mismo tiempo, conduce a atribuir a los que no responden a esta definición teórica un "estatus" de "no-hombres". El enemigo no es ya un adversario del momento, con el que uno puede medirse, al tiempo que continúa estimándolo. El enemigo es el mal. El bien se opone absolutamente al mal; se impone su aniquilación.
Las guerras, conducidas en nombre de la negación del principio de realidad de la guerra, desembocan de esta manera en un conflicto maniqueo. "Las guerras de este tipo, escribe Carl Schmitt, se distinguen fatalmente por su violencia y su inhumanidad, por la razón que, trascendiendo la política, es necesario que desacrediten también al enemigo en su categoría moral, para hacer de él un monstruo inhumano, al que no basta rechazar, sino que debe ser aniquilado definitivamente, en lugar de ser simplemente este enemigo al que hay que parar los pies y arrojar al interior de sus fronteras".
La política, considerada como intrínsecamente generadora de conflictos, es entonces neutralizada, siendo reducida a la moral. Y como la guerra no puede ser declarada fuera de la ley, son los individuos, los pueblos y los Estados los que van a ser declarados fuera de la ley, fuera de la humanidad. "Además, prosigue Carl Schmitt, esta solemne declaración de fuera de la ley de la guerra no puede abolir tampoco la discriminación de amigo y de enemigo; le da, por el contrario, un contenido nuevo y una vida nueva". Fue en la época de las cruzadas y sobre todo de las guerras de religión, en plena actuación del cristianismo, cuando se empezó a hablar, ya no de un enemigo real, sino de un enemigo absoluto. Los motivos eran todavía metafísicos, y la tradición europea de la guerra no había enteramente desaparecido. Por el contrario, desde el momento en que la noción de "cruzada" ha sido laicizada y restablecida sobre la tierra, la guerra de exterminio ha sido posible en el interior mismo de las ideologías "pacifistas" e igualitarias.
(Continuará)